domingo, 6 de junio de 2010

TRES HIJOS COMO TRES SOLES

–¿Fuiste a ver a mamá?
–Sí, está muy mayor.
–Hay que buscar una solución. Tendríamos que hablarlo entre todos.
–¿Quieres decir entre los tres? Con Cristina no cuentes.
– Sí, entre los tres.
–Llamaré a José Manuel. ¿Para cuando quedamos?
–Estaría bien el domingo.
Emilia es viuda, tiene ochenta y tres años, y tres hijos varones. Su tercer hijo fue póstumo nació cuatro meses después de morir su marido hace ya más de cincuenta años. En aquellos tiempos solo les quedaba pensión a unos pocos, así que se quedó embarazada, con dos hijos pequeños y sin pensión. Tuvo que trabajar y sacar a sus hijos adelante como pudo “con dignidad”, cuenta ella.
Enrique, el mayor, estudió comercio y luego se hizo intendente mercantil. Enseguida se colocó en un banco en el que ha llegado a ocupar en puesto importante. Está prejubilado.
Mariano hizo el bachiller y luego no quiso estudiar ninguna de las carreras que estaban a su alcance Quería hacer arquitectura pero no era posible, así que se hizo delineante y acabó de director comercial de una importante agencia inmobiliaria.
José Manuel, el más pequeño, salió un pinta y muy mal estudiante. Dando tumbos de acá para allá acabó en la Argentina. Allí formó una familia y unos cuantos años después volvió solo: se había separado de su mujer y sus hijos no quisieron acompañarlo en su regreso a la madre patria. Una vez en España puso un negocio de lavandería y tintorería con unos ahorrillos que tenía y le ha ido muy bien.
Los tres hermanos se han reunido para estudiar lo que se puede hacer.
–Yo creo que tú podrías llevártela a casa y nosotros colaboraríamos –dice Enrique refiriéndose a José Manuel que vive solo.
–Imposible –contesta tajantemente el aludido–. Viajo mucho y estoy poco en casa. Por razón de negocios, ya sabéis
–Sí, lo que no dices es de qué negocios –añade socarronamente Mariano– de los que se pintan las uñas y llevan medias.
–No vamos a ponernos a discutir a estas alturas –dice Enrique en tono conciliador–cada uno lleva la vida que le parece.
–¡Hombre! Yo creo que esto es cosa de mujeres –dice José Manuel y a la vista de la cara de su hermano añade–. No quiero decir que yo me quiera desentender. Habrá que meter una criada fija y yo pagaré lo que haya que pagar, como si es todo, pero la responsabilidad de controlar a la señora tendrá que ser de una de vuestras mujeres.
Creo que es lo mejor.
–No es tan sencillo como tú crees. No creo que Cristina lo acepte. Ésa no es la solución –comenta Mariano.
–Pues podríamos meterla en una residencia –sugiere José Manuel mientras observa la cara de sus hermanos–. Buena… la mejor. Se paga lo que haya que pagar.
–No es mala idea –se apresura a afirmar Mariano– son sitios especializados que tienen todos los servicios y la verdad es que las personas mayores están mejor ahí que solas en su casa aunque sea con una sirvienta fija.
–No me parece bien –dice Enrique con rostro severo–. Mamá se sacrificó mucho por nosotros y no se lo merece.
–¿Entonces qué? –José Manuel sostiene la mirada a sus hermanos.
–Mejor lo consultamos con la almohada y con la parienta y dejamos la decisión para el próximo domingo –opina Enrique para salir del atolladero.
–Me parece una buena idea –se apresura a confirmar José Manuel–. Nos lo pensamos y volvemos a tratar de ello el próximo domingo.
Dan por zanjada la cuestión y continúan hablando de los partidos de la jornada.

Mariano, después de tomar unos vinos con los amigos, llega a su casa un poco taciturno, duda de si comentar con Cristina el asunto. Sabe de antemano la respuesta y le va a dar a su mujer la oportunidad de vapulearlo como hace casi siempre.
Cuando tenía veinticuatro años se casó con la hija del director de la inmobiliaria en la que trabajaba. A Emilia le gustó su futura nuera aunque no era precisamente simpática con ella, pero le pareció un buen partido para su hijo y no puso ningún inconveniente.
Mientras cenan permanece callado. No es nada nuevo. Hace mucho que Cristina y él hablan poco y casi siempre para discutir.
Cuando están en el cuarto de baño lavándose los dientes antes de acostarse se decide:
–Hoy estuve hablando con mis hermanos de la situación de mi madre –se queda callado mientras echa la pasta de dientes en el cepillo.
–¿Y?
Se cepilla los dientes y se enjuaga la boca con cierta parsimonia.
–Nada, que la mujer ya no puede vivir sola, necesita que alguien se ocupe de ella.
–Pues meted una o dos personas que se encarguen. Es fácil.
–No es tan fácil, es preciso que alguien controle el asunto. No puedes dejar a una persona tan mayor en manos de un extraño.
–¿Y qué? Habla claro.
–Supongo que tú no quieres ayudar, ¿no?
–¿Cuándo ha hecho tu madre algo por mí? ¡No faltaba más! –dice mientras se seca después de lavarse–.Ya sabes que nunca nos hemos caído bien. Ha sido una suegra bien antipática. Jamás nos ha dicho: “Me quedo con los niños para que vayáis al cine” o cosas así, más bien se apuntaba ella a todos los jolgorios.
–En eso tienes razón, pero está muy mayor. Da pena.
–¡Pues encárgate tú! ¿No eres su hijo? ¿Por qué tengo que ser yo? –se va poniendo el camisón–. ¿Quién cuidó a mi padre? ¿Fuiste tú? ¿O fue tu madre? No me echó una mano aunque ya estaba jubilada. No se quedó con los niños ni un solo día cuando tenía que ir con mi padre a la quimio.
Mariano calla, se mete en su cama y adopta la posición de dormir.
Cristina se mete en la suya.
–No me hagas recordar cosas. Tú le debías mucho más mi padre que yo a tu madre. Al fin y al cabo fue el que te puso donde estás y te ayudó en numerosas ocasiones a salir de algunos líos –se acomoda en la cama–. Y, ¿qué hiciste?, ¿en qué me ayudaste? En nada.
Mariano sigue inmóvil.
–A tu madre le ha importado un pepino los apuros que yo he pasado teniendo que trabajar cuando los niños eran pequeños o con la enfermedad de mi padre. Ahora que tengo un poco de desahogo porque ya son mayores no me faltaba más que comprometerme en semejante cuestión. ¿No tiene tres hermosos hijos de los que está tan orgullosa? Solo faltaba que ahora echase mano de sus nueras a las que siempre a menospreciado y, si me apuras, maltratado.
Cristina ajusta la almohada a sus necesidades.
–¡No, hijo, no! Tú eres su hijo, hazlo tú que dispones de más tiempo que yo, porque… ¡no me faltaría más! Trabajamos las mismas horas en la agencia, tú en casa no haces nada y todavía pretendes que me encargue de tu madre. Ni lo sueñes.
José Manuel no contestó. Se hizo el dormido. Cristina se dispuso a dormir.

Enrique llegó a casa pronto y encontró a su mujer haciendo la cena. Se sentó en la cocina, con la silla apoyada en la pared y el codo derecho sobre la mesa.
–Estuve viendo a mamá, está mal.
–Eso no es nada nuevo.
–Ya, pero cada día controla menos. Creemos que ya no puede vivir sola. La asistenta que tiene es insuficiente –mientras habla come una croqueta de las que su mujer tenía preparadas encima de la mesa.
–Es lo mismo que cuando lo de mi madre. Tuvimos que turnarnos mis hermanas y yo para atenderla. Pero, eso sí, se murió en su casa y en su cama, como ella quería.
–Pues ése es el caso –pica otra croqueta.
–¿Qué pasa?, ¿no vas a dejar nada para cenar?
–Perdona. Ya lo dejo.
–Ya casi está, voy a poner la mesa.
Levanta los brazos mientras ella pone el mantel.
–Habrá que hacer algo. A casa no la podemos traer; no hay sitio. He pensado que tú podrías pasarte por allí todos los días para controlar un poco, ¿qué te parece?
–¡Si eso es lo que tú quieres! Al fin y al cabo es lo que he venido haciendo en los últimos años sin que nadie me lo pidiera. Pero quiero que quede algo claro: porque es mi obligación, pero ya sabes que tu madre nunca me ha tratado bien –se dirige a por los platos y la cubertería–. Ya sé que lo tengo que hacer y lo haré, pero no me hace ninguna gracia.
–Ya sabes que siempre te di la razón…
Cuando Enrique le dijo a su madre que se iba a casar, ella montó en cólera.
–¿Cómo que te quieres casar?
–Sí, mamá, ya llevo seis años cortejando con Visi. Lo sabes muy bien. Ya tengo un puesto de trabajo fijo en el banco. Ha llegado el momento, ¿para qué esperar?
–¡Muy bonito! Toda la vida trabajando para vosotros y ahora que estamos mejor, gracias a tu sueldo, me dices que te vas a casar –bajó la mirada hacia los calcetines que estaba repasando– además, ¿quién es esa chica?, ¿sabes bien dónde te vas a meter?
–No me vengas con ésas, sabes muy bien quién es, te la he presentado.
Emilia dejó la labor y miró a su hijo.
–¡Es que tú eres tonto! A mí me ha dicho gente de mi confianza que esa chica no es trigo limpio. Además su padre es un impresentable y su familia un desastre.
–¿Quién te ha dicho semejantes barbaridades? Su padre es un obrero, un trabajador que ha sacado adelante a su familia. Es verdad que bebe más de la cuenta, como tantos miles de hombres en este país.
–¡Tú qué sabes! Lo que te ha contado ella, ¡claro! Investiga, verás como te digo la verdad. Me han dicho con nombres y apellidos los hombres con los que estuvo liada.
–¡Pero si está conmigo desde que tiene dieciséis años! ¡Anda que no fue precoz! Mira no voy a seguir discutiendo esto contigo, me voy a casar y eso no tiene remedio. Me da lo mismo lo que digas tú y esas amistades tan generosas y bienintencionadas que tienes.
Emilia volvió a su labor y su hijo se quedó sentado sin decir más. Cuando volvió a levantar la vista tenía los ojos llenos de lágrimas.
–¿Y yo qué?, ¿yo no tengo derecho a nada?, ¿ahora resulta que me voy a quedar sola después de haber luchado tanto? No es justo. No me esperaba esto de vosotros.
–Eso no quiere decir que te vayas a quedar sola. Yo no me voy a ninguna parte, te vendré a ver y si quieres comeremos contigo siempre que a ti te apetezca.
–Eso es lo que dices ahora. Luego será otra cosa... en fin. Vamos a comer que ya está la comida.
Comieron casi en silencio sin volver a sacar el tema. Ambos estaban pensativos y serios.
A Enrique no le cayó en saco roto el disgusto de su madre y, como eran tiempos difíciles, convenció a Visi de que lo mejor era quedarse a vivir con su madre, porque así no tendrían que pagar renta y podrían ahorrar para comprar un piso.
Visi era fácil de convencer. Estaba totalmente enamorada de Enrique y dispuesta a supeditarse en todo a él. No puso ninguna objeción. Es más, hasta imaginó con ilusión la convivencia con su suegra.
Pero la realidad fue desastrosa. Emilia no perdía la ocasión de zaherir e insultar a su nuera que no sabía defenderse de sus ataques por su timidez natural.
Durante mucho tiempo le ocultó a Enrique la realidad de su relación con Emilia. Pero cuando nació su primer hijo, dos años después de su boda, la situación se hizo insostenible. Para Emilia nada de lo que hacía Visi estaba bien hecho. Todo estaba mal. Visi era una ignorante que no sabía nada de nada.
No era cierto, Visi era la segunda de ocho hermanos y sabía muy bien cómo cuidar a un niño, no en vano había cuidado a sus dos últimos hermanos. Tenía sus propias ideas al respecto y en esto no estaba dispuesta a ceder.
Enrique empezó a darse cuenta de la tensión que existía entre su mujer y su madre y en numerosas ocasiones reprendió a su madre, pero eso solo servía para que Emilia fuera más incisiva con Visi. Hasta empezó a decirle que “cuando el río suena agua lleva” y otras alusiones a su decencia.
Al cabo de tres años y medio, y con hijo y medio, decidieron alquilar un piso e irse a vivir solos, pero ya era tarde, los resentimientos mutuos eran muy profundos y difíciles de olvidar.
A partir de aquel momento las relaciones entre suegra y nuera fueron convencionales. Visi la trataba con respeto pero con distancia.
–Ya está, cuando quieras cenamos –anunció Visi volviendo a la realidad.
–¡Pues no se hable más!, vamos a dar cuenta de esa estupenda cena que has hecho.

Al domingo siguiente se vuelven a reunir los tres hermanos.
–Hoy tengo mucha prisa –anuncia José Manuel–. Lo he pensado mucho y creo que lo mejor es la residencia. Me he estado enterando y hay una que ofrece todo tipo de servicios y garantías.
–Estoy de acuerdo contigo –dice Mariano– es lo más razonable.
– Pues yo no. No mientras yo viva –afirma Enrique con voz severa.
Los dos hermanos menores se echan una mirada interrogante y el primero en hablar es José Manuel
–Si es algo personal no hay nada que decir. Yo no tengo ningún inconveniente en que tú te encargues de ella. Más bien todo lo contrario, me quitas un peso de encima.
–Yo tampoco –afirma Mariano– si es algo personal… cuenta conmigo si necesitas dinero o algo así.
–Desde luego –dice José Manuel– cuenta con nosotros, por dinero que no quede.

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