viernes, 13 de febrero de 2015

LA DOMINICANA




                                                  


   La engañaron. La educaron creyendo que lo más importante era ser esposa y madre y que a eso debería dedicar todos sus esfuerzos. Así lo había hecho. Y, ahora, ¿qué? Ahora ya no es nadie, no sirve para nada, no tiene nada.
   Conchita aparenta unos sesenta y pico años. Es de estatura mediana, más bien pequeña y está un poco ajamonada, sólo un poco porque en cuanto ha ganado dos o tres kilos se pone a dieta. No es guapa pero no está mal para su edad. Desde que se inventaron las lentillas, ha mejorado mucho, es muy miope y antes llevaba unos lentes  de culo de vaso que la afeaban. Va siempre bien arreglada y procura  darle un punto de elegancia a su vestuario dentro de sus posibilidades económicas.
Siempre ha sido un modelo de organización:                                                                                            Se levantaba a eso de las siete de la mañana, recogía la casa y limpiaba, ponía la lavadora, se duchaba, se arreglaba un poco y a las  nueve salía a los recados.
   Cuando volvía, tendía la ropa, planchaba y comenzaba a preparar el puchero: lentejas, alubias, sopa, lo que fuera.
   A las doce iba a buscar a su nieta al colegio, porque Conchita ejerceía de abuela, y la llevaba al parque cercano a tomar el sol un ratito.
   Ya en casa freía el pescado. Ponía la mesa. Daba de comer a su nieta y a su marido, y  a las tres menos cuarto volvía a llevar a la niña al colegio.
   De vuelta a casa, recogía la cocina  y fregaba. ¡Al fin había  terminado!
   El resto del día era suyo.
   Sobre las cuatro y media, mientras Ernesto dormita en el sillón, salía sin hacer ruido y se dirigía  al grupo a jugar la partida con sus amigas.
    Ernesto la pasaba a recoger a las siete y media en punto y se iban a tomar algo o al cine hasta las nueve y media o diez.
   Hacía la cena, cenaban, recogía la mesa, fregaba y finalmente se sentaba con Ernesto  a ver el programa de televisión que más les gustaba. Él enseguida se cansaba y se iba a la cama. Ella aguantaba hasta las doce y pico.
   Los lunes venía una dominicana para  hacer una limpieza más a fondo.
   Ésa era su vida y  le gustaba.
   Sí, es verdad que últimamente Ernesto estaba un poco distante, como ido.
   –No sé qué le pasa –le dijo a su prima y a la vez su mejor amiga–. Da grandes paseos todos los días. ¡Fíjate que incluso muchas tardes no va a buscarme! Coge el paseo marítimo adelante y va directo a casa sin pasar por el grupo.
   –Estará harto de hacer siempre lo mismo.
   –No creas, no hacemos siempre lo mismo, ni mucho menos. Unas veces vamos a una cafetería, otras a alguna exposición, no sé, algunas veces vamos al cine, depende del tiempo y de lo que pongan por ahí.
   –¿Tenéis algún problema?
   –¿De qué tipo?
   –No sé. Entre los dos.
   –Pues no. Seguimos como siempre.
   –No te preocupes demasiado. Será la vejez, o la jubilación. Se cansará de estar metido en casa todo el día.
   –¡Qué va! Desde que se jubiló sale a pasear casi todos los días y  todos los fines de semana. Nunca le había dado por pasear. Eso es nuevo. Cuántas veces le dije yo de ir a dar un paseo por la tarde y nunca quiso.
   No le des importancia.
   No, si no me preocupo, pero lo encuentro raro. Además, no sé si será que viene cansado pero desde hace unos meses nada de nada.
   Nada de nada, ¿de qué?
   Ya sabes.
   ¿De sexo?
   Sí, mujer. Hasta ahora siempre fue muy activo en ese aspecto.
   Sí. Pero los años pasan para todos, ¿qué piensas?, ¿que a tu maridito no le va a pasar lo que le pasa a todo el mundo?
   ¡No, hombre, no es eso! Es que,  ¡ha sido tan de repente!
   Aunque dijo que no estaba preocupada en realidad lo estaba, algo pasaba que no era nada normal.
   Y su preocupación fue en aumento cuando se dio cuenta de que Ernesto se teñía el pelo, usaba una colonia fortísima  y pasaba mucho más tiempo acicalándose en el cuarto de baño.
   Ella quería preguntarle, pero no sabía cómo. Nunca habían tenido ninguna diferencia importante.
   –¿Ahora te da por teñirte el pelo?
   –Yo no me tiño el pelo. Me hecho un revitalizante que me mandó el médico para  regenerar las canas. Además, ¿no te lo tiñes tú  y yo no te digo nada?
   –¿Y eso de echarte un frasco de colonia de cada vez?
   –Me echo la misma colonia de siempre. He cambiado de marca y huele un poco más.
   –No, si por mucha colonia que te eches y por mucho que te tiñas no vas a volver a los veinte años.
   –Ni lo pretendo. ¡Puesta a decir tonterías eres el ama!
   Conchita estaba desasosegada. Había algo en el ambiente que la inquietaba. 
   Un día, cuando jugaba una partida con las amigas descubrió algo sorprendente.
   –No sabía que queríais vender el piso. No me habías dicho nada –le dijo una amiga.
   –¿Quién te ha dicho semejante cosa?
   – Gabino. Tu marido estuvo ayer en la agencia para  ponerlo en venta.
   – No sé, querrá saber cuánto vale.
   –Gabino dijo que lo quería poner en venta.
   Conchita no pudo seguir jugando ni pudo esperar a la hora de siempre para marcharse del club.
   Cuando llegó a casa el corazón le latía fuertemente. Un sexto sentido le indicó que abriese la puerta con sigilo. Al abrir sintió voces en el dormitorio. Se acercó y entreabrió a la puerta. Allí estaban la dominicana y su marido, tal y como habían venido al mundo, retozando en la cama.
   No pudo decir nada. Abrió la puerta de un empujón. Se quedó mirando un momento y luego se encerró en el cuarto de baño.
   Lloró y lloró.
   Cuando salió del cuarto de baño se fue a la cocina. Esteban la estaba esperando. Su cara reflejaba una mezcla de vergüenza y decisión. Tenía los labios fruncidos, las cejas bajas sobre los ojos y la mirada huidiza.
   –Esto es lo que hay –dijo sin perder el ceño.
   Conchita no dijo nada. No sabía qué decir.
   –Pensaba decírtelo hoy o mañana.
   –¿Qué me ibas a decir? ¿Qué estabas liado con la dominicana?
   –Que me voy de casa.
   –¿Que te vas de casa? ¿A dónde? ¿A casa de ésa?
   –¡Qué más da!
   –¿Cómo que qué más? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? –Conchita quería gritar, llamarlo de todo pero no podía.
   –Sí, me voy a vivir con ella.
   –¿Me dejas el piso a mí? –entonces recordó el comentario de su amiga–. ¿O piensas venderlo?
   – Sí, lo venderemos y la mitad para ti. Puedes irte a vivir a un apartamento más pequeño.
   –¿Lo tenías todo pensado?
   Ernesto no contestó.
   –¡Hijo de puta! Eso es lo que eres. ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! –no había dicho un taco en su vida. No reconocía las palabras que salían de su boca pero no podía dejar de gritar–. Asqueroso hijo de puta.
   Se abalanzó sobre él con los puños cerrados. Él pegó un salto hacia atrás. Se dio la vuelta y momentos después se oyó un portazo.

   Han pasado cuatro meses. La vida de Conchita ha cambiado totalmente. Ya no siente la necesidad de levantarse, limpiar, hacer los recados, comer o ir al grupo. Sigue recogiendo a su nieta, pero es la única rutina que conserva.
   Treinta y nueve  años de matrimonio. ¿Qué ha pasado? Se siente frustrada, derrotada, fracasada, no reconoce el mundo en el que vive.
   –El piso está prácticamente vendido. Tendrá que dejarlo muy pronto –le dice su abogado.
   –¿A dónde voy a ir? Con el dinero que me dan no me da para comprar ni un cuchitril.
   –Quizás uno de alquiler.
   –¿Con qué pago el alquiler? Los cuatro duros que teníamos no dan para nada. Parecía algo cuando era un remanente por si pasaba algo o para hacer algún viaje, pero nada a la hora de empezar de nuevo: muebles, electrodomésticos… La mitad de una casa es la mitad de nada.
   –Usted no se opuso a que se vendiera el piso. Todavía está a tiempo El juez dictaminará. Puede darle un tiempo, aunque no hay que hacerse ilusiones, más tarde o más temprano…           
   –¡Para qué! Lo que usted dice es lo que es. Habría que hacerlo de todas formas. ¿Sabe cuánta pensión me va a quedar?
   –Hemos pedido la mitad de su paga, pero no creo que nos la conceda. Entre un treinta y un cuarenta  por ciento.  
   –Repartir la pensión de jubilación es miseria para los dos. Un poco menos para él, pero miseria.
   –¿No querrá renunciar?
   –¡Si pudiera!, pero no puedo. Cuando nos casamos yo trabajaba en una tienda, lo dejé al nacer el niño porque así lo decimos. Luego las cosas vinieron rodadas. Nos iba muy bien. O eso creía yo. De haberlo sabido nunca hubiera dejado mi trabajo.
   –Pues ya está todo. La tendré al corriente.           
   –Si no era feliz podía haberlo dicho hace muchos años, cuando todavía podía encontrar un trabajo y defenderme ¿Qué sentido tiene separarse a estos años? ¡Con lo bien que vivíamos!
   –Piensa en casarse.
   –¡Está loco! Tiene casi treinta años menos que él. Lo querrá para legalizar sus papeles. 
   –Es posible. Pero eso no se puede demostrar.
   –¡Qué locura!