jueves, 27 de febrero de 2014

LA HISTORIA SE REPITE



   Amparito estaba mirando emocionada a su hijo recién nacido. Sentía algo que no había sentido con anterioridad. Le parecía un milagro y no podía mirar a ninguna otra cosa. Absorta en su ternura no advirtió que se había abierto la puerta de la habitación y que un gran ramo de flores con pantalones se abría paso hacia ella.

   –¿Cómo estás? –le preguntó su marido mientras le daba un beso y le entregaba el ramo de flores.

   –¡Cómo voy a estar!, ¡emocionada!, ¡mira! –y dirigió la vista hacia la cunita del niño–¿no es algo increíble?

   Mientras él miraba a su pequeño ella lo miraba a él. Lo veía distinto, más guapo, más tierno. No sabía muy bien lo que era pero le parecía que tenía algo especial, era como si lo estuviera viendo por primera vez, cuando se enamoraron. Se sentía feliz.

   Al principio de su relación, Manuel Ángel le parecía el hombre más guapo del mundo, y el más listo, y el más simpático y el más todo. No es que luego no lo fuera, es que poco a poco se hizo posesivo, dominante, hasta le pegó una torta en una ocasión  porque se había parado a hablar con un antiguo amigo, o algo así.  Ella quiso dejarlo pero él le pidió perdón mil veces. Juró y volvió jurar que la quería más que a nadie y finalmente le pidió que se casara con él.

   A partir de aquel momento volvió a ser su  Manu, el que ella quería.

   Bueno, sí, pero no. Pocos días antes de la boda volvieron a tener un altercado muy serio, por una tontería, no recordaba ni el motivo, pero había empezado a mostrar de nuevo esa agresividad que a ella le disgustaba y que le producía tanto miedo e inseguridad. Ella disculpó aquel incidente pensando que estaba nervioso y el día que se casó se sintió muy feliz.

   Pero, la verdad, en el año y medio que llevaban de casados habían habido buenos y malos momentos y en varias ocasiones había pensado en dejarlo. Desde que se quedó embarazada las cosas habían ido mejor, aunque no se engañaba a sí misma, sabía muy bien que era un poco dominante y machista.

  –¡Oye!, parece que tiene hambre.

   La voz de su marido la sacó de sus pensamientos.

   –¡Oh, no! Aún no le doy el pecho, estoy esperando a que me suba la leche –se tocó los pechos y añadió– o al menos eso es lo que me ha dicho la enfermera.

    Manuel Ángel buscó una silla para sentarse y comenzó a contarle todo lo que había hecho, con quién había  hablado, qué le habían dicho. Parecía que estaba exultante.

 

   Habían pasado casi cuatro meses y su hogar comenzaba a recobrar la normalidad. Hasta ahora, el niño lo era todo y tomaba todo el tiempo de los dos. Pero Amparito debía volver al trabajo y había que organizarse.

   –No me gusta nada que llevemos al niño a una guardería –dijo Manuel Ángel con semblante serio–. Hay otras alternativas.

   –No sé. Tú me dirás. Habíamos quedado en que no íbamos a sacrificar a las abuelas a no ser en caso de necesidad extrema.

   –En eso estamos de acuerdo. Pero, puedes dejar de trabajar, por ejemplo, con lo que yo gano nos podemos arreglar perfectamente.

   –De eso ya habíamos hablado antes de casarnos y acordamos que en ningún caso dejaría de trabajar. Eso ni me lo planteo.

   –No, si ya sé que tú quieres ser independiente y todas esas memeces modernas, pero no tenías un hijo, y ahora sí, y eso es lo primero.

   –Eso se puede arreglar. Muchas mujeres trabajan y se arreglan para atender a sus hijos estupendamente.

   –Sí, eso creen ellas, pero no dejan de ser unas malas madres. Tú ya sabes lo que pienso y no vas a hacer lo que a ti te dé la gana.

   Amparito miró a Manuel Ángel con desconfianza, empezaba a notar la arrogancia de sus días duros. No quiso enfrentarse a él porque eso solo serviría para aumentar su agresividad.

   –Bueno, lo pensaré.

   Él se fue a trabajar y ella se quedó dándole vueltas al problema. Era posible que  Manu tuviese razón: que cuando los niños eran tan pequeños una buena madre debía  vivir únicamente para ellos. Económicamente se arreglarían, eso desde luego. Pero representaba una pérdida de independencia que no estaba dispuesta a  asumir.

   Llamó a su madre por teléfono para pedirle consejo.

   –¡Hola, mamá!

   –¿Qué hay, nena?

   –Estoy en un lío. No sé qué hacer. Tendría que incorporarme al trabajo la semana que viene. Manu dice que lo deje, que me dedique al niño. Nos arreglaríamos con su sueldo, pero… ¡es que no sé qué hacer!

   –Ya sabes lo que pienso. Parece mentira que lo dudes. Sabes lo que yo he tenido que aguantar. Y tú también.

   –Pero Manu no es papá.

   –Tú verás lo que haces. Sabes de palizas y malos tratos tanto como yo.

   –Ya. ¡Qué difícil!

   –Te aseguro que si yo hubiera tenido un trabajo o una profesión no hubiera aguantado lo que aguanté.

   –Yo hubiera preferido vivir sólo contigo aunque pasásemos necesidades.

   –Pues aplícate el cuento. Yo no dejaría el trabajo. Ya sabes que te ayudaré en todo lo que pueda.

   –Gracias, mami, lo pensaré.

 

   Por la noche llegó Manuel Ángel más alegre que de costumbre. Sacó un paquetito de regalo.

   –Toma.

   –¿Qué es?

   –Ábrelo.

   Era una medalla y una cadena de oro. Por una cara tenía una cigüeña con un bebé en el pico. Por la otra cara una inscripción.

   –Hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana. Manu –se abalanzó sobre su marido y le dio un beso–. Gracias.

   –¿Te gusta?

   –Es preciosa y todo un detalle.

   –¿Has pensado en lo del trabajo?

   –Todavía no he decidido nada.

   –Tengo la solución. Pide un año de excedencia.

   –Sí, es una solución.

   Amparito pidió la excedencia y, sumida en su tarea de ser una buena madre, casi no se dio cuenta de que Manuel Ángel cada día venía más tarde y los fines de semana siempre encontraba que tenía que hacer algo urgente.

   Cuando el niño dejó el pecho y empezó a quedarse de vez en cuando con sus abuelas, se dio cuenta de que su vida había cambiado totalmente.      

   En todo ese tiempo casi no habían discutido. Ella había dedicado todos su esfuerzos a su casa y a su niño. Casi no se había comprado nada para ella porque no estaba acostumbrada a pedir dinero a su marido para sus caprichos, prácticamente no había salido más que al parque y a los recados.

   Empezó a pensar que estaba anulada a no ser en su función de madre y ama de casa.  

   Cuando llegó Manuel Ángel, pasadas las doce de la noche, le comunicó su decisión.

   –En cuanto pase el año de excedencia me voy a incorporar al trabajo porque el niño ya no me necesita tanto y puedo llevarlo a la guardería.

   –¡No digas estupideces! ¡Tú no estás bien de la cabeza!

   –Quiero trabajar y tú sabes muy bien que ya habíamos acordado eso.

   –Ya, pero una cosa es lo que uno quiere que sea y otra lo que es.

   –Tengo buscada una guardería en la que se hacen cargo del niño hasta que yo salga de trabajar.

   –Sí, ya sé, tú lo buscas todo y lo planeas todo sin contar con nadie. ¡Es muy suya la niña!

   No le gustó nada el tono de su marido. La experiencia le decía que no debía seguir con aquella discusión en aquel momento.

   –¿Es que te van tan mal así?

   –No es que me vaya mal, es que hay que irse preparando ¿no? Habrá que organizarse –dudó un momento y añadió– yo creo que si vuelvo podríamos comprar un piso un poco más grande.

   –¿Para qué?, creo que tenemos suficiente piso. No busques subterfugios.

   –De esa forma podríamos pensar en meter una persona que ayudara con la casa y con el niño.

   –Ahora es que no te gusta la casa ni el niño. ¿Qué es lo que te gusta? ¿Salir a follar con el primero que se te ponga a tiro? –se calló un momento–. Me voy a la cama que estoy muy cansado.

   Amparito no dijo nada. Se levantó y se fue a la cocina a planchar. Era su manera de despejar los nubarrones.

   En los días siguientes las discusiones se hicieron cotidianas.  Manuel Ángel protestaba por todo.

   –No hay papel higiénico en el cuarto de baño.

   –Has dejado la luz de la habitación encendida.

   –La comida está salada… o sosa… o caliente… o fría.

   –Los calcetines que quiero ponerme no están en el cajón.

   Fue un cambio drástico, buscaba el enfrentamiento en todo momento.

   Ella no quería discutir, sabía que no servía para nada, que él no entraría en razones. Pero, por otra parte, tampoco quería doblarse a las imposiciones de su marido.

   Preparó su incorporación al trabajo. Contrató la guardería para el niño y cuando llegó el día preparó la maleta con sus cosas y las de su niño y se marchó con su madre.

   Manuel Ángel se presentó en casa de su suegra exigiendo ver a su mujer, pero, por más que insistió, la madre de Amparito no le permitió entrar en la casa.

   –No, mientras vengas con esos modos.

   –Esto lo va a pagar. Se lo juro.

   En el fondo, Amparito tenía un gran sentimiento de culpabilidad por haber separado a su hijo de su padre. La verdad es que era un buen padre, o al menos eso pensaba ella. Se llamó egoísta a sí misma y finalmente accedió a hablar con su marido. No se sentía bien con  la decisión que había tomado.

   Manuel Ángel estaba más calmado.

   –Amparo, tienes que volver. De verdad que no puedo vivir así. Tú y el niño sois lo más importante de mi vida. Sin vosotros la vida no tiene sentido.

   –Ya, Manu, yo también te quiero, pero me lo pones muy difícil. Lo del trabajo lo habíamos acordado. No hicimos un contrato por escrito como los americanos porque yo creía que tenías palabra.

   –Ya lo sé. Tienes todo la razón. Te juro que no me opondré.

   –Bueno…

   Manuel Ángel no esperó a que terminara, la abrazó y la besó como hacía muchos meses que no lo hacía. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

   Ella no pudo más y se entregó al abrazo con ilusión y deseo.

   Volvió sin más.

   Durante un breve espacio de tiempo la situación se normalizó. Manuel Ángel volvía más pronto a casa y se mostraba más cariñoso en todos los sentidos. Pero, paralelamente, el esfuerzo de trabajar fuera y dentro provocó que Amparito demandase con más frecuencia y nivel de exigencia la ayuda de su marido para resolver las tareas caseras. Él no estaba preparado para eso y pronto recuperó su faceta agresiva. Volvieron las discusiones.

   –A mí me daría vergüenza dejar a mi hijo en manos de otros pudiendo atenderlo yo. Eres una mala madre, la verdad es que no sirves para nada –le decía con relativa frecuencia.

    Ella se planteaba todos los días si le compensaba o no trabajar fuera de casa, si era mejor que se separaran de una vez, o si lo que tenía que hacer era callar e intentar que pasara la marea hasta que el niño fuera un poco mayor...

   Un día se dio cuenta de que estaba embarazada de nuevo. Ella había estado tomando anticonceptivos desde que había tenido el sobreparto, pero el médico le había indicado que debía de dejarlos durante tres meses porque se había hinchado y se encontraba un poco cansada. Mientras tanto utilizaban la marcha atrás porque él no quería usar preservativos. No sabía si decírselo o no.

   Pensó en abortar porque este nuevo hijo complicaría aún más las cosas, pero pronto empezó a sentir un cariño maternal por aquel ser que se formaba en sus entrañas. Desechó definitivamente la idea y  una noche, mientras cenaban, se lo planteó a su marido.

   –Verás, Manu, no sé si lo que te voy a decir te va a gustar o no. Creo que estoy embarazada.

   A  Manuel Ángel se le iluminó la cara.

    –¿Cómo me va a sentar mal? ¿Quién crees que soy yo? Me parece una noticia buenísima.

   –La verdad es que tiene sus complicaciones.

   –Es lo más natural del mundo –contestó con rotundidad–. Verás como todo es para bien.

   Manuel Ángel volvió a ser el hombre cariñoso de sus primeros tiempos.

   –Es consciente de que con este nuevo embarazo vuelve a hacerse dueño de la situación  –le decía Amparito a su madre.

    –No te engañes. Nada va a cambiar, lo sabes.

   –No, si no me engaño. Sé que sus cariños y atenciones son el preludio de la dominación.

   –Tú verás lo que haces.

   –Tengo un sentimiento de tristeza que me inunda. Sólo pienso en llorar  y en morirme.

   –Eso es una depresión. ¡Si lo sabré yo!, ¡he tenido tantas!

   –Puede ser.

   –En esos casos lo peor es dejarse llevar. Tienes que tomar una decisión, no te queda otro remedio: o aguantas como yo o te separas.

   –La vida se repite. Yo me juré que nunca  haría lo que tú y ahora estoy atrapada en la misma situación.

   –La misma no, tú tienes trabajo.

   –Tienes razón, mañana lo prepararé todo. Si lo pienso mucho no hago nada.

   José Manuel vociferó, amenazo, juró que no les iba a pasar ni un duro y que las mataría a las dos,  pero a los tres meses encontró una  nueva compañera.

   Amparito siguió su vida con su madre y sus niños.

  Está sola, no es lo que había soñado, pero es mejor que vivir en la violencia.