La engañaron. La educaron creyendo que lo más importante era ser esposa
y madre y que a eso debería dedicar todos sus esfuerzos. Así lo había hecho. Y,
ahora, ¿qué? Ahora ya no es nadie, no sirve para nada, no tiene nada.
Conchita aparenta unos sesenta y pico años. Es de estatura mediana, más bien
pequeña y está un poco ajamonada, sólo un poco porque en cuanto ha ganado dos o
tres kilos se pone a dieta. No es guapa pero no está mal para su edad. Desde
que se inventaron las lentillas, ha mejorado mucho, es muy miope y antes
llevaba unos lentes de culo de vaso que
la afeaban. Va siempre bien arreglada y procura
darle un punto de elegancia a su vestuario dentro de sus posibilidades
económicas.
Siempre ha sido un modelo de organización: Se levantaba a eso de las siete de la mañana, recogía la casa y
limpiaba, ponía la lavadora, se duchaba, se arreglaba un poco y a las nueve salía a los recados.
Cuando volvía, tendía la ropa, planchaba y comenzaba a preparar el
puchero: lentejas, alubias, sopa, lo que fuera.
A las doce iba a buscar a su nieta al colegio, porque Conchita ejerceía de
abuela, y la llevaba al parque cercano a tomar el sol un ratito.
Ya en casa freía el pescado. Ponía la mesa. Daba de comer a su nieta
y a su marido, y a las tres menos cuarto volvía a llevar a la niña al
colegio.
De vuelta a casa, recogía la cocina
y fregaba. ¡Al fin había
terminado!
El resto del día era suyo.
Sobre las cuatro y media, mientras Ernesto dormita en el sillón, salía
sin hacer ruido y se dirigía al grupo a
jugar la partida con sus amigas.
Ernesto la pasaba a recoger a las siete y
media en punto y se iban a tomar algo o al cine hasta las nueve y media o diez.
Hacía la cena, cenaban, recogía la mesa, fregaba y finalmente se sentaba
con Ernesto a ver el programa de
televisión que más les gustaba. Él enseguida se cansaba y se iba a la cama.
Ella aguantaba hasta las doce y pico.
Los lunes venía una dominicana para
hacer una limpieza más a fondo.
Ésa era su vida y le gustaba.
Sí, es verdad que últimamente Ernesto estaba un poco distante, como ido.
–No sé qué le pasa –le dijo a su prima y a la vez su mejor amiga–. Da
grandes paseos todos los días. ¡Fíjate que incluso muchas tardes no va a
buscarme! Coge el paseo marítimo adelante y va directo a casa sin pasar por el
grupo.
–Estará harto de hacer siempre lo mismo.
–No creas, no hacemos siempre lo mismo, ni mucho menos. Unas veces vamos
a una cafetería, otras a alguna exposición, no sé, algunas veces vamos al cine,
depende del tiempo y de lo que pongan por ahí.
–¿Tenéis algún problema?
–¿De qué tipo?
–No sé. Entre los dos.
–Pues no. Seguimos como siempre.
–No te preocupes demasiado. Será la vejez, o la jubilación. Se cansará
de estar metido en casa todo el día.
–¡Qué va! Desde que se jubiló sale a pasear casi todos los días y todos los fines de semana. Nunca le había
dado por pasear. Eso es nuevo. Cuántas veces le dije yo de ir a dar un paseo por la tarde y nunca
quiso.
–No le des importancia.
–No, si no me preocupo, pero lo
encuentro raro. Además, no sé si será que viene cansado pero desde hace unos
meses nada de nada.
–Nada de nada, ¿de qué?
–Ya sabes.
–¿De sexo?
–Sí, mujer. Hasta ahora siempre
fue muy activo en ese aspecto.
–Sí. Pero los años pasan para
todos, ¿qué piensas?, ¿que a tu maridito no le va a pasar lo que le pasa a todo
el mundo?
–¡No, hombre, no es eso! Es
que, ¡ha sido tan de repente!
Aunque
dijo que no estaba preocupada en realidad lo estaba, algo pasaba que no era
nada normal.
Y su preocupación fue en aumento cuando se dio cuenta de que Ernesto se
teñía el pelo, usaba una colonia fortísima
y pasaba mucho más tiempo acicalándose en el cuarto de baño.
Ella quería preguntarle, pero no sabía cómo. Nunca habían tenido ninguna
diferencia importante.
–¿Ahora te da por teñirte el pelo?
–Yo no me tiño el pelo. Me hecho un revitalizante que me mandó el médico
para regenerar las canas. Además, ¿no te
lo tiñes tú y yo no te digo nada?
–¿Y eso de echarte un frasco de colonia de cada vez?
–Me echo la misma colonia de siempre. He cambiado de marca y huele un
poco más.
–No, si por mucha colonia que te eches y por mucho que te tiñas no vas a
volver a los veinte años.
–Ni lo pretendo. ¡Puesta a decir tonterías eres el ama!
Conchita estaba desasosegada. Había algo en el ambiente que la
inquietaba.
Un día, cuando jugaba una partida con las amigas descubrió algo
sorprendente.
–No sabía que queríais vender el piso. No me habías dicho nada –le dijo
una amiga.
–¿Quién te ha dicho semejante cosa?
– Gabino. Tu marido estuvo ayer en la agencia para ponerlo en venta.
– No sé, querrá saber cuánto vale.
–Gabino dijo que lo quería poner en venta.
Conchita no pudo seguir jugando ni pudo esperar a la hora de siempre
para marcharse del club.
Cuando llegó a casa el corazón le latía fuertemente. Un sexto sentido le
indicó que abriese la puerta con sigilo. Al abrir sintió voces en el
dormitorio. Se acercó y entreabrió a la puerta. Allí estaban la dominicana y su
marido, tal y como habían venido al mundo, retozando en la cama.
No pudo decir nada. Abrió la puerta de un empujón. Se quedó mirando un
momento y luego se encerró en el cuarto de baño.
Lloró y lloró.
Cuando salió del cuarto de baño se fue a la cocina. Esteban la estaba
esperando. Su cara reflejaba una mezcla de vergüenza y decisión. Tenía los
labios fruncidos, las cejas bajas sobre los ojos y la mirada huidiza.
–Esto es lo que hay –dijo sin perder el ceño.
Conchita no dijo nada. No sabía qué decir.
–Pensaba decírtelo hoy o mañana.
–¿Qué me ibas a decir? ¿Qué estabas liado con la dominicana?
–Que me voy de casa.
–¿Que te vas de casa? ¿A dónde? ¿A casa de ésa?
–¡Qué más da!
–¿Cómo que qué más? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? –Conchita quería
gritar, llamarlo de todo pero no podía.
–Sí, me voy a vivir con ella.
–¿Me dejas el piso a mí? –entonces recordó el comentario de su amiga–.
¿O piensas venderlo?
– Sí, lo venderemos y la mitad para ti. Puedes irte a vivir a un
apartamento más pequeño.
–¿Lo tenías todo pensado?
Ernesto no contestó.
–¡Hijo de puta! Eso es lo que eres. ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! –no había
dicho un taco en su vida. No reconocía las palabras que salían de su boca pero
no podía dejar de gritar–. Asqueroso hijo de puta.
Se abalanzó sobre él con los puños cerrados. Él pegó un salto hacia
atrás. Se dio la vuelta y momentos después se oyó un portazo.
Han pasado cuatro meses. La vida de Conchita ha cambiado totalmente. Ya
no siente la necesidad de levantarse, limpiar, hacer los recados, comer o ir al
grupo. Sigue recogiendo a su nieta, pero es la única rutina que conserva.
Treinta y nueve años de
matrimonio. ¿Qué ha pasado? Se siente frustrada, derrotada, fracasada, no reconoce
el mundo en el que vive.
–El piso está prácticamente vendido. Tendrá que dejarlo muy pronto –le
dice su abogado.
–¿A dónde voy a ir? Con el dinero que me dan no me da para comprar ni un
cuchitril.
–Quizás uno de alquiler.
–¿Con qué pago el alquiler? Los cuatro duros que teníamos no dan para
nada. Parecía algo cuando era un remanente por si pasaba algo o para hacer
algún viaje, pero nada a la hora de empezar de nuevo: muebles,
electrodomésticos… La mitad de una casa es la mitad de nada.
–Usted no se opuso a que se vendiera el piso. Todavía está a tiempo El
juez dictaminará. Puede darle un tiempo, aunque no hay que hacerse ilusiones,
más tarde o más temprano…
–¡Para qué! Lo que usted dice es lo que es. Habría que hacerlo de todas
formas. ¿Sabe cuánta pensión me va a quedar?
–Hemos pedido la mitad de su paga, pero no creo que nos la conceda.
Entre un treinta y un cuarenta por
ciento.
–Repartir la pensión de jubilación es miseria para los dos. Un poco
menos para él, pero miseria.
–¿No querrá renunciar?
–¡Si pudiera!, pero no puedo. Cuando nos casamos yo trabajaba en una
tienda, lo dejé al nacer el niño porque así lo decimos. Luego las cosas
vinieron rodadas. Nos iba muy bien. O eso creía yo. De haberlo sabido nunca hubiera
dejado mi trabajo.
–Pues ya está todo. La tendré al corriente.
–Si no era feliz podía haberlo dicho hace muchos años, cuando todavía
podía encontrar un trabajo y defenderme ¿Qué sentido tiene separarse a estos
años? ¡Con lo bien que vivíamos!
–Piensa en casarse.
–¡Está loco! Tiene casi treinta años menos que él. Lo querrá para
legalizar sus papeles.
–Es posible. Pero eso no se puede demostrar.
–¡Qué locura!