sábado, 21 de febrero de 2015

PARA MI PAN TENGO



   –He vuelto.
   –Ya te veo, ¿qué quieres?
   Poldo la mira angustiado.
   –Volver. Ya te lo he dicho.
   –¿Aquí,?, ¿a casa?
   –Contigo.
   Mina  se queda desconcertada.
   –¿A estas alturas? ¿No te da el dinero para todo?
   –No es eso, aunque tenías razón. Es que te quiero, no sé vivir sin ti.
   –Los hombres, mucha labia y mucha chulería y luego servís para muy poco.
   –Tienes razón en todo. Pero… ¡déjame volver!
   –¡Anda, pasa!
    Guillermina, Mina para sus amigos, nació en el seno de una familia de humildes labradores en una pequeña aldea. Fue a la escuela hasta que tuvo unos once o doce años porque, siendo la mayor de cinco hermanos, no podía ser de otra forma A los diecisiete era una mujer hecha y derecha capaz de atender una familia por sí sola. Así debió de parecerle a Poldo, un vecino que se acercaba a los treinta y quería casarse e irse de casa para buscarse mejor porvenir.
    A la familia de Mina le pareció bien y a ella le gustó lo suficiente. No fue un amor arrebatador, pero pronto se tomaron cariño y comenzaron su vida en común
   Se fueron a vivir de realquilados a los suburbios de una ciudad industrial donde Poldo encontró trabajo y Mina buscó una casa para asistir. No era como  para tirar voladores, pero podían sobrevivir con una mayor dignidad que en el pueblo y ellos eran felices.
   La dueña de la casa en la que trabajaba Mina era enfermera y le dijo que podría trabajar en el hospital de limpiadora, haciendo sustituciones. Mina no se lo pensó dos veces, doblaba jornada cuando tenía la suerte de hacer alguna sustitución y comenzaron a ahorrar para poder alquilar una casa para ellos solos. Había que dar un dinero por el traspaso y comprar algunos muebles pero les parecía un deseo casi inalcanzable.
   –¿Sabes qué?
   –¿Qué?, ¿qué?
   –Creo que estoy preñada.
   –¡Coño! Eso no me lo esperaba, aunque es lo suyo.
   –No me encuentro muy bien. Vomito cada poco y me mareo. Tendré que dejar el hospital.
   –Déjalo todo.
   –No, todo no, en la casa puedo hacer las cosas a mi aire. Pero en el hospital es otra cosa.
   –No te preocupes por nada, yo buscaré algo mejor.
   A ver si hay suerte.
   Aunque Poldo buscó con ahínco, cuando nació su hijo seguía en el mismo trabajo y vivían en la misma casa de realquilados. Mina tuvo que dejar la casa en la que asistía para atender a su hijo. Su situación económica se complicó.
   Tiraron como pudieron hasta que el niño cumplió dos años, y en ese momento Mina pensó en volver a trabajar.
  –Creo que voy a volver a lo de las sustituciones. Es un buen trabajo y bien pagado, incluso podría quedar fija. Con el tiempo, ¡claro! Necesitamos  alquilar un piso porque el niño va a necesitar una habitación. No podemos seguir así.
   –Espera un poco porque creo que me puede salir un trabajo muy bueno en una nueva empresa que está creciendo y que pagan bastante bien.
   –Pero eso no tiene nada que ver. Si los dos podemos trabajar pues mejor que mejor, ¿no?
   –¿Y qué vas a hacer con Marcos?
   –Una vecina del barrio se dedica a cuidar niños mientras sus madres trabajan, tiene tres o cuatro y cobra poco. La conozco y me merece mucha confianza. Y luego entre los dos nos arreglaremos.
   –¿Mucha confianza? ¿Quién va a cuidar a un niño mejor que su madre?
   –Nadie. Eso ya lo sé. Pero como lo del hospital es a turnos, los días que toca por la tarde podrías cuidarlo tú, ¿no?
   –¿Yo? ¡Yo qué sé de niños! Eso es cosa de mujeres. Tú cumple con tus obligaciones y déjate de rollos de trabajo.
   A Poldo le salió el trabajo en la nueva empresa. Como ganaba algo más, al fin pudieron alquilar un piso muy pequeño, pero mayor que la habitación de realquilados en la que vivían. Fue una época de ilusión y planes  y se acomodaron a lo que tenían y a lo que podían.
   A los pocos años el ayuntamiento construyó tres mil  viviendas sociales y a ellos les tocó un piso. Aunque la cuantía de la mensualidad no era mucha, para ellos era un reto mes a mes, pero iban saliendo adelante porque Mina estiraba el dinero hasta el infinito.
   Era fontanera, electricista, pintora (de brocha gorda), modista, carpintera, tejedora… todo. Era todo en su casa. Él iba a su trabajo y después de salir se pasaba por el bar para jugar una partida con los amigos y, cuando llegaba a casa, a eso de las ocho, se encontraba todo en su punto y a su hora.
   Cuando el niño tenía unos ocho años, Mina volvió a quedarse embarazada. Fue una gran sorpresa y una alegría. Su segunda hija fue recibida con todos los honores. Además era una niña, el deseo frustrado de Mina.
   Pero aumentaron los gastos y las necesidades.
   –Me cuesta llegar a fin de mes. Los niños ahora gastan más que antiguamente, no imaginas lo que cuestan las cosas de la niña –afirmaba Mina sentándose frente a él para que se fijase en lo que le decía porque estaba muy entretenido con la tele.
   –Ya –contestaba lacónicamente Poldo y seguía mirando la tele con gran atención.
   –No es cosa de broma, de verdad que no me llega. Había pensado que puesto que tú dispones de casi toda la tarde libre podrías buscar algo para una o dos horas.
   Poldo no dijo nada.
   –¿Qué te parece?
   –Me parece que estás loca si piensas que después de pegarme el madrugón para ir al trabajo, de no poder comer en casa, de echar ocho horas trabajando como un cabrón, voy a ir a trabajar a otro sitio por la tarde. Yo para mí gano de sobra.
   –No puedo creer lo que oigo. Primero voy a aclararte una cosa, llevo diez años llevándote la comida a la fábrica para que comas caliente, y no creas que es sencillo estar allí, a las doce y media  en punto, con un niño pequeño y, ahora, teniendo que recoger antes al otro en el colegio, así que no te hagas el mártir. Yo madrugo más que tú porque cuando te levantas ya tienes el desayuno puesto y la ropa preparada. Y trabajo mucho más de ocho horas diarias y no voy al bar por las tardes a jugar la partida.
   –No vayas a comparar.
   –Pero es que, además, los niños son tan tuyos como míos y tienes la obligación de ganar para ellos. No basta con que ganes para ti.
    Nunca la había visto enfadarse. Su vida había transcurrido con suavidad. Él a lo de él y ella a todo lo demás. Se había acostumbrado a esa vida cómoda. Sólo tenía la responsabilidad de ir a trabajar, el resto lo resolvía todo Mina: facturas, bancos, arreglos… todo.
   Se quedó como acobardado y volvió a la tele como si tal cosa.
   Mina lo observó un rato y luego se fue a la cocina. 
   –Volveré a trabajar cuando la niña empiece al colegio –gritó–. Digas lo que digas.
   Pero no fue así. En la fábrica comenzaron a ponerse en huelga de forma más o menos intermitente. Cada vez duraban más los periodos en los que no iba a trabajar y si no trabajaba no cobraba. La situación se hizo insostenible y Mina buscó un trabajo. Como lo de las sustituciones en el hospital ya no estaba tan fácil y necesitaba un curro más estable, se apuntó en una empresa de limpieza para lo que saliera y llegado el momento habló con su marido
   –He encontrado un trabajo, pero tienes que quedarte tú con los niños porque no tiene horas fijas.
   –¡Pues vaya un trabajo! Yo de eso no sé nada ni quiero saber nada. Allá tú. Yo para mí gano, si a ti no te llega es cosa tuya.
   Mina no discutió. Aceptaba los trabajos que coincidían con las horas de colegio de los niños y en alguna ocasión le ayudaba una hermana.
   Cuando acabaron las huelgas y las cosas volvieron a su cauce, sin decir nada, sin discutir, como en silencio, fue a un abogado y pidió la separación.
   Poldo se quedó anonadado, no se lo esperaba.
   –¿Estas loca? ¿Qué es lo que ha pasado?
   – No quiero vivir a tu costa. Eso es todo.
   –¡Coño! A mí eso no me parece un motivo para destruir una familia.
   –A mí, sí.
   –Allá tú. Ya veremos…
  
   El juez le marcó una pensión para sus hijos y le cedió a Mina y a los niños el usufructo de la casa.
   Mina no quiso saber nada del dinero de su marido. Se quedó  en la casa por los niños, pero consideraba que ella se bastaba para mantenerlos.

                                              





jueves, 19 de febrero de 2015

LA UNIVERSITARIA






   Julián estaba en la cima. Era director de zona de una gran empresa de seguros y reaseguros. Había llegado por méritos propios. Empezó por lo más bajo, hizo de pinche, se pateó las calles en busca de clientes, dirigió un equipo de ventas y al fin llegó.
   Se sentía pleno. Había conseguido aquello por lo que había sacrificado todo lo demás: aficiones, relaciones estables, amigos… Todo.
   Tenía un pisito de soltero en el que se sentía como pez en al agua. Se había organizado para prescindir de cualquier mujer, incluida una empleada del hogar. Él, por su trabajo, viajaba mucho, paraba poco en casa y, según su propio criterio, era muy limpio y ordenado. 
   En su nuevo cargo disponía de más tiempo libre. Había comenzado a  pintar,  escribir y a tocar la guitarra. Era un hombre casero, poco amigo de bares y saraos.
   Hacía unos días se había encontrado con un antiguo ligue, pasajero, como todos los que había tenido. Era sábado.
   –¿Qué es de tu vida?
   –Como siempre.
   –¿Sigues en lo de los congelados?
   –Sí, no es fácil encontrar trabajo y ahí tengo contrato fijo. Si acepto un contrato temporal en otro sitio, a la larga puedo quedarme sin trabajo.
   –Es un problema. Y de chicos ¿qué?
   –Voy tirando.
   –¿Sales con alguien?
   –Sí y no.
   –¿Quieres que cenemos juntos?
   –Bueno, hoy no pensaba salir.
   Cenaron y luego fueron a su apartamento.
    El domingo por la mañana Julián hizo un gran desayuno. Se lo llevó a la cama a Mary. Ella se sorprendió gratamente. No conocía esa faceta de Julián.
    Luego le enseñó el cuadro que estaba pintando. Le tocó algo a la guitarra. Le leyó alguno de sus poemas y escritos.
   –¡Qué listo eres! Sabes hacer de todo y todo lo haces bien. ¡Claro! Por eso has llegado tan lejos.
   –No es que esté bien, pero lo hago lo mejor que puedo.
   –Yo sería incapaz de hacer un borrón. Escribes de maravilla. El hombre de la poesía habla como un aldeano de verdad. No sé cómo puedes hacerlo siendo tú tan fino.
   –Es cuestión de empatía y de fijarte cuando oyes a los demás hablar.
   Mary se quedó callada.
   –Tener empatía es ponerte en el lugar del otro. Intentar adivinar cómo piensa, o lo que quiere hacer. Por ejemplo, si ves un cuadro abstracto, intentar comprender lo que el pintor quiso expresar.
  –¡Ah!
   Mary se hizo asidua del apartamento de Julián.
   Un día tras otro, al final acabaron por formar una pareja más o menos estable. No se puede decir que fueran  novios porque él nunca le habló a ella de proyectos de futuro, pero, ella, con gran orgullo, se lo presentó a su familia y amigos como tal y pronto sintió que era parte de su vida.
   Julián no tenía claro lo que quería.
   –Hoy llega el gran jefe de Madrid –dijo su segundo en la oficina–. Acaba de llegar el fax. Viene a una cena homenaje a no sé quién. Tú y yo estamos invitados ¡con mujeres y  todo!, ¿vas a llevar a tu chica?
   –¿Qué chica?
   –Ésa con la que sales.
   –Yo no tengo chica. Tengo amigas.
   –Llámalo como quieras. ¿Vas a llevarla?
   –No. ¡Qué ocurrencia!
   En la cena estaban  algunas personalidades de la política y de la empresa. Enseguida se fijó en una mujer. Tenía un gran atractivo físico y se desenvolvía perfectamente en aquel ambiente.
   Raquel también se fijó en Julián.
   Se presentaron, conversaron y, con la disculpa de ver una exposición en la que ambos estaban interesados, quedaron para salir.
  Fueron a ver la exposición. Era muy colorista. Muy simbólica.
   –A mí el abstracto no acaba de convencerme. No tengo suficiente empatía –miró a Raquel y sonrió– empatía significa capacidad para comprender lo que el pintor quiso expresar.
    Raquel se quedó un poco desconcertada.
   –Te aseguro que sé lo que significa empatía.
   –Ya, ¿quieres que cenemos juntos?
   –Me parece buena idea.
   Fueron a cenar, a bailar, a pasear. Esa misma noche sellaron su incipiente relación en el apartamento de Julián. 
  Ocho días después se juraron amor, si no eterno, porque ella tenía experiencias muy negativas del matrimonio, si temporal,  y no volvieron a separarse a no ser por razones de trabajo.
   Se casaron después de esperar dos años por los papeles del divorcio de Raquel.  
   Fueron dos años de amor apasionado.
   Un día, en el que viajaban a Madrid en coche para asistir a una reunión de la empresa en  la que él trabajaba,  las cosas se torcieron.
   Iban hablando de algún asunto relacionado con las revistas de divulgación científica que Julián leía con asiduidad. Como siempre, él soltaba un discurso irrebatible, siempre avalado por la opinión o los trabajos de los científicos y ella lo escuchaba casi en silencio.
   –No sé. Yo a eso no le veo ningún rigor científico –dijo Raquel después de escuchar las explicaciones de su marido.
   Julián tragó saliva y la miró con estupor.
   –¿Por qué dices eso? No sé. No te entiendo. 
   –Es fácil. Lo que estás considerando como una verdad irrebatible me parece una hipótesis fácil de falsear.
  –No sé qué quieres decir. Es posible que sea una teoría, pero es lo que opinan los científicos.
   –Será una teoría, pero como ya te he dicho, una teoría  sin ningún rigor científico.
   –¿Ahora resulta que tú sabes más que los científicos?
   – Pues no. Pero sí sé, cuando me cuentan algo, si está estructurado científicamente o no, si sigue un método avalado por la ciencia. No en vano he estudiado en una facultad de ciencias y llevo trabajando en ello muchos años.
   –¡Ya salió la universitaria! Los que habéis ido a la universidad creéis que sois superiores, que sabéis de todo más que nadie.
   –Pues no. No creo que sepa más que nadie. Pero es innegable que si has pasado por una facultad de ciencias y te has enterado de algo, que no todo el mundo se entera, eso se nota. ¿No pretenderás saber de esto más que yo?
   –Los universitarios presumís mucho, pero yo he tenido que entrevistar a muchos porque querían trabajar conmigo y, en cuanto arañabas un poco, la mayoría eran unos ignorantes en casi todo.
   –Eso que estás diciendo no tiene sentido. Tú estás hablando de una cultura decimonónica. Algunos pensáis que si una persona no sabe de memoria los ríos de España o los países del Mundo con sus capitales es un ignorante. Pero no tienes más que consultar los planes de estudio y los libros de texto para darte cuenta de que no es así. Los jóvenes universitarios de hoy en día saben menos de algunas cosas y más de otras.
   –Mis agentes ganan más que muchos abogados, médicos, e incluso ingenieros. Y la sociedad paga lo que vale. Hoy en día ser universitario no es nada, hay más licenciados en el paro que obreros.
   –¡Vaya!, ¿qué tiene que ver eso con la conversación que estábamos manteniendo? Una cosa es comprender si algo está planteado científicamente o no y otra ganar dinero.
   –Lo tiene que ver todo. Bueno, dejémoslo. No tengo ganas de discutir.
   –No es eso. Es que siempre tienes que saber más que yo de todo, y si no, no estás satisfecho. ¡Hombre!, al menos de lo que tiene que ver con mi carrera y mi trabajo, me concederás que tengo que saber algo más que tú.
   –¡Quieres callarte de una vez!
   En el resto del camino casi no hablaron.
   Al llegar al hotel, Julián se acercó muy cariñoso a su mujer. A ella no le gustó demasiado que después de haberle mandado callar despóticamente viniera a hacerla arrumacos sin una disculpa. Pero estaban muy enamorados y enseguida olvidaron el episodio.
   Fue la primera discusión seria  y a los dos les quedó un regusto de malestar.

  Pronto se puso de manifiesto que Julián no soportaba que en nada su mujer fuera superior a él. Era una cuestión de educación.
   Le costó mucho perder su aire dogmático y didáctico de hombre enterado que alecciona a su mujer en las maravillas del mundo.
   Creía que tenía derecho a supervisar sus conversaciones y  opiniones, a decirle lo que debía hacer y cómo comportarse.
    Al volver de cualquier reunión siempre se producía una discusión:
   –¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado?
   – No sé por qué tienes ese afán por llamar la atención.
   –¿Yo? No sé a qué te refieres.
   –¿Por qué tuviste que decir que eres atea?
   –Por que lo soy.
   –Pero no es necesario que lo vayas pregonando y menos delante de gente que sabes que es muy creyente.
   –Fueron ellos los que me dijeron que rezara. Yo me limité a decir que no serviría de mucho porque yo no creía.
   –Siempre tocas temas conflictivos para demostrar que eres más moderna y más progre que nadie.
   –No es verdad. Hablo de educación, de política, de relaciones humanas, de las cosas que interesan a todo el mundo. Lo que pasa es que sólo quieres hablar de los temas en los que tú te consideras un erudito.
  –¡Déjalo ya!, no tengo ganas de discutir.
   –No podemos seguir así. Tú eres el que comienzas los rollos y luego me mandas callar. Si empezamos una discusión habrá que acabarla hasta que nos pongamos de acuerdo. Tenemos que resolver nuestras diferencias.
   –¡Que lo dejes!
   –Es que no soporto que pretendas decirme lo que tengo que decir o no decir. Conocías mi forma de pensar antes de casarte conmigo.
   Julián se sentó en la butaca a leer un libro.
   –Tú no necesitas una compañera. Necesitas una fan que alabe todo lo que haces y se admire por tu gran sabiduría. 
   Julián seguía callado. Raquel se dio por vencida y se fue.
 
   Con el tiempo y las constantes discusiones se han perdido el respeto.
   Él le manda callar en público cuando lo que dice no le gusta y ella se enfada esperando que él le pida disculpas por semejante falta de respeto, cosa que no hace jamás.
   Para Julián, ella, era ed feminista insoportable. Para Raquel, él es un machista intolerante.
   Pero después de cada discusión, de cada enfado, les queda la esperanza ridícula de que va a cambiar lo incambiable.
   En el fondo se siguen queriendo, pero no se soportan.









viernes, 13 de febrero de 2015

LA DOMINICANA




                                                  


   La engañaron. La educaron creyendo que lo más importante era ser esposa y madre y que a eso debería dedicar todos sus esfuerzos. Así lo había hecho. Y, ahora, ¿qué? Ahora ya no es nadie, no sirve para nada, no tiene nada.
   Conchita aparenta unos sesenta y pico años. Es de estatura mediana, más bien pequeña y está un poco ajamonada, sólo un poco porque en cuanto ha ganado dos o tres kilos se pone a dieta. No es guapa pero no está mal para su edad. Desde que se inventaron las lentillas, ha mejorado mucho, es muy miope y antes llevaba unos lentes  de culo de vaso que la afeaban. Va siempre bien arreglada y procura  darle un punto de elegancia a su vestuario dentro de sus posibilidades económicas.
Siempre ha sido un modelo de organización:                                                                                            Se levantaba a eso de las siete de la mañana, recogía la casa y limpiaba, ponía la lavadora, se duchaba, se arreglaba un poco y a las  nueve salía a los recados.
   Cuando volvía, tendía la ropa, planchaba y comenzaba a preparar el puchero: lentejas, alubias, sopa, lo que fuera.
   A las doce iba a buscar a su nieta al colegio, porque Conchita ejerceía de abuela, y la llevaba al parque cercano a tomar el sol un ratito.
   Ya en casa freía el pescado. Ponía la mesa. Daba de comer a su nieta y a su marido, y  a las tres menos cuarto volvía a llevar a la niña al colegio.
   De vuelta a casa, recogía la cocina  y fregaba. ¡Al fin había  terminado!
   El resto del día era suyo.
   Sobre las cuatro y media, mientras Ernesto dormita en el sillón, salía sin hacer ruido y se dirigía  al grupo a jugar la partida con sus amigas.
    Ernesto la pasaba a recoger a las siete y media en punto y se iban a tomar algo o al cine hasta las nueve y media o diez.
   Hacía la cena, cenaban, recogía la mesa, fregaba y finalmente se sentaba con Ernesto  a ver el programa de televisión que más les gustaba. Él enseguida se cansaba y se iba a la cama. Ella aguantaba hasta las doce y pico.
   Los lunes venía una dominicana para  hacer una limpieza más a fondo.
   Ésa era su vida y  le gustaba.
   Sí, es verdad que últimamente Ernesto estaba un poco distante, como ido.
   –No sé qué le pasa –le dijo a su prima y a la vez su mejor amiga–. Da grandes paseos todos los días. ¡Fíjate que incluso muchas tardes no va a buscarme! Coge el paseo marítimo adelante y va directo a casa sin pasar por el grupo.
   –Estará harto de hacer siempre lo mismo.
   –No creas, no hacemos siempre lo mismo, ni mucho menos. Unas veces vamos a una cafetería, otras a alguna exposición, no sé, algunas veces vamos al cine, depende del tiempo y de lo que pongan por ahí.
   –¿Tenéis algún problema?
   –¿De qué tipo?
   –No sé. Entre los dos.
   –Pues no. Seguimos como siempre.
   –No te preocupes demasiado. Será la vejez, o la jubilación. Se cansará de estar metido en casa todo el día.
   –¡Qué va! Desde que se jubiló sale a pasear casi todos los días y  todos los fines de semana. Nunca le había dado por pasear. Eso es nuevo. Cuántas veces le dije yo de ir a dar un paseo por la tarde y nunca quiso.
   No le des importancia.
   No, si no me preocupo, pero lo encuentro raro. Además, no sé si será que viene cansado pero desde hace unos meses nada de nada.
   Nada de nada, ¿de qué?
   Ya sabes.
   ¿De sexo?
   Sí, mujer. Hasta ahora siempre fue muy activo en ese aspecto.
   Sí. Pero los años pasan para todos, ¿qué piensas?, ¿que a tu maridito no le va a pasar lo que le pasa a todo el mundo?
   ¡No, hombre, no es eso! Es que,  ¡ha sido tan de repente!
   Aunque dijo que no estaba preocupada en realidad lo estaba, algo pasaba que no era nada normal.
   Y su preocupación fue en aumento cuando se dio cuenta de que Ernesto se teñía el pelo, usaba una colonia fortísima  y pasaba mucho más tiempo acicalándose en el cuarto de baño.
   Ella quería preguntarle, pero no sabía cómo. Nunca habían tenido ninguna diferencia importante.
   –¿Ahora te da por teñirte el pelo?
   –Yo no me tiño el pelo. Me hecho un revitalizante que me mandó el médico para  regenerar las canas. Además, ¿no te lo tiñes tú  y yo no te digo nada?
   –¿Y eso de echarte un frasco de colonia de cada vez?
   –Me echo la misma colonia de siempre. He cambiado de marca y huele un poco más.
   –No, si por mucha colonia que te eches y por mucho que te tiñas no vas a volver a los veinte años.
   –Ni lo pretendo. ¡Puesta a decir tonterías eres el ama!
   Conchita estaba desasosegada. Había algo en el ambiente que la inquietaba. 
   Un día, cuando jugaba una partida con las amigas descubrió algo sorprendente.
   –No sabía que queríais vender el piso. No me habías dicho nada –le dijo una amiga.
   –¿Quién te ha dicho semejante cosa?
   – Gabino. Tu marido estuvo ayer en la agencia para  ponerlo en venta.
   – No sé, querrá saber cuánto vale.
   –Gabino dijo que lo quería poner en venta.
   Conchita no pudo seguir jugando ni pudo esperar a la hora de siempre para marcharse del club.
   Cuando llegó a casa el corazón le latía fuertemente. Un sexto sentido le indicó que abriese la puerta con sigilo. Al abrir sintió voces en el dormitorio. Se acercó y entreabrió a la puerta. Allí estaban la dominicana y su marido, tal y como habían venido al mundo, retozando en la cama.
   No pudo decir nada. Abrió la puerta de un empujón. Se quedó mirando un momento y luego se encerró en el cuarto de baño.
   Lloró y lloró.
   Cuando salió del cuarto de baño se fue a la cocina. Esteban la estaba esperando. Su cara reflejaba una mezcla de vergüenza y decisión. Tenía los labios fruncidos, las cejas bajas sobre los ojos y la mirada huidiza.
   –Esto es lo que hay –dijo sin perder el ceño.
   Conchita no dijo nada. No sabía qué decir.
   –Pensaba decírtelo hoy o mañana.
   –¿Qué me ibas a decir? ¿Qué estabas liado con la dominicana?
   –Que me voy de casa.
   –¿Que te vas de casa? ¿A dónde? ¿A casa de ésa?
   –¡Qué más da!
   –¿Cómo que qué más? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? –Conchita quería gritar, llamarlo de todo pero no podía.
   –Sí, me voy a vivir con ella.
   –¿Me dejas el piso a mí? –entonces recordó el comentario de su amiga–. ¿O piensas venderlo?
   – Sí, lo venderemos y la mitad para ti. Puedes irte a vivir a un apartamento más pequeño.
   –¿Lo tenías todo pensado?
   Ernesto no contestó.
   –¡Hijo de puta! Eso es lo que eres. ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! –no había dicho un taco en su vida. No reconocía las palabras que salían de su boca pero no podía dejar de gritar–. Asqueroso hijo de puta.
   Se abalanzó sobre él con los puños cerrados. Él pegó un salto hacia atrás. Se dio la vuelta y momentos después se oyó un portazo.

   Han pasado cuatro meses. La vida de Conchita ha cambiado totalmente. Ya no siente la necesidad de levantarse, limpiar, hacer los recados, comer o ir al grupo. Sigue recogiendo a su nieta, pero es la única rutina que conserva.
   Treinta y nueve  años de matrimonio. ¿Qué ha pasado? Se siente frustrada, derrotada, fracasada, no reconoce el mundo en el que vive.
   –El piso está prácticamente vendido. Tendrá que dejarlo muy pronto –le dice su abogado.
   –¿A dónde voy a ir? Con el dinero que me dan no me da para comprar ni un cuchitril.
   –Quizás uno de alquiler.
   –¿Con qué pago el alquiler? Los cuatro duros que teníamos no dan para nada. Parecía algo cuando era un remanente por si pasaba algo o para hacer algún viaje, pero nada a la hora de empezar de nuevo: muebles, electrodomésticos… La mitad de una casa es la mitad de nada.
   –Usted no se opuso a que se vendiera el piso. Todavía está a tiempo El juez dictaminará. Puede darle un tiempo, aunque no hay que hacerse ilusiones, más tarde o más temprano…           
   –¡Para qué! Lo que usted dice es lo que es. Habría que hacerlo de todas formas. ¿Sabe cuánta pensión me va a quedar?
   –Hemos pedido la mitad de su paga, pero no creo que nos la conceda. Entre un treinta y un cuarenta  por ciento.  
   –Repartir la pensión de jubilación es miseria para los dos. Un poco menos para él, pero miseria.
   –¿No querrá renunciar?
   –¡Si pudiera!, pero no puedo. Cuando nos casamos yo trabajaba en una tienda, lo dejé al nacer el niño porque así lo decimos. Luego las cosas vinieron rodadas. Nos iba muy bien. O eso creía yo. De haberlo sabido nunca hubiera dejado mi trabajo.
   –Pues ya está todo. La tendré al corriente.           
   –Si no era feliz podía haberlo dicho hace muchos años, cuando todavía podía encontrar un trabajo y defenderme ¿Qué sentido tiene separarse a estos años? ¡Con lo bien que vivíamos!
   –Piensa en casarse.
   –¡Está loco! Tiene casi treinta años menos que él. Lo querrá para legalizar sus papeles. 
   –Es posible. Pero eso no se puede demostrar.
   –¡Qué locura!


                                        



jueves, 27 de febrero de 2014

LA HISTORIA SE REPITE



   Amparito estaba mirando emocionada a su hijo recién nacido. Sentía algo que no había sentido con anterioridad. Le parecía un milagro y no podía mirar a ninguna otra cosa. Absorta en su ternura no advirtió que se había abierto la puerta de la habitación y que un gran ramo de flores con pantalones se abría paso hacia ella.

   –¿Cómo estás? –le preguntó su marido mientras le daba un beso y le entregaba el ramo de flores.

   –¡Cómo voy a estar!, ¡emocionada!, ¡mira! –y dirigió la vista hacia la cunita del niño–¿no es algo increíble?

   Mientras él miraba a su pequeño ella lo miraba a él. Lo veía distinto, más guapo, más tierno. No sabía muy bien lo que era pero le parecía que tenía algo especial, era como si lo estuviera viendo por primera vez, cuando se enamoraron. Se sentía feliz.

   Al principio de su relación, Manuel Ángel le parecía el hombre más guapo del mundo, y el más listo, y el más simpático y el más todo. No es que luego no lo fuera, es que poco a poco se hizo posesivo, dominante, hasta le pegó una torta en una ocasión  porque se había parado a hablar con un antiguo amigo, o algo así.  Ella quiso dejarlo pero él le pidió perdón mil veces. Juró y volvió jurar que la quería más que a nadie y finalmente le pidió que se casara con él.

   A partir de aquel momento volvió a ser su  Manu, el que ella quería.

   Bueno, sí, pero no. Pocos días antes de la boda volvieron a tener un altercado muy serio, por una tontería, no recordaba ni el motivo, pero había empezado a mostrar de nuevo esa agresividad que a ella le disgustaba y que le producía tanto miedo e inseguridad. Ella disculpó aquel incidente pensando que estaba nervioso y el día que se casó se sintió muy feliz.

   Pero, la verdad, en el año y medio que llevaban de casados habían habido buenos y malos momentos y en varias ocasiones había pensado en dejarlo. Desde que se quedó embarazada las cosas habían ido mejor, aunque no se engañaba a sí misma, sabía muy bien que era un poco dominante y machista.

  –¡Oye!, parece que tiene hambre.

   La voz de su marido la sacó de sus pensamientos.

   –¡Oh, no! Aún no le doy el pecho, estoy esperando a que me suba la leche –se tocó los pechos y añadió– o al menos eso es lo que me ha dicho la enfermera.

    Manuel Ángel buscó una silla para sentarse y comenzó a contarle todo lo que había hecho, con quién había  hablado, qué le habían dicho. Parecía que estaba exultante.

 

   Habían pasado casi cuatro meses y su hogar comenzaba a recobrar la normalidad. Hasta ahora, el niño lo era todo y tomaba todo el tiempo de los dos. Pero Amparito debía volver al trabajo y había que organizarse.

   –No me gusta nada que llevemos al niño a una guardería –dijo Manuel Ángel con semblante serio–. Hay otras alternativas.

   –No sé. Tú me dirás. Habíamos quedado en que no íbamos a sacrificar a las abuelas a no ser en caso de necesidad extrema.

   –En eso estamos de acuerdo. Pero, puedes dejar de trabajar, por ejemplo, con lo que yo gano nos podemos arreglar perfectamente.

   –De eso ya habíamos hablado antes de casarnos y acordamos que en ningún caso dejaría de trabajar. Eso ni me lo planteo.

   –No, si ya sé que tú quieres ser independiente y todas esas memeces modernas, pero no tenías un hijo, y ahora sí, y eso es lo primero.

   –Eso se puede arreglar. Muchas mujeres trabajan y se arreglan para atender a sus hijos estupendamente.

   –Sí, eso creen ellas, pero no dejan de ser unas malas madres. Tú ya sabes lo que pienso y no vas a hacer lo que a ti te dé la gana.

   Amparito miró a Manuel Ángel con desconfianza, empezaba a notar la arrogancia de sus días duros. No quiso enfrentarse a él porque eso solo serviría para aumentar su agresividad.

   –Bueno, lo pensaré.

   Él se fue a trabajar y ella se quedó dándole vueltas al problema. Era posible que  Manu tuviese razón: que cuando los niños eran tan pequeños una buena madre debía  vivir únicamente para ellos. Económicamente se arreglarían, eso desde luego. Pero representaba una pérdida de independencia que no estaba dispuesta a  asumir.

   Llamó a su madre por teléfono para pedirle consejo.

   –¡Hola, mamá!

   –¿Qué hay, nena?

   –Estoy en un lío. No sé qué hacer. Tendría que incorporarme al trabajo la semana que viene. Manu dice que lo deje, que me dedique al niño. Nos arreglaríamos con su sueldo, pero… ¡es que no sé qué hacer!

   –Ya sabes lo que pienso. Parece mentira que lo dudes. Sabes lo que yo he tenido que aguantar. Y tú también.

   –Pero Manu no es papá.

   –Tú verás lo que haces. Sabes de palizas y malos tratos tanto como yo.

   –Ya. ¡Qué difícil!

   –Te aseguro que si yo hubiera tenido un trabajo o una profesión no hubiera aguantado lo que aguanté.

   –Yo hubiera preferido vivir sólo contigo aunque pasásemos necesidades.

   –Pues aplícate el cuento. Yo no dejaría el trabajo. Ya sabes que te ayudaré en todo lo que pueda.

   –Gracias, mami, lo pensaré.

 

   Por la noche llegó Manuel Ángel más alegre que de costumbre. Sacó un paquetito de regalo.

   –Toma.

   –¿Qué es?

   –Ábrelo.

   Era una medalla y una cadena de oro. Por una cara tenía una cigüeña con un bebé en el pico. Por la otra cara una inscripción.

   –Hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana. Manu –se abalanzó sobre su marido y le dio un beso–. Gracias.

   –¿Te gusta?

   –Es preciosa y todo un detalle.

   –¿Has pensado en lo del trabajo?

   –Todavía no he decidido nada.

   –Tengo la solución. Pide un año de excedencia.

   –Sí, es una solución.

   Amparito pidió la excedencia y, sumida en su tarea de ser una buena madre, casi no se dio cuenta de que Manuel Ángel cada día venía más tarde y los fines de semana siempre encontraba que tenía que hacer algo urgente.

   Cuando el niño dejó el pecho y empezó a quedarse de vez en cuando con sus abuelas, se dio cuenta de que su vida había cambiado totalmente.      

   En todo ese tiempo casi no habían discutido. Ella había dedicado todos su esfuerzos a su casa y a su niño. Casi no se había comprado nada para ella porque no estaba acostumbrada a pedir dinero a su marido para sus caprichos, prácticamente no había salido más que al parque y a los recados.

   Empezó a pensar que estaba anulada a no ser en su función de madre y ama de casa.  

   Cuando llegó Manuel Ángel, pasadas las doce de la noche, le comunicó su decisión.

   –En cuanto pase el año de excedencia me voy a incorporar al trabajo porque el niño ya no me necesita tanto y puedo llevarlo a la guardería.

   –¡No digas estupideces! ¡Tú no estás bien de la cabeza!

   –Quiero trabajar y tú sabes muy bien que ya habíamos acordado eso.

   –Ya, pero una cosa es lo que uno quiere que sea y otra lo que es.

   –Tengo buscada una guardería en la que se hacen cargo del niño hasta que yo salga de trabajar.

   –Sí, ya sé, tú lo buscas todo y lo planeas todo sin contar con nadie. ¡Es muy suya la niña!

   No le gustó nada el tono de su marido. La experiencia le decía que no debía seguir con aquella discusión en aquel momento.

   –¿Es que te van tan mal así?

   –No es que me vaya mal, es que hay que irse preparando ¿no? Habrá que organizarse –dudó un momento y añadió– yo creo que si vuelvo podríamos comprar un piso un poco más grande.

   –¿Para qué?, creo que tenemos suficiente piso. No busques subterfugios.

   –De esa forma podríamos pensar en meter una persona que ayudara con la casa y con el niño.

   –Ahora es que no te gusta la casa ni el niño. ¿Qué es lo que te gusta? ¿Salir a follar con el primero que se te ponga a tiro? –se calló un momento–. Me voy a la cama que estoy muy cansado.

   Amparito no dijo nada. Se levantó y se fue a la cocina a planchar. Era su manera de despejar los nubarrones.

   En los días siguientes las discusiones se hicieron cotidianas.  Manuel Ángel protestaba por todo.

   –No hay papel higiénico en el cuarto de baño.

   –Has dejado la luz de la habitación encendida.

   –La comida está salada… o sosa… o caliente… o fría.

   –Los calcetines que quiero ponerme no están en el cajón.

   Fue un cambio drástico, buscaba el enfrentamiento en todo momento.

   Ella no quería discutir, sabía que no servía para nada, que él no entraría en razones. Pero, por otra parte, tampoco quería doblarse a las imposiciones de su marido.

   Preparó su incorporación al trabajo. Contrató la guardería para el niño y cuando llegó el día preparó la maleta con sus cosas y las de su niño y se marchó con su madre.

   Manuel Ángel se presentó en casa de su suegra exigiendo ver a su mujer, pero, por más que insistió, la madre de Amparito no le permitió entrar en la casa.

   –No, mientras vengas con esos modos.

   –Esto lo va a pagar. Se lo juro.

   En el fondo, Amparito tenía un gran sentimiento de culpabilidad por haber separado a su hijo de su padre. La verdad es que era un buen padre, o al menos eso pensaba ella. Se llamó egoísta a sí misma y finalmente accedió a hablar con su marido. No se sentía bien con  la decisión que había tomado.

   Manuel Ángel estaba más calmado.

   –Amparo, tienes que volver. De verdad que no puedo vivir así. Tú y el niño sois lo más importante de mi vida. Sin vosotros la vida no tiene sentido.

   –Ya, Manu, yo también te quiero, pero me lo pones muy difícil. Lo del trabajo lo habíamos acordado. No hicimos un contrato por escrito como los americanos porque yo creía que tenías palabra.

   –Ya lo sé. Tienes todo la razón. Te juro que no me opondré.

   –Bueno…

   Manuel Ángel no esperó a que terminara, la abrazó y la besó como hacía muchos meses que no lo hacía. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

   Ella no pudo más y se entregó al abrazo con ilusión y deseo.

   Volvió sin más.

   Durante un breve espacio de tiempo la situación se normalizó. Manuel Ángel volvía más pronto a casa y se mostraba más cariñoso en todos los sentidos. Pero, paralelamente, el esfuerzo de trabajar fuera y dentro provocó que Amparito demandase con más frecuencia y nivel de exigencia la ayuda de su marido para resolver las tareas caseras. Él no estaba preparado para eso y pronto recuperó su faceta agresiva. Volvieron las discusiones.

   –A mí me daría vergüenza dejar a mi hijo en manos de otros pudiendo atenderlo yo. Eres una mala madre, la verdad es que no sirves para nada –le decía con relativa frecuencia.

    Ella se planteaba todos los días si le compensaba o no trabajar fuera de casa, si era mejor que se separaran de una vez, o si lo que tenía que hacer era callar e intentar que pasara la marea hasta que el niño fuera un poco mayor...

   Un día se dio cuenta de que estaba embarazada de nuevo. Ella había estado tomando anticonceptivos desde que había tenido el sobreparto, pero el médico le había indicado que debía de dejarlos durante tres meses porque se había hinchado y se encontraba un poco cansada. Mientras tanto utilizaban la marcha atrás porque él no quería usar preservativos. No sabía si decírselo o no.

   Pensó en abortar porque este nuevo hijo complicaría aún más las cosas, pero pronto empezó a sentir un cariño maternal por aquel ser que se formaba en sus entrañas. Desechó definitivamente la idea y  una noche, mientras cenaban, se lo planteó a su marido.

   –Verás, Manu, no sé si lo que te voy a decir te va a gustar o no. Creo que estoy embarazada.

   A  Manuel Ángel se le iluminó la cara.

    –¿Cómo me va a sentar mal? ¿Quién crees que soy yo? Me parece una noticia buenísima.

   –La verdad es que tiene sus complicaciones.

   –Es lo más natural del mundo –contestó con rotundidad–. Verás como todo es para bien.

   Manuel Ángel volvió a ser el hombre cariñoso de sus primeros tiempos.

   –Es consciente de que con este nuevo embarazo vuelve a hacerse dueño de la situación  –le decía Amparito a su madre.

    –No te engañes. Nada va a cambiar, lo sabes.

   –No, si no me engaño. Sé que sus cariños y atenciones son el preludio de la dominación.

   –Tú verás lo que haces.

   –Tengo un sentimiento de tristeza que me inunda. Sólo pienso en llorar  y en morirme.

   –Eso es una depresión. ¡Si lo sabré yo!, ¡he tenido tantas!

   –Puede ser.

   –En esos casos lo peor es dejarse llevar. Tienes que tomar una decisión, no te queda otro remedio: o aguantas como yo o te separas.

   –La vida se repite. Yo me juré que nunca  haría lo que tú y ahora estoy atrapada en la misma situación.

   –La misma no, tú tienes trabajo.

   –Tienes razón, mañana lo prepararé todo. Si lo pienso mucho no hago nada.

   José Manuel vociferó, amenazo, juró que no les iba a pasar ni un duro y que las mataría a las dos,  pero a los tres meses encontró una  nueva compañera.

   Amparito siguió su vida con su madre y sus niños.

  Está sola, no es lo que había soñado, pero es mejor que vivir en la violencia.

   

 

martes, 27 de marzo de 2012

EL EX-NOVIO.

Es viernes. Son las doce y median de la noche. María está apoyada en la puerta del portal de su casa esperando a una amiga para salir de copas. Se mira en el cristal de la puerta de enfrente, que hace de espejo. Es una chica resultona. Mide un metro y sesenta y cinco centímetros. Es morena, tiene una larga melena con un corte muy moderno de forma que el cabello le cae en cascada sobre los hombros y la espalda. Sus facciones son regulares y muy equilibradas.
–¡Hola, María! ¿Qué haces aquí tan sola? –le pregunta un chico bien parecido de unos veinte años.
–¡Hola, David! Pues nada. Espero a Marta que quedó en pasar a recogerme para ir de marcha, ¡pero es tan impuntual! Nunca llega a tiempo a ningún sitio. Me desespera. Y eso que habíamos quedado a las doce.
–Pues ya son las doce y media.
–Sí. Ya la he llamado por teléfono pero como si nada, lo tiene desconectado o fuera de cobertura.
–Esperaré contigo para que no estés tan sola. Yo no entro hasta las dos.
–Te lo agradezco.
–No tienes que agradecerme nada. ¡Oye! Estas guapísima. La verdad es que siempre me has gustado, pero ya sabes…
–De eso no quiero ni hablar.
–¿Andas con alguien?
–Pues lo que se dice andar, no. No estoy para tíos. ¡Se lleva una cada chasco!
–No todos somos iguales. Aquí hace frío, ¿qué te parece si vamos al Garrafón? Si viene tu amiga y no te encuentra ya te dará un toque, ¿no?
–Es una pelma, pero me sabe mal dejarla plantada.
–Pero ella sabe tu número.
–Bueno, vamos.
David le pasa la mano por el hombro y ella acepta la familiaridad sin decir nada. Entran en el Garrafón y se dirigen hacia un rincón donde queda una mesa libre. Todavía no ha comenzado la movida y hay poca gente.
Una vez que les han servido las consumiciones, David, alentado por la mirada cálida de María, le coge la mano.
–Es verdad, siempre me has gustado muchísimo. Tienes algo que me vuelve loco.
–Tú también me gustas.
David se inclina y le da un beso en la boca. Ella le corresponde y luego se sucede una caricia detrás de otra de una forma vertiginosa. Sin darse cuenta se les ha echado el tiempo
encima.
–Si pudiera no me movería de aquí, pero, lo siento, tengo que currar –dice David haciendo ademán de levantarse.
–Ya. Lo comprendo –afirma María mientras se atusa la melena y se recompone un poco.
–Me gustaría verte mañana, pero va a ser imposible. Ya sabes que no acabo hasta las diez y por la noche tenemos la fiesta de los enamorados. Estoy liadísimo.
–No te preocupes. Nos vemos otro día.
–Podrías venir a la fiesta, no podré estar mucho contigo pero te veré a ratos. ¿Vendrás?
–Me encantaría pero hay que pagar entrada y estoy sin un duro.
–¡Eso no es problema! –mete la mano en el bolsillo y saca un pequeño fajo de tickets–. Toma, para ti y para tu amiga, –guarda el fajo en el bolsillo y lo vuelve a sacar–. Bueno, toma otro por si
quiere ir contigo alguien más.
María se guarda los billetes en el bolso que lleva colgado en bandolera.
–Gracias. Iré.
–¿A dónde vas ahora?
–Voy a “La Calle”. Allí están todos.
–Te acompaño hasta allí.
El barrio de copas está de bote en bote. En La Calle, uno de los locales más concurridos, un grupo
de chicas que beben y hablan le hacen señales.
–¡Joder, María, qué morro tienes! ¡Una hora esperándote en la calle! –vocifera Marta, una joven poco atractiva y vestida de forma muy escandalosa.
– No es para tanto. Yo te esperé más de media hora y bien que te llamé, pero no sé para qué quieres el móvil. Nunca lo llevas encendido. Además, no tengas cara, que sabes que siempre te espero un
montón.
–Soy un desastre, siempre se me olvida recargarlo. ¿Pero dónde te metiste?
–¿Adivina a quién me encontré cuando te esperaba?
– No me lo digas… a Beto, el tío ese que te gusta tanto, que no paras de hablar de él desde hace un mes.
–¡Qué va!
–A Carlos, tu ex –dice otra.
Las demás se ríen con complicidad.
–¿Carlos?, de ése nada. Ya lo sabéis, rompimos hace casi dos meses.
–¿Cuántas veces habéis roto y luego nada?
–Muchas, es verdad, pero todo tiene un límite.
–¿Qué pasó? –pregunta una chica morena bastante atractiva.
–Lo de siempre, si un tío está conmigo, está conmigo y Carlos te la pega a la primera ocasión. Rompí con él porque me enteré de que se tiró a Tere, entre otras.
–Bueno, ¿y qué? Cuenta –dice una pelirroja feúcha que lleva una falda mínima y un top también mínimo.
–¡No lo vais a creer! Me encontré a David.
–¿Que David? ¿El hermano de Lita?
–No, hombre, no. Ése es un petardo. David, el camarero de “La Antigua Fábrica”.
–No caigo –dice Marta.
–¿Ése que está tan bueno? –pregunta la morena
– Ése –afirma María mirando a todas con luz en los ojos.
–¡Ah! ¡No me digas! Pero, ¿no es el amigo de tu ex?
– Sí. A lo que iba, se acercó y estuvo esperando conmigo, y, como esta pesada no acababa de llegar, nos fuimos al Garrafón.
–Oye, ¿es tan simpático como guapo? –pregunta la feúcha.
–Es un cielo. ¡Tiene una educación y una forma de tratarte!
– Y, ¿qué?
– Estuvimos morreándonos un rato. Fue muy excitante porque es… no sé… muy dulce, muy cariñoso.
–Sigue contando –apremia Marta.
–Nada más. Tenía que irse a trabajar y me preguntó que si iba a ir a la fiesta de los enamorados mañana. Me dio entradas.
–¡Oye! Yo soy tu mejor amiga –dice Marta alegre como unas castañuelas–. Pero no irás a dejarme plantada en le fiestapara irte con él.
–No, si va a estar trabajando, además, me dio tres. La que quiera venir…
Una pelirroja dice:
–¿Y no pasó nada más?
–Bueno, ligamos, creo que voy a empezar a salir con él.
–Si ya no te interesa Carlos no te importará que intente ligármelo, ¿no?
–Pues no. Puedes quedártelo. Todo para ti.
De pronto, Carlos, el ex, aparece por la puerta del bar. Mira a todas partes, como
buscando a alguien. Por fin ve al grupo de María y sus amigas y se aproxima
empujando a todo aquel que se pone en su camino. Es un chaval fuertote de unos
veinte o veintidós años. No es guapo pero sí atractivo. Parece furibundo.
–¡María! Ven fuera que tenemos que hablar –se le notan las venas palpitando en el cuello.
–¿Hablar?, ¿de qué? Tú y yo no tenemos nada de que hablar, ya te lo dije –contesta
dándole la espalda.
Carlos la agarra por el brazo.
–Tú te vienes conmigo, lo quieras o no.
María se ve forzada a salir del bar.
–¿Qué es esto que me cuentan de que te tiraste a David?
–¡A ti qué te importa! Tú y yo ya no estamos juntos.
– ¿Como que qué me importa?, zorra, ¡que eres una zorra!
Un grupo se acumula alrededor de la pareja para contemplar el espectáculo.
–¡Oye! A mí no me pegues ni me insultes. Ya te lo dije la última vez: no me vuelvas a poner la mano encima. Y que sepas que no pasó nada –afirma mientras las lágrimas empiezan a caer por sus mejillas.
–¡No digas mentiras! Os vio todo el mundo. Me lo dijo Chus, que es mi mejor amigo –agarra
a María por el cuello y la zarandea.
–Eres un imbécil. Cree a quien te dé la gana, al fin y al cabo esto a ti no te incumbe. Yo no soy de tu propiedad –se seca las lágrimas– además, ¿Quieres que te recuerde todos los
rollos que has tenido mientras estabas conmigo?
Carlos se da cuenta de que hay mucha gente mirándolos y que están haciendo una escena, así que le quita las manos de encima. Ella, al verse libre, se dirige al interior del bar. Él la sigue
amenazador. Vocifera y hace aspavientos con las manos, pero ella entra en el
lavabo de mujeres y él no puede seguirla, hay mucha gente delante.
Cuando María desaparece, algunas de sus amigas, que han contemplado la escena con cierta disimulada complacencia, se dan la vuelta.
–Se lo estaba buscando –dice una– Carlos es un gran chaval y no se lo merece.
–¡Qué tontería! –lo ataja Marta– Carlos pasa de ella. Solo la quiere cuando le interesa porque no hay nada mejor a la vista.
–Todas sabemos quién es María. Muy popular entre los chicos, y ya se sabe lo que hay que hacer para conseguirlo –aclara la pelirroja.
–¿No podéis decir más bobadas? –recrimina Marta– María está muy bien, es muy
simpática y gusta, eso es todo. Y, en todo caso, es que Carlos es la pera, se acuesta con todas.
–Sí, pero no es lo mismo– comenta la pelirroja buscando la aprobación de las demás.

domingo, 6 de junio de 2010

TRES HIJOS COMO TRES SOLES

–¿Fuiste a ver a mamá?
–Sí, está muy mayor.
–Hay que buscar una solución. Tendríamos que hablarlo entre todos.
–¿Quieres decir entre los tres? Con Cristina no cuentes.
– Sí, entre los tres.
–Llamaré a José Manuel. ¿Para cuando quedamos?
–Estaría bien el domingo.
Emilia es viuda, tiene ochenta y tres años, y tres hijos varones. Su tercer hijo fue póstumo nació cuatro meses después de morir su marido hace ya más de cincuenta años. En aquellos tiempos solo les quedaba pensión a unos pocos, así que se quedó embarazada, con dos hijos pequeños y sin pensión. Tuvo que trabajar y sacar a sus hijos adelante como pudo “con dignidad”, cuenta ella.
Enrique, el mayor, estudió comercio y luego se hizo intendente mercantil. Enseguida se colocó en un banco en el que ha llegado a ocupar en puesto importante. Está prejubilado.
Mariano hizo el bachiller y luego no quiso estudiar ninguna de las carreras que estaban a su alcance Quería hacer arquitectura pero no era posible, así que se hizo delineante y acabó de director comercial de una importante agencia inmobiliaria.
José Manuel, el más pequeño, salió un pinta y muy mal estudiante. Dando tumbos de acá para allá acabó en la Argentina. Allí formó una familia y unos cuantos años después volvió solo: se había separado de su mujer y sus hijos no quisieron acompañarlo en su regreso a la madre patria. Una vez en España puso un negocio de lavandería y tintorería con unos ahorrillos que tenía y le ha ido muy bien.
Los tres hermanos se han reunido para estudiar lo que se puede hacer.
–Yo creo que tú podrías llevártela a casa y nosotros colaboraríamos –dice Enrique refiriéndose a José Manuel que vive solo.
–Imposible –contesta tajantemente el aludido–. Viajo mucho y estoy poco en casa. Por razón de negocios, ya sabéis
–Sí, lo que no dices es de qué negocios –añade socarronamente Mariano– de los que se pintan las uñas y llevan medias.
–No vamos a ponernos a discutir a estas alturas –dice Enrique en tono conciliador–cada uno lleva la vida que le parece.
–¡Hombre! Yo creo que esto es cosa de mujeres –dice José Manuel y a la vista de la cara de su hermano añade–. No quiero decir que yo me quiera desentender. Habrá que meter una criada fija y yo pagaré lo que haya que pagar, como si es todo, pero la responsabilidad de controlar a la señora tendrá que ser de una de vuestras mujeres.
Creo que es lo mejor.
–No es tan sencillo como tú crees. No creo que Cristina lo acepte. Ésa no es la solución –comenta Mariano.
–Pues podríamos meterla en una residencia –sugiere José Manuel mientras observa la cara de sus hermanos–. Buena… la mejor. Se paga lo que haya que pagar.
–No es mala idea –se apresura a afirmar Mariano– son sitios especializados que tienen todos los servicios y la verdad es que las personas mayores están mejor ahí que solas en su casa aunque sea con una sirvienta fija.
–No me parece bien –dice Enrique con rostro severo–. Mamá se sacrificó mucho por nosotros y no se lo merece.
–¿Entonces qué? –José Manuel sostiene la mirada a sus hermanos.
–Mejor lo consultamos con la almohada y con la parienta y dejamos la decisión para el próximo domingo –opina Enrique para salir del atolladero.
–Me parece una buena idea –se apresura a confirmar José Manuel–. Nos lo pensamos y volvemos a tratar de ello el próximo domingo.
Dan por zanjada la cuestión y continúan hablando de los partidos de la jornada.

Mariano, después de tomar unos vinos con los amigos, llega a su casa un poco taciturno, duda de si comentar con Cristina el asunto. Sabe de antemano la respuesta y le va a dar a su mujer la oportunidad de vapulearlo como hace casi siempre.
Cuando tenía veinticuatro años se casó con la hija del director de la inmobiliaria en la que trabajaba. A Emilia le gustó su futura nuera aunque no era precisamente simpática con ella, pero le pareció un buen partido para su hijo y no puso ningún inconveniente.
Mientras cenan permanece callado. No es nada nuevo. Hace mucho que Cristina y él hablan poco y casi siempre para discutir.
Cuando están en el cuarto de baño lavándose los dientes antes de acostarse se decide:
–Hoy estuve hablando con mis hermanos de la situación de mi madre –se queda callado mientras echa la pasta de dientes en el cepillo.
–¿Y?
Se cepilla los dientes y se enjuaga la boca con cierta parsimonia.
–Nada, que la mujer ya no puede vivir sola, necesita que alguien se ocupe de ella.
–Pues meted una o dos personas que se encarguen. Es fácil.
–No es tan fácil, es preciso que alguien controle el asunto. No puedes dejar a una persona tan mayor en manos de un extraño.
–¿Y qué? Habla claro.
–Supongo que tú no quieres ayudar, ¿no?
–¿Cuándo ha hecho tu madre algo por mí? ¡No faltaba más! –dice mientras se seca después de lavarse–.Ya sabes que nunca nos hemos caído bien. Ha sido una suegra bien antipática. Jamás nos ha dicho: “Me quedo con los niños para que vayáis al cine” o cosas así, más bien se apuntaba ella a todos los jolgorios.
–En eso tienes razón, pero está muy mayor. Da pena.
–¡Pues encárgate tú! ¿No eres su hijo? ¿Por qué tengo que ser yo? –se va poniendo el camisón–. ¿Quién cuidó a mi padre? ¿Fuiste tú? ¿O fue tu madre? No me echó una mano aunque ya estaba jubilada. No se quedó con los niños ni un solo día cuando tenía que ir con mi padre a la quimio.
Mariano calla, se mete en su cama y adopta la posición de dormir.
Cristina se mete en la suya.
–No me hagas recordar cosas. Tú le debías mucho más mi padre que yo a tu madre. Al fin y al cabo fue el que te puso donde estás y te ayudó en numerosas ocasiones a salir de algunos líos –se acomoda en la cama–. Y, ¿qué hiciste?, ¿en qué me ayudaste? En nada.
Mariano sigue inmóvil.
–A tu madre le ha importado un pepino los apuros que yo he pasado teniendo que trabajar cuando los niños eran pequeños o con la enfermedad de mi padre. Ahora que tengo un poco de desahogo porque ya son mayores no me faltaba más que comprometerme en semejante cuestión. ¿No tiene tres hermosos hijos de los que está tan orgullosa? Solo faltaba que ahora echase mano de sus nueras a las que siempre a menospreciado y, si me apuras, maltratado.
Cristina ajusta la almohada a sus necesidades.
–¡No, hijo, no! Tú eres su hijo, hazlo tú que dispones de más tiempo que yo, porque… ¡no me faltaría más! Trabajamos las mismas horas en la agencia, tú en casa no haces nada y todavía pretendes que me encargue de tu madre. Ni lo sueñes.
José Manuel no contestó. Se hizo el dormido. Cristina se dispuso a dormir.

Enrique llegó a casa pronto y encontró a su mujer haciendo la cena. Se sentó en la cocina, con la silla apoyada en la pared y el codo derecho sobre la mesa.
–Estuve viendo a mamá, está mal.
–Eso no es nada nuevo.
–Ya, pero cada día controla menos. Creemos que ya no puede vivir sola. La asistenta que tiene es insuficiente –mientras habla come una croqueta de las que su mujer tenía preparadas encima de la mesa.
–Es lo mismo que cuando lo de mi madre. Tuvimos que turnarnos mis hermanas y yo para atenderla. Pero, eso sí, se murió en su casa y en su cama, como ella quería.
–Pues ése es el caso –pica otra croqueta.
–¿Qué pasa?, ¿no vas a dejar nada para cenar?
–Perdona. Ya lo dejo.
–Ya casi está, voy a poner la mesa.
Levanta los brazos mientras ella pone el mantel.
–Habrá que hacer algo. A casa no la podemos traer; no hay sitio. He pensado que tú podrías pasarte por allí todos los días para controlar un poco, ¿qué te parece?
–¡Si eso es lo que tú quieres! Al fin y al cabo es lo que he venido haciendo en los últimos años sin que nadie me lo pidiera. Pero quiero que quede algo claro: porque es mi obligación, pero ya sabes que tu madre nunca me ha tratado bien –se dirige a por los platos y la cubertería–. Ya sé que lo tengo que hacer y lo haré, pero no me hace ninguna gracia.
–Ya sabes que siempre te di la razón…
Cuando Enrique le dijo a su madre que se iba a casar, ella montó en cólera.
–¿Cómo que te quieres casar?
–Sí, mamá, ya llevo seis años cortejando con Visi. Lo sabes muy bien. Ya tengo un puesto de trabajo fijo en el banco. Ha llegado el momento, ¿para qué esperar?
–¡Muy bonito! Toda la vida trabajando para vosotros y ahora que estamos mejor, gracias a tu sueldo, me dices que te vas a casar –bajó la mirada hacia los calcetines que estaba repasando– además, ¿quién es esa chica?, ¿sabes bien dónde te vas a meter?
–No me vengas con ésas, sabes muy bien quién es, te la he presentado.
Emilia dejó la labor y miró a su hijo.
–¡Es que tú eres tonto! A mí me ha dicho gente de mi confianza que esa chica no es trigo limpio. Además su padre es un impresentable y su familia un desastre.
–¿Quién te ha dicho semejantes barbaridades? Su padre es un obrero, un trabajador que ha sacado adelante a su familia. Es verdad que bebe más de la cuenta, como tantos miles de hombres en este país.
–¡Tú qué sabes! Lo que te ha contado ella, ¡claro! Investiga, verás como te digo la verdad. Me han dicho con nombres y apellidos los hombres con los que estuvo liada.
–¡Pero si está conmigo desde que tiene dieciséis años! ¡Anda que no fue precoz! Mira no voy a seguir discutiendo esto contigo, me voy a casar y eso no tiene remedio. Me da lo mismo lo que digas tú y esas amistades tan generosas y bienintencionadas que tienes.
Emilia volvió a su labor y su hijo se quedó sentado sin decir más. Cuando volvió a levantar la vista tenía los ojos llenos de lágrimas.
–¿Y yo qué?, ¿yo no tengo derecho a nada?, ¿ahora resulta que me voy a quedar sola después de haber luchado tanto? No es justo. No me esperaba esto de vosotros.
–Eso no quiere decir que te vayas a quedar sola. Yo no me voy a ninguna parte, te vendré a ver y si quieres comeremos contigo siempre que a ti te apetezca.
–Eso es lo que dices ahora. Luego será otra cosa... en fin. Vamos a comer que ya está la comida.
Comieron casi en silencio sin volver a sacar el tema. Ambos estaban pensativos y serios.
A Enrique no le cayó en saco roto el disgusto de su madre y, como eran tiempos difíciles, convenció a Visi de que lo mejor era quedarse a vivir con su madre, porque así no tendrían que pagar renta y podrían ahorrar para comprar un piso.
Visi era fácil de convencer. Estaba totalmente enamorada de Enrique y dispuesta a supeditarse en todo a él. No puso ninguna objeción. Es más, hasta imaginó con ilusión la convivencia con su suegra.
Pero la realidad fue desastrosa. Emilia no perdía la ocasión de zaherir e insultar a su nuera que no sabía defenderse de sus ataques por su timidez natural.
Durante mucho tiempo le ocultó a Enrique la realidad de su relación con Emilia. Pero cuando nació su primer hijo, dos años después de su boda, la situación se hizo insostenible. Para Emilia nada de lo que hacía Visi estaba bien hecho. Todo estaba mal. Visi era una ignorante que no sabía nada de nada.
No era cierto, Visi era la segunda de ocho hermanos y sabía muy bien cómo cuidar a un niño, no en vano había cuidado a sus dos últimos hermanos. Tenía sus propias ideas al respecto y en esto no estaba dispuesta a ceder.
Enrique empezó a darse cuenta de la tensión que existía entre su mujer y su madre y en numerosas ocasiones reprendió a su madre, pero eso solo servía para que Emilia fuera más incisiva con Visi. Hasta empezó a decirle que “cuando el río suena agua lleva” y otras alusiones a su decencia.
Al cabo de tres años y medio, y con hijo y medio, decidieron alquilar un piso e irse a vivir solos, pero ya era tarde, los resentimientos mutuos eran muy profundos y difíciles de olvidar.
A partir de aquel momento las relaciones entre suegra y nuera fueron convencionales. Visi la trataba con respeto pero con distancia.
–Ya está, cuando quieras cenamos –anunció Visi volviendo a la realidad.
–¡Pues no se hable más!, vamos a dar cuenta de esa estupenda cena que has hecho.

Al domingo siguiente se vuelven a reunir los tres hermanos.
–Hoy tengo mucha prisa –anuncia José Manuel–. Lo he pensado mucho y creo que lo mejor es la residencia. Me he estado enterando y hay una que ofrece todo tipo de servicios y garantías.
–Estoy de acuerdo contigo –dice Mariano– es lo más razonable.
– Pues yo no. No mientras yo viva –afirma Enrique con voz severa.
Los dos hermanos menores se echan una mirada interrogante y el primero en hablar es José Manuel
–Si es algo personal no hay nada que decir. Yo no tengo ningún inconveniente en que tú te encargues de ella. Más bien todo lo contrario, me quitas un peso de encima.
–Yo tampoco –afirma Mariano– si es algo personal… cuenta conmigo si necesitas dinero o algo así.
–Desde luego –dice José Manuel– cuenta con nosotros, por dinero que no quede.

viernes, 14 de mayo de 2010

LA NOVIA

–¡Qué cabrón!
–El que sabe, sabe. Pura envidia.
–¿Cuantos años tiene Alonso?
–Cuarenta y dos.
–¿Y la chica? Quiero decir la novia, no me acuerdo como se llama.
– Verónica. Va a cumplir veinte.
–¡Que cabrón! ¡Está como un queso!
Todos se ríen sin disimulos.
–Tened cuidado que estos son el hermano de la novia y la hermana del novio.
–Por mí podéis decir lo que queráis –dijo Paula esbozando una sonrisa– Alonso es muy dueño de vivir su vida. A mí me parece estupendo, en esto del amor no creo en las edades.
Paula era una mujer de treinta y muchos, de estatura mediana y bien formada. Tenía unos inmensos ojos azules, nariz prominente y labios finos. No es que fuera guapa, pero se arreglaba mucho y resultaba llamativa. Además vestía sexy. A ella le gustaba lucir sus abundantes curvas con ropa muy actual y un poco ajustada.
–¿Tú qué opinas? –uno de los comensales se dirigió a José Luis, el hermano de la novia.
–¿Yo...? No tengo nada que opinar. Parece que se llevan bien.
José Luis estaba deslumbrado por Paula. Nunca había conocido a una mujer tan vital y con tanto desparpajo. Se la presentó su hermana en una comida familiar. Estaba deseando volver a verla y le sugirió a Vero que lo pusiera en la misma mesa que a ella.
No pudo entablar una conversación personal con ella. Era la única mujer de la masa y todos la solicitaban para reír sus chistes o comentar algo de la fiesta o de los invitados.
Quería invitarla a bailar pero otros dos se le adelantaron. ¡Cómo bailaba!, era la admiración de los todos .
Por fin le tocó su turno.
–Yo no sé bailar, a lo agarrao y gracias.
–¿No te gustan los ritmos de ahora? La salsa, la bachata… ¡Si eres un crío!
–No tanto. Voy a cumplir veinticuatro.
–¡Un crío! ¿No sales de marcha?
–No tengo tiempo. Estoy estudiando “minas” y quiero sacarlo año a año. No queda más remedio que sacrificarse.
–¿Ingeniero de minas?
–Sí, eso quise decir.
–Pero siempre hay tiempo para todo. ¿Es que no te gusta?
–Sí. Sí, me gusta…
–No lo creo. Yo llevo el restaurante y salgo un montón. Y que conste que es un negocio difícil y muy sacrificado.
–A lo mejor no me gusta tanto como a ti. Es que eres la pera. ¡Qué energía tienes!
–Hay que vivir. ¡Diez años casada con un muermo! Y, además, estérilMe tengo que resarcir.
José Luis, a pesar de su timidez, se las arregló para copar a Paula y ella parecía que se encontraba a gusto con él.
Llegó la hora de las despedidas.
–¿Podría verte otra vez?
–Me verás muchas veces. Ahora somos parientes.
–Quiero decir que si podríamos quedar para salir.
–¡Qué cosas tienes! ¿No ves que soy mucho mayor que tú? ¡Si eres casi un niño!
–No vuelvas a lo mismo. Lo he pasado estupendo. Me gustas.
–Yo también lo he pasado muy bien. Eres un chico encantador… Bueno, ¡qué caray!, pásate cuando quieras por el restaurante. No pasa nada por salir por ahí. Lo vas a pasar pipa, voy ha enseñarte a vivir la noche.
Se pasó por el restaurante al día siguiente y al otro, y al otro. Sin darse cuenta empezaron a salir juntos y unos meses después estaban locamente enamorados.
Para ella fue un descubrimiento doloroso.
"¿Cuántos años le llevo? ¿Trece o catorce? Ésa es la triste realidad. Pero no hay remedio, me he enamorado y de eso no hay ninguna duda. ¡Tampoco se nota tanto la diferencia de edad! ¡Él es tan serio! Además, se ha dejado la barba y parece más mayor…"
Ella empezó a vestir con más discreción, no quería llamar la atención. Cada vez salían menos. Muchas noches se quedaban en casa de Paula a pasar la velada.
–Es como si nos escondiéramos.
–No tenemos por qué escondernos.
–Eso te parece a ti. Creo que todo el mundo piensa que soy una pervertidora de menores.
–Yo no soy ningún menor. ¡Mira que dices bobadas!
–¡Si te contara lo que dijo mi madre! ¡Hasta mi hermano se atrevió a recriminarme! Imagínate los demás.
–Pues tiene mucha cara, le lleva muchos más años a Verónica.
–Sí, pero él dice que es distinto. Y, no es que esté de acuerdo, ¡ni mucho menos!, pero hay que rendirse a la evidencia. Las cosas son así.
–¡Casémonos!
–Ahora el que dice tonterías eres tú. ¿Cómo nos vamos a casar?
–¿No tienes ya el divorcio?
–Sí, pero no es eso.
–¿Entonces qué? ¿Quieres que lo dejemos? ¿Es eso?
–No. Bien sabes que no. No te dejaría por nada del mundo. ¡Cómo no me dejes tú a mí!
–Entonces tiene todo el sentido. Queremos estar juntos para el resto de nuestros días y casi vivo en tu casa. Hablarán al principio, pero luego nos dejarán en paz.
–Pero tú eres muy joven. Tienes toda la vida por delante. Quizás con los años te puedes cansar de mí y buscar otra más joven.
–O eres tú la que se cansa de mí.
–No sé. A lo mejor tienes razón y nos dejan en paz. Pero no, todavía estás estudiando.
–Para mí, tú eres más importante que todo lo demás. Me pongo a trabajar.
–No quería decir eso. Yo gano de sobra, podrías acabar de estudiar sin problemas.
–Dirán que soy un mantenido. Pero… ¿qué nos importa?
–Tienes razón. Es posible que sea lo más acertado. Pero si algún día te gusta otra más joven me lo dices sin reservas.
–Sí, mujer, no te preocupes que te lo digo.
La decisión estaba tomada. Empezaron a preparar los papeles y llegó la hora de decírselo a la familia.
–¡No lo puedo creer! –afirmó la madre de Paula–. ¿Cómo puedes estar tan loca? Eso no puede salir bien.
–No me importa. Tampoco salió bien lo de Isidro y te pareció el marido ideal. Y ni tan siquiera pude tener hijos.
–Si no trabaja ni nada.
–Trabajo yo y gano más que suficiente. Cuando acabe los estudios ya trabajará.
–Yo creo… –comenzó a argumentar Alonso.
–Lo que tú creas, o lo que creáis todos me importa un rábano.
José Luis no les dijo a sus padres nada sobre los años de Paula.
–Pero, ¿cómo vas a casarte antes de acabar la carrera? –preguntó su madre.
– No os preocupéis, acabaré la carrera.
–¿De qué vais a vivir? – preguntó su padre.
–Eso tampoco es un problema. Paula tiene un restaurante.
–¿Qué?, ¿qué vas a vivir de ella?
–No, sólo hasta que acabe se estudiar.
–¡Pues vaya un plan! ¿No podéis esperar? ¿Es que está embarazada?
–No, mamá. No está embarazada. Nos queremos y no hay por qué esperar.
–Sí, comprendo que a ella le corra prisa porque ya tiene sus años, ¿cuántos?
–Nunca se lo he preguntado.
–Verónica nos dijo que era una chica mayor.
–Ella qué sabe.
–¡Allá tú! Pero, sinceramente, creo que estás cometiendo un error. Lo que tenías que hacer es acabar la carrera y buscarte una chica de tu edad.
–Tengo la mujer que quiero. ¿Le dijisteis lo mismo a Verónica cuando se casó con Alonso?
–Es distinto. Alonso es un hombre hecho y derecho, con el porvenir resuelto. ¡No compares!
–¿Sí? Pues le lleva muchos más años.
–De sobra sabes que no es lo mismo. Eso tuyo no va a durar un suspiro. Además está divorciada, ¿no?
–También estaba divorciado Alonso. ¿A qué jugáis? No quiero volver a hablar de esto. Me voy a casar. Punto. Si queréis vais a la boda y si no queréis no vayáis.
–¡Qué disgusto! ¿No pensaréis en hacer una gran boda? En estas circunstancias, lo mejor es la discreción.
–Todo lo grande que nos sea posible. ¡Faltaría más!
Naturalmente que se casaron y por todo lo alto.

Once años después están celebrando el décimo cumpleaños de Luis Ángel, el hijo mayor de José Luis y Paula.
–¿Cómo es que no ha venido Alonso? –le pregunta Paula a Verónica.
–Es que nos vamos a divorciar.
–¿Que os vais a divorciar? ¿Qué ha pasado?
–Lo de siempre. Alonso hace su vida y anda con quien quiere.
–¿Estás segura?
–Además… yo he conocido a un chico. Lo ibas a saber de todas formas.
–Yo no sospechaba nada.
–¡Claro! Vosotros vivís en Babia. Todo el mundo lo sabe.
–Yo creía que os seguíais queriendo.
–¿Quién se sigue queriendo después de trece años?
–Mucha gente. Nosotros.
–Lo vuestro es algo increíble. Y eso que nadie daba un duro por vuestra relación.
–Es que yo tenía una época loca. ¡Como estaba recién divorciada!
–No, era la diferencia de edad.
–La falta de costumbre. En otros casos la diferencia era al revés y nadie decía nada, e incluso se celebraba como una machada del tío.
–Lo vuestro fue diferente desde el principio.
–No lo creas. Lo pasé muy mal. Durante muchos años estuve preocupada por parecer más joven, para que no se notara. Echar un kilo de más era una tragedia. Las primeras canas me costaron lágrimas. Usaba todos los potingues del mercado para retardar la aparición de las arrugas. No es qué José Luis me dijera nada. Me quiere y yo lo sé. Eran los demás: mis suegros, los amigos, los compañeros de Jose.
–Pues... ¡dais una envidia!
–Ahora ya lo he superado. Los demás me importan un pito. Cuando me casé pensé que lo tenía superado. ¡Pero ni hablar!
–No creo que Alonso tuviera esos problemas. Los tiene ahora que se tiñe las canas y lleva faja. Piensa que puede ligarse a otra de dieciocho… Yo creo que nunca me quiso. Sólo le gustaba mi juventud. Pero… ¡no se puede ser eternamente joven!
–Tienes razón, es cuestión de amor. Siempre lo dije, cuando es sincero no hay edades…