sábado, 21 de febrero de 2015

PARA MI PAN TENGO



   –He vuelto.
   –Ya te veo, ¿qué quieres?
   Poldo la mira angustiado.
   –Volver. Ya te lo he dicho.
   –¿Aquí,?, ¿a casa?
   –Contigo.
   Mina  se queda desconcertada.
   –¿A estas alturas? ¿No te da el dinero para todo?
   –No es eso, aunque tenías razón. Es que te quiero, no sé vivir sin ti.
   –Los hombres, mucha labia y mucha chulería y luego servís para muy poco.
   –Tienes razón en todo. Pero… ¡déjame volver!
   –¡Anda, pasa!
    Guillermina, Mina para sus amigos, nació en el seno de una familia de humildes labradores en una pequeña aldea. Fue a la escuela hasta que tuvo unos once o doce años porque, siendo la mayor de cinco hermanos, no podía ser de otra forma A los diecisiete era una mujer hecha y derecha capaz de atender una familia por sí sola. Así debió de parecerle a Poldo, un vecino que se acercaba a los treinta y quería casarse e irse de casa para buscarse mejor porvenir.
    A la familia de Mina le pareció bien y a ella le gustó lo suficiente. No fue un amor arrebatador, pero pronto se tomaron cariño y comenzaron su vida en común
   Se fueron a vivir de realquilados a los suburbios de una ciudad industrial donde Poldo encontró trabajo y Mina buscó una casa para asistir. No era como  para tirar voladores, pero podían sobrevivir con una mayor dignidad que en el pueblo y ellos eran felices.
   La dueña de la casa en la que trabajaba Mina era enfermera y le dijo que podría trabajar en el hospital de limpiadora, haciendo sustituciones. Mina no se lo pensó dos veces, doblaba jornada cuando tenía la suerte de hacer alguna sustitución y comenzaron a ahorrar para poder alquilar una casa para ellos solos. Había que dar un dinero por el traspaso y comprar algunos muebles pero les parecía un deseo casi inalcanzable.
   –¿Sabes qué?
   –¿Qué?, ¿qué?
   –Creo que estoy preñada.
   –¡Coño! Eso no me lo esperaba, aunque es lo suyo.
   –No me encuentro muy bien. Vomito cada poco y me mareo. Tendré que dejar el hospital.
   –Déjalo todo.
   –No, todo no, en la casa puedo hacer las cosas a mi aire. Pero en el hospital es otra cosa.
   –No te preocupes por nada, yo buscaré algo mejor.
   A ver si hay suerte.
   Aunque Poldo buscó con ahínco, cuando nació su hijo seguía en el mismo trabajo y vivían en la misma casa de realquilados. Mina tuvo que dejar la casa en la que asistía para atender a su hijo. Su situación económica se complicó.
   Tiraron como pudieron hasta que el niño cumplió dos años, y en ese momento Mina pensó en volver a trabajar.
  –Creo que voy a volver a lo de las sustituciones. Es un buen trabajo y bien pagado, incluso podría quedar fija. Con el tiempo, ¡claro! Necesitamos  alquilar un piso porque el niño va a necesitar una habitación. No podemos seguir así.
   –Espera un poco porque creo que me puede salir un trabajo muy bueno en una nueva empresa que está creciendo y que pagan bastante bien.
   –Pero eso no tiene nada que ver. Si los dos podemos trabajar pues mejor que mejor, ¿no?
   –¿Y qué vas a hacer con Marcos?
   –Una vecina del barrio se dedica a cuidar niños mientras sus madres trabajan, tiene tres o cuatro y cobra poco. La conozco y me merece mucha confianza. Y luego entre los dos nos arreglaremos.
   –¿Mucha confianza? ¿Quién va a cuidar a un niño mejor que su madre?
   –Nadie. Eso ya lo sé. Pero como lo del hospital es a turnos, los días que toca por la tarde podrías cuidarlo tú, ¿no?
   –¿Yo? ¡Yo qué sé de niños! Eso es cosa de mujeres. Tú cumple con tus obligaciones y déjate de rollos de trabajo.
   A Poldo le salió el trabajo en la nueva empresa. Como ganaba algo más, al fin pudieron alquilar un piso muy pequeño, pero mayor que la habitación de realquilados en la que vivían. Fue una época de ilusión y planes  y se acomodaron a lo que tenían y a lo que podían.
   A los pocos años el ayuntamiento construyó tres mil  viviendas sociales y a ellos les tocó un piso. Aunque la cuantía de la mensualidad no era mucha, para ellos era un reto mes a mes, pero iban saliendo adelante porque Mina estiraba el dinero hasta el infinito.
   Era fontanera, electricista, pintora (de brocha gorda), modista, carpintera, tejedora… todo. Era todo en su casa. Él iba a su trabajo y después de salir se pasaba por el bar para jugar una partida con los amigos y, cuando llegaba a casa, a eso de las ocho, se encontraba todo en su punto y a su hora.
   Cuando el niño tenía unos ocho años, Mina volvió a quedarse embarazada. Fue una gran sorpresa y una alegría. Su segunda hija fue recibida con todos los honores. Además era una niña, el deseo frustrado de Mina.
   Pero aumentaron los gastos y las necesidades.
   –Me cuesta llegar a fin de mes. Los niños ahora gastan más que antiguamente, no imaginas lo que cuestan las cosas de la niña –afirmaba Mina sentándose frente a él para que se fijase en lo que le decía porque estaba muy entretenido con la tele.
   –Ya –contestaba lacónicamente Poldo y seguía mirando la tele con gran atención.
   –No es cosa de broma, de verdad que no me llega. Había pensado que puesto que tú dispones de casi toda la tarde libre podrías buscar algo para una o dos horas.
   Poldo no dijo nada.
   –¿Qué te parece?
   –Me parece que estás loca si piensas que después de pegarme el madrugón para ir al trabajo, de no poder comer en casa, de echar ocho horas trabajando como un cabrón, voy a ir a trabajar a otro sitio por la tarde. Yo para mí gano de sobra.
   –No puedo creer lo que oigo. Primero voy a aclararte una cosa, llevo diez años llevándote la comida a la fábrica para que comas caliente, y no creas que es sencillo estar allí, a las doce y media  en punto, con un niño pequeño y, ahora, teniendo que recoger antes al otro en el colegio, así que no te hagas el mártir. Yo madrugo más que tú porque cuando te levantas ya tienes el desayuno puesto y la ropa preparada. Y trabajo mucho más de ocho horas diarias y no voy al bar por las tardes a jugar la partida.
   –No vayas a comparar.
   –Pero es que, además, los niños son tan tuyos como míos y tienes la obligación de ganar para ellos. No basta con que ganes para ti.
    Nunca la había visto enfadarse. Su vida había transcurrido con suavidad. Él a lo de él y ella a todo lo demás. Se había acostumbrado a esa vida cómoda. Sólo tenía la responsabilidad de ir a trabajar, el resto lo resolvía todo Mina: facturas, bancos, arreglos… todo.
   Se quedó como acobardado y volvió a la tele como si tal cosa.
   Mina lo observó un rato y luego se fue a la cocina. 
   –Volveré a trabajar cuando la niña empiece al colegio –gritó–. Digas lo que digas.
   Pero no fue así. En la fábrica comenzaron a ponerse en huelga de forma más o menos intermitente. Cada vez duraban más los periodos en los que no iba a trabajar y si no trabajaba no cobraba. La situación se hizo insostenible y Mina buscó un trabajo. Como lo de las sustituciones en el hospital ya no estaba tan fácil y necesitaba un curro más estable, se apuntó en una empresa de limpieza para lo que saliera y llegado el momento habló con su marido
   –He encontrado un trabajo, pero tienes que quedarte tú con los niños porque no tiene horas fijas.
   –¡Pues vaya un trabajo! Yo de eso no sé nada ni quiero saber nada. Allá tú. Yo para mí gano, si a ti no te llega es cosa tuya.
   Mina no discutió. Aceptaba los trabajos que coincidían con las horas de colegio de los niños y en alguna ocasión le ayudaba una hermana.
   Cuando acabaron las huelgas y las cosas volvieron a su cauce, sin decir nada, sin discutir, como en silencio, fue a un abogado y pidió la separación.
   Poldo se quedó anonadado, no se lo esperaba.
   –¿Estas loca? ¿Qué es lo que ha pasado?
   – No quiero vivir a tu costa. Eso es todo.
   –¡Coño! A mí eso no me parece un motivo para destruir una familia.
   –A mí, sí.
   –Allá tú. Ya veremos…
  
   El juez le marcó una pensión para sus hijos y le cedió a Mina y a los niños el usufructo de la casa.
   Mina no quiso saber nada del dinero de su marido. Se quedó  en la casa por los niños, pero consideraba que ella se bastaba para mantenerlos.

                                              





jueves, 19 de febrero de 2015

LA UNIVERSITARIA






   Julián estaba en la cima. Era director de zona de una gran empresa de seguros y reaseguros. Había llegado por méritos propios. Empezó por lo más bajo, hizo de pinche, se pateó las calles en busca de clientes, dirigió un equipo de ventas y al fin llegó.
   Se sentía pleno. Había conseguido aquello por lo que había sacrificado todo lo demás: aficiones, relaciones estables, amigos… Todo.
   Tenía un pisito de soltero en el que se sentía como pez en al agua. Se había organizado para prescindir de cualquier mujer, incluida una empleada del hogar. Él, por su trabajo, viajaba mucho, paraba poco en casa y, según su propio criterio, era muy limpio y ordenado. 
   En su nuevo cargo disponía de más tiempo libre. Había comenzado a  pintar,  escribir y a tocar la guitarra. Era un hombre casero, poco amigo de bares y saraos.
   Hacía unos días se había encontrado con un antiguo ligue, pasajero, como todos los que había tenido. Era sábado.
   –¿Qué es de tu vida?
   –Como siempre.
   –¿Sigues en lo de los congelados?
   –Sí, no es fácil encontrar trabajo y ahí tengo contrato fijo. Si acepto un contrato temporal en otro sitio, a la larga puedo quedarme sin trabajo.
   –Es un problema. Y de chicos ¿qué?
   –Voy tirando.
   –¿Sales con alguien?
   –Sí y no.
   –¿Quieres que cenemos juntos?
   –Bueno, hoy no pensaba salir.
   Cenaron y luego fueron a su apartamento.
    El domingo por la mañana Julián hizo un gran desayuno. Se lo llevó a la cama a Mary. Ella se sorprendió gratamente. No conocía esa faceta de Julián.
    Luego le enseñó el cuadro que estaba pintando. Le tocó algo a la guitarra. Le leyó alguno de sus poemas y escritos.
   –¡Qué listo eres! Sabes hacer de todo y todo lo haces bien. ¡Claro! Por eso has llegado tan lejos.
   –No es que esté bien, pero lo hago lo mejor que puedo.
   –Yo sería incapaz de hacer un borrón. Escribes de maravilla. El hombre de la poesía habla como un aldeano de verdad. No sé cómo puedes hacerlo siendo tú tan fino.
   –Es cuestión de empatía y de fijarte cuando oyes a los demás hablar.
   Mary se quedó callada.
   –Tener empatía es ponerte en el lugar del otro. Intentar adivinar cómo piensa, o lo que quiere hacer. Por ejemplo, si ves un cuadro abstracto, intentar comprender lo que el pintor quiso expresar.
  –¡Ah!
   Mary se hizo asidua del apartamento de Julián.
   Un día tras otro, al final acabaron por formar una pareja más o menos estable. No se puede decir que fueran  novios porque él nunca le habló a ella de proyectos de futuro, pero, ella, con gran orgullo, se lo presentó a su familia y amigos como tal y pronto sintió que era parte de su vida.
   Julián no tenía claro lo que quería.
   –Hoy llega el gran jefe de Madrid –dijo su segundo en la oficina–. Acaba de llegar el fax. Viene a una cena homenaje a no sé quién. Tú y yo estamos invitados ¡con mujeres y  todo!, ¿vas a llevar a tu chica?
   –¿Qué chica?
   –Ésa con la que sales.
   –Yo no tengo chica. Tengo amigas.
   –Llámalo como quieras. ¿Vas a llevarla?
   –No. ¡Qué ocurrencia!
   En la cena estaban  algunas personalidades de la política y de la empresa. Enseguida se fijó en una mujer. Tenía un gran atractivo físico y se desenvolvía perfectamente en aquel ambiente.
   Raquel también se fijó en Julián.
   Se presentaron, conversaron y, con la disculpa de ver una exposición en la que ambos estaban interesados, quedaron para salir.
  Fueron a ver la exposición. Era muy colorista. Muy simbólica.
   –A mí el abstracto no acaba de convencerme. No tengo suficiente empatía –miró a Raquel y sonrió– empatía significa capacidad para comprender lo que el pintor quiso expresar.
    Raquel se quedó un poco desconcertada.
   –Te aseguro que sé lo que significa empatía.
   –Ya, ¿quieres que cenemos juntos?
   –Me parece buena idea.
   Fueron a cenar, a bailar, a pasear. Esa misma noche sellaron su incipiente relación en el apartamento de Julián. 
  Ocho días después se juraron amor, si no eterno, porque ella tenía experiencias muy negativas del matrimonio, si temporal,  y no volvieron a separarse a no ser por razones de trabajo.
   Se casaron después de esperar dos años por los papeles del divorcio de Raquel.  
   Fueron dos años de amor apasionado.
   Un día, en el que viajaban a Madrid en coche para asistir a una reunión de la empresa en  la que él trabajaba,  las cosas se torcieron.
   Iban hablando de algún asunto relacionado con las revistas de divulgación científica que Julián leía con asiduidad. Como siempre, él soltaba un discurso irrebatible, siempre avalado por la opinión o los trabajos de los científicos y ella lo escuchaba casi en silencio.
   –No sé. Yo a eso no le veo ningún rigor científico –dijo Raquel después de escuchar las explicaciones de su marido.
   Julián tragó saliva y la miró con estupor.
   –¿Por qué dices eso? No sé. No te entiendo. 
   –Es fácil. Lo que estás considerando como una verdad irrebatible me parece una hipótesis fácil de falsear.
  –No sé qué quieres decir. Es posible que sea una teoría, pero es lo que opinan los científicos.
   –Será una teoría, pero como ya te he dicho, una teoría  sin ningún rigor científico.
   –¿Ahora resulta que tú sabes más que los científicos?
   – Pues no. Pero sí sé, cuando me cuentan algo, si está estructurado científicamente o no, si sigue un método avalado por la ciencia. No en vano he estudiado en una facultad de ciencias y llevo trabajando en ello muchos años.
   –¡Ya salió la universitaria! Los que habéis ido a la universidad creéis que sois superiores, que sabéis de todo más que nadie.
   –Pues no. No creo que sepa más que nadie. Pero es innegable que si has pasado por una facultad de ciencias y te has enterado de algo, que no todo el mundo se entera, eso se nota. ¿No pretenderás saber de esto más que yo?
   –Los universitarios presumís mucho, pero yo he tenido que entrevistar a muchos porque querían trabajar conmigo y, en cuanto arañabas un poco, la mayoría eran unos ignorantes en casi todo.
   –Eso que estás diciendo no tiene sentido. Tú estás hablando de una cultura decimonónica. Algunos pensáis que si una persona no sabe de memoria los ríos de España o los países del Mundo con sus capitales es un ignorante. Pero no tienes más que consultar los planes de estudio y los libros de texto para darte cuenta de que no es así. Los jóvenes universitarios de hoy en día saben menos de algunas cosas y más de otras.
   –Mis agentes ganan más que muchos abogados, médicos, e incluso ingenieros. Y la sociedad paga lo que vale. Hoy en día ser universitario no es nada, hay más licenciados en el paro que obreros.
   –¡Vaya!, ¿qué tiene que ver eso con la conversación que estábamos manteniendo? Una cosa es comprender si algo está planteado científicamente o no y otra ganar dinero.
   –Lo tiene que ver todo. Bueno, dejémoslo. No tengo ganas de discutir.
   –No es eso. Es que siempre tienes que saber más que yo de todo, y si no, no estás satisfecho. ¡Hombre!, al menos de lo que tiene que ver con mi carrera y mi trabajo, me concederás que tengo que saber algo más que tú.
   –¡Quieres callarte de una vez!
   En el resto del camino casi no hablaron.
   Al llegar al hotel, Julián se acercó muy cariñoso a su mujer. A ella no le gustó demasiado que después de haberle mandado callar despóticamente viniera a hacerla arrumacos sin una disculpa. Pero estaban muy enamorados y enseguida olvidaron el episodio.
   Fue la primera discusión seria  y a los dos les quedó un regusto de malestar.

  Pronto se puso de manifiesto que Julián no soportaba que en nada su mujer fuera superior a él. Era una cuestión de educación.
   Le costó mucho perder su aire dogmático y didáctico de hombre enterado que alecciona a su mujer en las maravillas del mundo.
   Creía que tenía derecho a supervisar sus conversaciones y  opiniones, a decirle lo que debía hacer y cómo comportarse.
    Al volver de cualquier reunión siempre se producía una discusión:
   –¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado?
   – No sé por qué tienes ese afán por llamar la atención.
   –¿Yo? No sé a qué te refieres.
   –¿Por qué tuviste que decir que eres atea?
   –Por que lo soy.
   –Pero no es necesario que lo vayas pregonando y menos delante de gente que sabes que es muy creyente.
   –Fueron ellos los que me dijeron que rezara. Yo me limité a decir que no serviría de mucho porque yo no creía.
   –Siempre tocas temas conflictivos para demostrar que eres más moderna y más progre que nadie.
   –No es verdad. Hablo de educación, de política, de relaciones humanas, de las cosas que interesan a todo el mundo. Lo que pasa es que sólo quieres hablar de los temas en los que tú te consideras un erudito.
  –¡Déjalo ya!, no tengo ganas de discutir.
   –No podemos seguir así. Tú eres el que comienzas los rollos y luego me mandas callar. Si empezamos una discusión habrá que acabarla hasta que nos pongamos de acuerdo. Tenemos que resolver nuestras diferencias.
   –¡Que lo dejes!
   –Es que no soporto que pretendas decirme lo que tengo que decir o no decir. Conocías mi forma de pensar antes de casarte conmigo.
   Julián se sentó en la butaca a leer un libro.
   –Tú no necesitas una compañera. Necesitas una fan que alabe todo lo que haces y se admire por tu gran sabiduría. 
   Julián seguía callado. Raquel se dio por vencida y se fue.
 
   Con el tiempo y las constantes discusiones se han perdido el respeto.
   Él le manda callar en público cuando lo que dice no le gusta y ella se enfada esperando que él le pida disculpas por semejante falta de respeto, cosa que no hace jamás.
   Para Julián, ella, era ed feminista insoportable. Para Raquel, él es un machista intolerante.
   Pero después de cada discusión, de cada enfado, les queda la esperanza ridícula de que va a cambiar lo incambiable.
   En el fondo se siguen queriendo, pero no se soportan.