sábado, 13 de marzo de 2010

LA SOLTERONA

Marisa tenía un documento en la mano, lo leyó, lo guardó y al poco lo volvió a sacar y a leer. Tenía una expresión de asombro y su mirada estaba iluminada.
¡Positivo!
Sí, estaba embarazada. Ya había comprado un predictor, y, después de que el aparatito le había dicho que sí, quiso estar bien segura y se fue a la farmacia para hacerse la prueba.
Su mente estaba confusa y revuelta. Le invadía una sensación indescriptible. Era como si volviera a nacer o a vivir y a la vez sintiese algo que la ahogase.
No veía ni la calle, ni el tráfico, ni a la gente. Casi no podía pensar aunque era consciente de que había que contarlo.
Pasaba de los cuarenta años. Era pequeñita y poco agraciada. Tenía unas facciones duras que le daban un aire serio y distante; pero nada más contrario a su forma de ser: amable, cariñosa y generosa.
Hacía casi veinte años que era una mujer independiente. Como nunca se le dio bien eso de estudiar, a los quince entró de aprendiza en una peluquería; dos años más tarde era ofíciala y a los veintiuno ya tenía negocio propio. Le fue bien y unos años después compró un pisito que ya había pagado totalmente.
Pero su vida amorosa creció de forma inversamente proporcional a su bienestar económico. Al poco de comprar el piso tuvo su primer y único escarceo amoroso. Desde entonces no había vuelto a relacionarse con ningún hombre.
No es que le pesara su soltería, al menos a ella, pero sus padres y amigos estaban muy preocupados porque creían que se iba a quedar “solterona”, o sea, “incompleta”, “frustrada”.
–Yo creo que el hecho de haberte ido tan pronto de casa te ha perjudicado –le decía su madre muy convencida–. Tanta independencia no es buena para una mujer.
–No digas tonterías, mamá. No he encontrado a la persona adecuada.
–¿Por qué te dejó aquel chico con el que saliste? Porque se asustó.
–¡Era un cara! Pretendía vivir a mi cuenta.
–Eso es lo que tú dices. Lo que pasa es que, como lo tienes todo resuelto, eres muy exigente, nadie te parece bien.
–No mamá. No he tenido tantas ofertas como tú crees.
–Pues una mujer sin marido y sin hijos no es nada. Ahora no te das cuenta, pero con el tiempo me darás la razón.
Esta conversación, con distintas variantes, tenía lugar, una vez sí y otra también, cuando iba a ver a sus padres.
Todos sus amigos se habían casado o vivían con su pareja, así que salía poco y, cuando lo hacía, era para asistir a algún cumpleaños o festejo al que le invitaban los de su antigua pandilla.
En una de esas contadas ocasiones, discutió con un amigo. Tenían distintas opiniones respecto al rol de hombres y mujeres. En medio de la discusión ella se fue al servicio y al salir de la habitación le oyó decir:
–A Marisa lo que le falta es un buen polvo, por eso está amargada.
–No estoy de acuerdo. Tiene su trabajo y le va muy bien –comentó una chica.
–Eso no tiene nada que ver –dijo otra mujer.
–Es una feminista amargada, ¿la has oído? Todas las que hablan así es porque no tienen un hombre que les dé bien.
–Lo que pasa es que todas nos hemos casado y se encuentra algo sola. A esas edades es difícil hacer nuevas amistades.
–Lo que yo te diga.
–Está en un grupo de montaña. Sale de excursión todos los fines de semana –apuntó otra mujer.
–¡Bah! Esa gente no sabe divertirse.
El resto de los amigos, ellos y ellas, se rieron. Ella hizo como que no había oído el comentario, no quiso darse por aludida.

Ahora todo había cambiado. Iba a tener un hijo. Un hijo suyo, de ella. No podía creerlo.
Hacía unos dos meses se había quedado aislada en un refugio de montaña con un compañero. El chico había tenido una mala caída, se había roto el tendón de Aquiles y no podía caminar. Uno de los montañeros que sabía algo de medicina le entablilló la pierna, lo tapó con el saco de dormir y le suministró algunos medicamentos. Una cura de urgencia hasta que vinieran a buscarle con una camilla. Alguien se tenía que quedar con él y, como siempre, fue Marisa; no tenía familia que la esperara y estaba dispuesta a ayudar.
Encendieron fuego pero había poca leña y, cuando se acabó, el frío se hizo intenso. Belarmino estaba medio dormido a consecuencia de los analgésicos y, como a ella le pareció que estaba tiritando, se metió con él en el saco para darle calor. Se plegó contra su cuerpo dándole la espalda. Unas horas más tarde sintió que le metían la mano por debajo de la camiseta y le tocaban los pechos. Ella no dijo nada. Luego sintió el pene erecto de su compañero apretado contra sus nalgas y se quedó quieta. Después le bajó las bragas y ella no puso ninguna resistencia. Pasó lo que tenía que pasar en esas circunstancias.
Cuando llegó el equipo de rescate aún estaban dormidos. Se lo llevaron y no había vuelto a verlo porque no iba a las excursiones. Ella tampoco se había atrevido a visitarlo por si él pensaba que pretendía comprometerlo por lo que ocurrió.
Al llegar a casa, se preparó un café, lo pensó, tiró el café y se tomó un vaso de leche caliente. "Hay que cuidarse", se dijo a sí misma, "ahora tengo responsabilidades".
Se acercó al teléfono y marcó un número.
–¡Hola, Fredi, soy Marisa!
–Ya, dime.
–Siéntate, que te voy a dar una noticia.
–No será para tanto.
–Sí lo es. Estoy embarazada.
–¿Qué dices? ¿Estás de broma?
–No. Es la verdad. Voy a tener un hijo
–¡Joder! No sé que decirte. No sabía que andabas con alguien.
–Es que no salgo con nadie.
–¿Entonces? ¿Te has hecho la inseminación artificial? Tú eres muy capaz.
–No hubiera sido mala idea, pero tampoco. Fue una tontería, ya te contaré.
–Y el padre, ¿quién es?
–No lo conoces ni lo vas a conocer.
–¿Lo sabe?
–No. Y no estoy muy segura de si se lo diré.
–¿Es que piensas abortar?
–Ni se me ha pasado por la cabeza. Estoy contentísima.
–Tú misma. Es cosa tuya. ¡Vaya noticia!
–Tú eres el primero en saberlo. Para eso tengo un hermano, para que me eche una mano.
–Ya sabes que puedes contar conmigo. ¿Qué quieres que haga?
–Acompáñame cuando vaya a contarlo en casa. Sola no me atrevo.
–Desde luego.
La noticia dejó estupefactos a sus padres.
–Pero… ¿de quién? –. Fue lo primero que dijo su madre.
–Fue una relación esporádica. El padre como si no existiera.
–¡Qué vergüenza! A tu edad y con éstas.
–¡Mamá, por favor! –dijo Fredy– es estupendo, como un milagro. Todos tenemos que estar muy contentos.
–¡No! Si no digo nada. Ella sabrá lo que hace. Si estoy contenta...
–Yo eso no lo veo bien –dijo su padre.
–¿Qué es lo que no ves bien? –preguntó Fredy.
–Que no cuente con el padre –afirmó con parsimonia mientras daba una calada a su pipa–. Un hombre tiene derecho a saber que tiene un hijo, y un niño tiene derecho a saber que tiene un padre. Luego si el padre no lo acepta es cosa suya, allá su conciencia.
–¿Por qué? ¿Por qué no puede ser solo mío? En este mundo, miles de hombres abandonan a las mujeres cuando se enteran de que están embarazadas y tienen que criarlos ellas solas. ¿Por una vez no podría ser al revés?
–Ésa es una postura muy egoísta y siempre lo ha sido. Todos tenemos que aceptar nuestras responsabilidades y el padre tiene que tener la oportunidad de hacerlo. Harías lo mismo que hemos criticado tantas veces.
–Papá tiene razón –dijo Fredy.
–¡Pero si casi no lo conozco! Ni tan siquiera sé si es un hombre libre.
–Eso es una disculpa–apuntó el padre.
–Pensará que quiero comprometerlo, que pretendo que se case conmigo o algo así.
–Eso estaría bien –dijo su madre.
–¡No, mamá! No me atrae y no quiero cargar con un hombre para toda la vida porque me he quedado embarazada.
–¡Haberlo pensado antes! –su madre seguía con su idea.
–En eso Marisa tiene razón –afirmó Fredy–. Los tiempos han cambiado. No tiene por qué casarse si no quiere.
–Marisa sabrá lo que tiene que hacer. No la atosigues más –dijo su padre y de alguna manera dio por terminada la discusión.
Esa noche Marisa no pudo dormir. Su padre tenía razón, como siempre. El niño, o niña, tenía derecho a saber de su padre. La cosa era complicada porque ella no sabía si Belarmino estaba casado o, a lo mejor, divorciado.

Belarmino tenía cuarenta y cinco años y también era solterón. No era nada atractivo, calvo, extremadamente delgado y nervudo, de prominente nariz y mirada huidiza. Trabajaba en la construcción y ganaba un buen sueldo así que se había construido un chalecito en las afueras. Era muy popular entre sus amigos porque, cuando discutían con sus mujeres o querían evadirse de ellas, iban a casa de Belarmino y allí bebían, jugaban a las cartas, veían películas pornográficas y, de vez en cuando, aparecían con algún ligue.
–¡Qué suerte tienes, cabrón! Tú si que sabes vivir.
–Listo que es el chico que nunca se ha dejado pillar. Si yo volviera a nacer, de dónde me iban a pescar a mí.
Con las mujeres no tenía tanto éxito. De vez en cuando ligaba con alguna chica en la zona de los vinos o buscaba una prostituta si se encontraba muy necesitado.
Marisa buscó su dirección en la secretaría del grupo de montaña y se dispuso a ir a visitarle. No estaba en su casa. No estaba casado y, como no se podía mover, se había instalado temporalmente en casa de sus padres. Le costó dar con él pero lo consiguió.
–¿Vive aquí Belarmino?
–Sí, pase, por favor. ¿Es amiga de Mino? –preguntó la madre del chico.
–Sí. Me quedé con él cuando se rompió la pierna, ¿cómo está?
–Regular. Lo tuvieron que operar. Ya lleva casi dos meses y aún tiene para rato. Tardará bastante en recuperarse.
–Lo siento.
Mientras hablaban llegaron a la habitación en la que estaba Belarmino.
–¡Hola! He venido a verte, ¿cómo estás?
Él la miró con sorpresa, se veía que no esperaba esta visita.
–Bien, dentro de lo que cabe.
–¿Querrá tomar un café? –preguntó la madre.
–Pues sí. Bueno, no. No puedo.
–¿Algo de beber? ¿Una cerveza?
–Cerveza, no. Si tiene un zumo o algo parecido.
–No, no tengo, ¿una manzanilla?
–Eso sí.
La madre se fue hacia la cocina y ellos se quedaron solos.
–Verás, venía a decirte algo importante. No creas que quiero comprometerte, ni mucho menos, pero creo que debes saberlo.
Ella lo miraba abiertamente, él estaba desconcertado.
–Estoy embarazada.
–¿Cómo?, ¿qué?
–Pues eso, que estoy embarazada por lo de la noche del refugio.
–¿Estás segura?
–Segurísima. Pero no quiero nada, ni que lo reconozcas ni que nos casemos ni nada. Solo quería que lo supieras porque creo que tienes derecho.
Él se quedó callado. Les invadió un profundo y largo silencio.
–Bueno, pues nada más, yo ya me voy –dijo mientras se levantaba.
En ese momento llegó la madre con la manzanilla.
–Siéntese, por favor, he traído unas pastas.
La madre dejó la manzanilla y las pastas y se marchó con discreción.
Ella se volvió a sentar. La situación se había vuelto muy tensa.
–Ven otro día a visitarme. A ver si ya puedo caminar aunque sea con muletas, y podemos salir a tomar algo para hablar, aquí...
–Lo intentaré, pero ando muy ocupada. Ya sabes lo que hay. Solo pretendía que lo supieras.
–Me gustaría volver a verte… No sé qué decir…
–No te preocupes. Yo estoy bien y no necesito nada.
–De todos modos me gustaría hablar de esto contigo.
–Ya te llamaré cuando pueda.
Se despidió definitivamente de él y de su madre y se dio toda la prisa que pudo para salir a la calle. Respiró profundo. Había sido un mal rato.

Amiga o amigo, si quieres puedes participar en el debate sobre las situaciones que se consideran en este relato haciendo un comentario. Gracias

viernes, 12 de marzo de 2010

EL VESTIDO NEGRO



Carmen se mira al espejo. Los ojos se le llenan de lágrimas.
– ¡Estoy horrible! Gorda y como abotargada. Parezco un monstruo. Me he probado todo y no me vale nada.
– Mira que exageras. –contesta su madre que está sentada en una butaquita con un bebé en los brazos– Sólo hace cuatro meses que has dado a luz y acabas de quitarle el pecho.
–Eso no me consuela –se pone el vestido premamá que ha usado durante cinco meses–. ¡Con las ganas que tenía de tirar este fardo!
–No puedes seguir así –asegura su madre mientras deposita al bebé en su cuna–. A ver si te va a pasar como a Maite. Ahí la tienes, colgada con tres niños y su marido con otra.
– ¿Qué quieres? No tiene tiempo para nada y mucho menos para cuidarse a sí misma.
–Sí, pero ahí está.
–Es que Chechu es un sinvergüenza. Tan guapo, tan simpático, siempre a la última, muy popular, el amigo de todos… Si lo que quería era una modelo para presumir de mujer, podía habérselo pensado antes de hacerle a Maite tres hijos.
Mira hacia la butaquita pero su madre ha desaparecido. Eleva la voz y continúa.
–Tampoco él es el que era. Pero las cosas son así de injustas. Un hombre puede echar barriga, arrugarse, envejecer, quedarse calvo, y aquí no pasa nada. Una mujer no. Tiene que estar siempre delgada, ser siempre joven, siempre guapa…
Cuando ha acabado de recoger la ropa se dirige a la cocina. Su madre le prepara el café.
–Las cosas son así y siempre lo han sido –asegura su madre.
–¡Pues vaya mierda! –Carmen se queda pensando un momento–. Oye, mamá, ¿podrías quedarte con la niña dos horas para que yo vaya a comprarme algo nuevo que me valga?
– ¡Claro! Y además podríais ir a cenar con los amigos como hacíais antes. Tú no te preocupes, yo me ocupo de todo.
–No sé… Ya veremos.
Carmen está en la tienda de ropa probándose un traje pantalón. Se mira al espejo. Esta vez ve a una mujer morena de pelo castaño oscuro, ojos negros y almendrados enmarcados en unas cejas perfectamente arqueadas, nariz pequeña y recta y labios carnosos… ¡No está mal! Lo del tipo es otra cosa… Por lo menos ha engordado dos tallas, tiene las caderas más anchas, más pecho y más cintura, pero, al fin y al cabo, no tiene barriga y sus piernas siguen teniendo una forma casi perfecta.
A medida que se va probando ropa, aumenta su alegría. Hay de todo y, además, le sienta bien. No sabe dónde escoger. Al fin, se compra algo de ropa interior, un traje con pantalón, un nuevo pantalón vaquero y un vestido negro de más vestir para salir por las noches.
Al llegar a casa, le enseña a su madre todas sus compras y se las prueba dos o tres veces para preguntarle por su impresión
– ¿Cómo me queda? ¿Verdad que es muy elegante?
–Estás preciosa, como siempre.
Carmen entona una cancioncilla mientras guarda la ropa.
–Voy a llamar a Alfonso para lo de esta noche. ¿Qué te parece?
–¿Cómo me va a parecer? Estupendo.
Alfonso acepta enseguida Al finalizar la tarde, cuando llega a casa, Carmen lo recibe efusivamente, le da mil besos y abrazos y le dice entre carantoñas que tiene una sorpresa para él. Alfonso se sienta en el sofá a leer el periódico y Carmen se dispone a arreglarse para salir.
Se ducha, se “encolonia”, se depila y comienza a pintarse con esmero. Estudia sus nuevas facciones: el óvalo de la cara más redondeado, los labios más gruesos... Cuando acaba de maquillarse se encuentra satisfecha de su obra.
Luego empieza a vestirse. Se prueba el traje pantalón y el vestido negro. Al fin, escoge el negro, el más ceñido y escotado aunque discreto. Se mira en el espejo una y otra vez. Se presenta en el salón y le dice a su marido con cara radiante:
– ¡Ya estoy! ¿Qué te parece?
Su marido la mira extasiado.
– ¡Guapísima!
Carmen se da dos o tres vueltas en redondo contoneándose delante de Alfonso y, finalmente, se acerca a él y le da un beso apasionado. Se encuentra en la cima. Él le devuelve la caricia y luego va a limpiarse los restos de carmín. Ella vuelve a retocarse los labios mientras le espera.
–Ya está –le dice a Alfonso
El la sigue mirando con admiración.
–Bueno, pues ya es la hora. Cuando quieras nos vamos –dice Carmen caminando hacia la puerta con paso firme y decidido.
De pronto, Alfonso se para en seco: la mira de arriba abajo, cejijunto, casi la desnuda con la mirada.
–¿No pensarás salir a la calle con esa ropa y esa cara?
– ¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no voy a salir así? ¿Qué tiene de malo?
– ¡Todo! ¡Lo tiene todo! ¿No ves que vas llamando la atención? ¿No te das cuenta de que pareces una puta? –le grita.
Ante el alboroto, aparece la madre de Carmen:
– ¿Qué es lo que pasa? ¿Puedo ayudar? –pregunta asustada.
–Usted no se meta
– Nada, mamá –dice Carmen llorando– que a Alfonso no le gusta como voy.
– ¡Pero si estás preciosa! –exclama la madre.
–Mire, mejor se va usted y deja que esto lo arreglemos ella yo, porque de otra forma no sé lo que va a pasar
– Bueno... no sé... si quieres me voy... pero... no sé... –contesta mientras se dirige a la cocina.
Carmen y Alfonso se quedan solos. Él la mira como si la estuviera desafiando. Nunca habían discutido y menos delante de su madre.
– Pero... si es un vestido de lo más discreto y me he pintado como siempre –razona Carmen con un hilo de voz entrecortado y lloroso–. Antes te gustaba.
–¡Nunca me ha gustado! Ya estás quitándote esa ropa y esa pintura y poniéndote en consonancia con tu nueva situación. Ya eres madre, ¿se te ha olvidado? –su enojo va en aumento.
– ¡Pues no! No se me ha olvidado que soy madre, pero eso no tiene nada que ver. No hay un vestuario para madres y otro para el resto. Eso es una tontería.
–Me da lo mismo lo que tú pienses. Con ese vestido y esas pintas no sales a la calle.
–No me lo voy a quitar. Lo encuentro muy elegante y, además, creo que me sienta muy bien.
–Mira, no vayas a desafiarme a estas alturas. Si yo digo que te lo quites no hay más que hablar.
Carmen se dirige al cuarto de baño y llora desesperadamente. Cuando se calma, se vuelve a retocar un poco y, finalmente, se dirige al salón.
–Mira, Alfonso –empieza con voz que intenta ser sosegada y dirigiendo los ojos al suelo–. Yo no quiero discutir contigo, pero no creo que tengas ningún derecho a decirme lo que me tengo que poner o cómo arreglarme. Tú puedes decirme que esto te gusta más que lo otro, pero nada más, y yo, en último caso, decidiré cómo vestirme –levanta la cabeza y lo mira–. No creo que este vestido tenga nada malo. Tú mismo me has dicho que te gusta cómo me queda, y a mí también me parece bien. ¿Cuál es la razón por la que me lo tengo que quitar?
Alfonso no contesta, la mira pero se queda callado.
– ¡Dime! ¿Qué tiene de malo?
–Ya te lo dije, lo tiene todo. Pero no es eso. Lo importante no es si te pones este o aquel vestido, lo importante es que si yo digo que no, es que no. No estoy yo matándome a trabajar para que, al llegar a casa, mi mujer, que se ha pasado todo el día sin hacer nada, discuta lo que yo le digo. Mira, guapita, en este mundo el que manda es el que “pone el huevo”, si no sabes eso, te han educado muy mal. Claro tú te crees la reina de la creación, porque has ido a buenos colegios y siempre has tenido todo lo que querías. Yo he tenido que enfrentarme al mundo cuando no levantaba un palmo y sé muy bien dónde vivimos y quién manda.
–Yo no tengo la culpa de que empezaras a trabajar tan pronto; eso ha sido cosa de tu familia, de las circunstancias… no puedes vivir amargado por ello toda tu vida –dice Carmen con serenidad–. Pero eso no te da derecho a mangonearme en cosas tan personales como mi aspecto.
– ¿No? ¿Quién ha pagado ese modelito? ¿Tú? ¿De dónde has sacado el dinero?
–No te reconozco. No sabía que pensaras así. Tú no eres el Alfonso con quien me casé. Sabes muy bien que si no trabajo es porque así lo decidimos entre los dos. Estábamos de acuerdo en que lo ideal era tener pronto uno o dos hijos y dedicarnos a ellos por entero mientras fueran pequeños. Siempre pensé que eso te gustaba porque te habías criado en una familia mal avenida y con muchas necesidades.
– Claro que es lo que pienso. Pero eso no tiene nada que ver.
–Yo he intentado darte todo mi cariño para compensarte, pero parece que no ha servido de nada.
–Yo también te quiero y creo que te lo demuestro constantemente.
–Desde luego. Hasta ahora sí. Admito que me digas lo que tengo que hacer para cuidar a la niña porque creo que te preocupa y eso me gusta, admito que te metas en cómo hago las cosas de la casa, porque también es tuya. Pero que quieras dominar esa parcela tan personal de cada uno como es la propia imagen, eso no lo puedo admitir. Y tampoco que me salgas con el asunto del dinero, porque mañana mismo vuelvo al trabajo, todavía estoy a tiempo
Alfonso permanece callado con el entrecejo fruncido
-No importa quién haya pagado el vestido –añade Carmen–, lo he comprado yo a mi gusto y no pienso quitármelo por un capricho tuyo.
–No pienso seguir discutiendo por este asunto. Tú verás lo que haces –Alfonso se sienta en el sofá y vuelve a su periódico dando por terminada la discusión.
Carmen se dirige hacia la cocina. Su madre está sentada en una silla, parece asustada, como acobardada.
– ¿Qué piensas hacer? Si no vais a salir yo me voy a mi casa.
– ¡No me atosigues! Lo estoy pensando.
–Poco tienes que pensar. Aguantarte y callar. Si lo sabré yo…
–No, mamá. Yo no quiero vivir como tú: siempre amedrentada. Quiero vivir con Alfonso, pero respetándonos el uno al otro. Si cediese sería el fin.
–Y, si no cedes, también. Tienes que tener cuidado. Ya tenéis una hija, eso no es como para tomárselo a broma.
– ¿Qué quieres? ¿Piensas que yo no me di cuenta de cuál era tu situación? ¿Crees que no lo pasé mal..? –su madre calla–. Pues te equivocas… No. Yo no quiero eso para mi hija.
–Eres injusta. Tu padre siempre fue un hombre bueno. Ellos son así y no los vas a cambiar.
–Sí. Muy bueno, pero muy dominante.
Mientras acaba su frase se dirige al cuarto de baño. Se mira en el espejo, se retoca y vuelve al salón.
–Yo me voy. No me gusta que esperen por mí. ¿Vienes o no?
Alfonso levanta la vista, la mira de arriba y abajo y vuelve a su periódico sin decir nada.
Carmen duda un instante y luego se dirige hacia la puerta. Llama al ascensor y espera… Espera que su marido abra la puerta… que ocurra algo… pero el ascensor llega y no ocurre nada. Los ojos se le inundan de lágrimas. Toma el ascensor... La suerte está echada.