–He vuelto.
–Ya te veo, ¿qué quieres?
Poldo la mira angustiado.
–Volver. Ya te lo he dicho.
–¿Aquí,?, ¿a casa?
–Contigo.
Mina se queda desconcertada.
–¿A estas alturas? ¿No te da el dinero para todo?
–No es eso, aunque tenías razón. Es que te quiero, no sé vivir sin ti.
–Los hombres, mucha labia y mucha chulería y luego servís para muy poco.
–Tienes razón en todo. Pero… ¡déjame volver!
–¡Anda, pasa!
Guillermina, Mina para sus amigos, nació en
el seno de una familia de humildes labradores en una pequeña aldea. Fue a la
escuela hasta que tuvo unos once o doce años porque, siendo la mayor de cinco
hermanos, no podía ser de otra forma A los diecisiete era una mujer hecha y
derecha capaz de atender una familia por sí sola. Así debió de parecerle a
Poldo, un vecino que se acercaba a los treinta y quería casarse e irse de casa
para buscarse mejor porvenir.
A la familia de Mina le pareció bien y a
ella le gustó lo suficiente. No fue un amor arrebatador, pero pronto se tomaron
cariño y comenzaron su vida en común
Se fueron a vivir de realquilados a los suburbios de una ciudad
industrial donde Poldo encontró trabajo y Mina buscó una casa para asistir. No
era como para tirar voladores, pero
podían sobrevivir con una mayor dignidad que en el pueblo y ellos eran felices.
La dueña de la casa en la que trabajaba Mina era enfermera y le dijo que
podría trabajar en el hospital de limpiadora, haciendo sustituciones. Mina no
se lo pensó dos veces, doblaba jornada cuando tenía la suerte de hacer alguna
sustitución y comenzaron a ahorrar para poder alquilar una casa para ellos
solos. Había que dar un dinero por el traspaso y comprar algunos muebles pero
les parecía un deseo casi inalcanzable.
–¿Sabes qué?
–¿Qué?, ¿qué?
–Creo que estoy preñada.
–¡Coño! Eso no me lo esperaba, aunque es lo suyo.
–No me encuentro muy bien. Vomito cada poco y me mareo. Tendré que dejar
el hospital.
–Déjalo todo.
–No, todo no, en la casa puedo hacer las cosas a mi aire. Pero en el
hospital es otra cosa.
–No
te preocupes por nada, yo buscaré
algo mejor.
–A ver si hay suerte.
Aunque
Poldo buscó con ahínco, cuando nació su hijo seguía en el mismo trabajo y
vivían en la misma casa de realquilados. Mina tuvo que dejar la casa en la que
asistía para atender a su hijo. Su situación económica se complicó.
Tiraron
como pudieron hasta que el niño cumplió dos años, y en ese momento Mina pensó
en volver a trabajar.
–Creo que voy a volver a lo de las sustituciones. Es un buen trabajo y
bien pagado, incluso podría quedar fija. Con el tiempo, ¡claro!
Necesitamos alquilar un piso porque el
niño va a necesitar una habitación. No podemos seguir así.
–Espera un poco porque creo que me puede salir un trabajo muy bueno en
una nueva empresa que está creciendo y que pagan bastante bien.
–Pero eso no tiene nada que ver. Si los dos podemos trabajar pues mejor
que mejor, ¿no?
–¿Y qué vas a hacer con Marcos?
–Una vecina del barrio se dedica a cuidar niños mientras sus madres trabajan,
tiene tres o cuatro y cobra poco. La conozco y me merece mucha confianza. Y
luego entre los dos nos arreglaremos.
–¿Mucha confianza? ¿Quién va a cuidar a un niño mejor que su madre?
–Nadie. Eso ya lo sé. Pero como lo del hospital es a turnos, los días
que toca por la tarde podrías cuidarlo tú, ¿no?
–¿Yo? ¡Yo qué sé de niños! Eso es cosa de mujeres. Tú cumple con tus
obligaciones y déjate de rollos de trabajo.
A Poldo le salió el trabajo en la nueva empresa. Como ganaba algo más,
al fin pudieron alquilar un piso muy pequeño, pero mayor que la habitación de
realquilados en la que vivían. Fue una época de ilusión y planes y se acomodaron a lo que tenían y a lo que
podían.
A los pocos años el ayuntamiento construyó tres mil viviendas sociales y a ellos les tocó un
piso. Aunque la cuantía de la mensualidad no era mucha, para ellos era un reto
mes a mes, pero iban saliendo adelante porque Mina estiraba el dinero hasta el
infinito.
Era fontanera, electricista, pintora (de brocha gorda), modista,
carpintera, tejedora… todo. Era todo en su casa. Él iba a su trabajo y después
de salir se pasaba por el bar para jugar una partida con los amigos y, cuando
llegaba a casa, a eso de las ocho, se encontraba todo en su punto y a su hora.
Cuando el niño tenía unos ocho años, Mina volvió a quedarse embarazada.
Fue una gran sorpresa y una alegría. Su segunda hija fue recibida con todos los
honores. Además era una niña, el deseo frustrado de Mina.
Pero aumentaron los gastos y las necesidades.
–Me cuesta llegar a fin de mes. Los niños ahora gastan más que
antiguamente, no imaginas lo que cuestan las cosas de la niña –afirmaba Mina
sentándose frente a él para que se fijase en lo que le decía porque estaba muy
entretenido con la tele.
–Ya –contestaba lacónicamente Poldo y seguía mirando la tele con gran
atención.
–No es cosa de broma, de verdad que no me llega. Había pensado que
puesto que tú dispones de casi toda la tarde libre podrías buscar algo para una
o dos horas.
Poldo no dijo nada.
–¿Qué te parece?
–Me parece que estás loca si piensas que después de pegarme el madrugón
para ir al trabajo, de no poder comer en casa, de echar ocho horas trabajando
como un cabrón, voy a ir a trabajar a otro sitio por la tarde. Yo para mí gano
de sobra.
–No puedo creer lo que oigo. Primero voy a aclararte una cosa, llevo
diez años llevándote la comida a la fábrica para que comas caliente, y no creas
que es sencillo estar allí, a las doce y media
en punto, con un niño pequeño y, ahora, teniendo que recoger antes al
otro en el colegio, así que no te hagas el mártir. Yo madrugo más que tú porque
cuando te levantas ya tienes el desayuno puesto y la ropa preparada. Y trabajo
mucho más de ocho horas diarias y no voy al bar por las tardes a jugar la partida.
–No vayas a comparar.
–Pero es que, además, los niños son tan tuyos como míos y tienes la
obligación de ganar para ellos. No basta con que ganes para ti.
Nunca la había visto enfadarse. Su vida
había transcurrido con suavidad. Él a lo de él y ella a todo lo demás. Se había
acostumbrado a esa vida cómoda. Sólo tenía la responsabilidad de ir a trabajar,
el resto lo resolvía todo Mina: facturas, bancos, arreglos… todo.
Se quedó como acobardado y volvió a la tele como si tal cosa.
Mina lo observó un rato y luego se fue a la cocina.
–Volveré a trabajar cuando la niña empiece al colegio –gritó–. Digas lo
que digas.
Pero no fue así. En la fábrica comenzaron a ponerse en huelga de forma
más o menos intermitente. Cada vez duraban más los periodos en los que no iba a
trabajar y si no trabajaba no cobraba. La situación se hizo insostenible y Mina
buscó un trabajo. Como lo de las sustituciones en el hospital ya no estaba tan
fácil y necesitaba un curro más estable, se apuntó en una empresa de limpieza
para lo que saliera y llegado el momento habló con su marido
–He encontrado un trabajo, pero tienes que quedarte tú con los niños
porque no tiene horas fijas.
–¡Pues vaya un trabajo! Yo de eso no sé nada ni quiero saber nada. Allá
tú. Yo para mí gano, si a ti no te llega es cosa tuya.
Mina no discutió. Aceptaba los trabajos que coincidían con las horas de
colegio de los niños y en alguna ocasión le ayudaba una hermana.
Cuando acabaron las huelgas y las cosas volvieron a su cauce, sin decir
nada, sin discutir, como en silencio, fue a un abogado y pidió la separación.
Poldo se quedó anonadado, no se lo esperaba.
–¿Estas loca? ¿Qué es lo que ha pasado?
– No quiero vivir a tu costa. Eso es todo.
–¡Coño! A mí eso no me parece un motivo para destruir una familia.
–A mí, sí.
–Allá tú. Ya veremos…
El juez le marcó una pensión para sus hijos y le cedió a Mina y a los
niños el usufructo de la casa.
Mina no quiso saber nada del dinero de su marido. Se quedó en la casa por los niños, pero consideraba
que ella se bastaba para mantenerlos.