domingo, 6 de junio de 2010

TRES HIJOS COMO TRES SOLES

–¿Fuiste a ver a mamá?
–Sí, está muy mayor.
–Hay que buscar una solución. Tendríamos que hablarlo entre todos.
–¿Quieres decir entre los tres? Con Cristina no cuentes.
– Sí, entre los tres.
–Llamaré a José Manuel. ¿Para cuando quedamos?
–Estaría bien el domingo.
Emilia es viuda, tiene ochenta y tres años, y tres hijos varones. Su tercer hijo fue póstumo nació cuatro meses después de morir su marido hace ya más de cincuenta años. En aquellos tiempos solo les quedaba pensión a unos pocos, así que se quedó embarazada, con dos hijos pequeños y sin pensión. Tuvo que trabajar y sacar a sus hijos adelante como pudo “con dignidad”, cuenta ella.
Enrique, el mayor, estudió comercio y luego se hizo intendente mercantil. Enseguida se colocó en un banco en el que ha llegado a ocupar en puesto importante. Está prejubilado.
Mariano hizo el bachiller y luego no quiso estudiar ninguna de las carreras que estaban a su alcance Quería hacer arquitectura pero no era posible, así que se hizo delineante y acabó de director comercial de una importante agencia inmobiliaria.
José Manuel, el más pequeño, salió un pinta y muy mal estudiante. Dando tumbos de acá para allá acabó en la Argentina. Allí formó una familia y unos cuantos años después volvió solo: se había separado de su mujer y sus hijos no quisieron acompañarlo en su regreso a la madre patria. Una vez en España puso un negocio de lavandería y tintorería con unos ahorrillos que tenía y le ha ido muy bien.
Los tres hermanos se han reunido para estudiar lo que se puede hacer.
–Yo creo que tú podrías llevártela a casa y nosotros colaboraríamos –dice Enrique refiriéndose a José Manuel que vive solo.
–Imposible –contesta tajantemente el aludido–. Viajo mucho y estoy poco en casa. Por razón de negocios, ya sabéis
–Sí, lo que no dices es de qué negocios –añade socarronamente Mariano– de los que se pintan las uñas y llevan medias.
–No vamos a ponernos a discutir a estas alturas –dice Enrique en tono conciliador–cada uno lleva la vida que le parece.
–¡Hombre! Yo creo que esto es cosa de mujeres –dice José Manuel y a la vista de la cara de su hermano añade–. No quiero decir que yo me quiera desentender. Habrá que meter una criada fija y yo pagaré lo que haya que pagar, como si es todo, pero la responsabilidad de controlar a la señora tendrá que ser de una de vuestras mujeres.
Creo que es lo mejor.
–No es tan sencillo como tú crees. No creo que Cristina lo acepte. Ésa no es la solución –comenta Mariano.
–Pues podríamos meterla en una residencia –sugiere José Manuel mientras observa la cara de sus hermanos–. Buena… la mejor. Se paga lo que haya que pagar.
–No es mala idea –se apresura a afirmar Mariano– son sitios especializados que tienen todos los servicios y la verdad es que las personas mayores están mejor ahí que solas en su casa aunque sea con una sirvienta fija.
–No me parece bien –dice Enrique con rostro severo–. Mamá se sacrificó mucho por nosotros y no se lo merece.
–¿Entonces qué? –José Manuel sostiene la mirada a sus hermanos.
–Mejor lo consultamos con la almohada y con la parienta y dejamos la decisión para el próximo domingo –opina Enrique para salir del atolladero.
–Me parece una buena idea –se apresura a confirmar José Manuel–. Nos lo pensamos y volvemos a tratar de ello el próximo domingo.
Dan por zanjada la cuestión y continúan hablando de los partidos de la jornada.

Mariano, después de tomar unos vinos con los amigos, llega a su casa un poco taciturno, duda de si comentar con Cristina el asunto. Sabe de antemano la respuesta y le va a dar a su mujer la oportunidad de vapulearlo como hace casi siempre.
Cuando tenía veinticuatro años se casó con la hija del director de la inmobiliaria en la que trabajaba. A Emilia le gustó su futura nuera aunque no era precisamente simpática con ella, pero le pareció un buen partido para su hijo y no puso ningún inconveniente.
Mientras cenan permanece callado. No es nada nuevo. Hace mucho que Cristina y él hablan poco y casi siempre para discutir.
Cuando están en el cuarto de baño lavándose los dientes antes de acostarse se decide:
–Hoy estuve hablando con mis hermanos de la situación de mi madre –se queda callado mientras echa la pasta de dientes en el cepillo.
–¿Y?
Se cepilla los dientes y se enjuaga la boca con cierta parsimonia.
–Nada, que la mujer ya no puede vivir sola, necesita que alguien se ocupe de ella.
–Pues meted una o dos personas que se encarguen. Es fácil.
–No es tan fácil, es preciso que alguien controle el asunto. No puedes dejar a una persona tan mayor en manos de un extraño.
–¿Y qué? Habla claro.
–Supongo que tú no quieres ayudar, ¿no?
–¿Cuándo ha hecho tu madre algo por mí? ¡No faltaba más! –dice mientras se seca después de lavarse–.Ya sabes que nunca nos hemos caído bien. Ha sido una suegra bien antipática. Jamás nos ha dicho: “Me quedo con los niños para que vayáis al cine” o cosas así, más bien se apuntaba ella a todos los jolgorios.
–En eso tienes razón, pero está muy mayor. Da pena.
–¡Pues encárgate tú! ¿No eres su hijo? ¿Por qué tengo que ser yo? –se va poniendo el camisón–. ¿Quién cuidó a mi padre? ¿Fuiste tú? ¿O fue tu madre? No me echó una mano aunque ya estaba jubilada. No se quedó con los niños ni un solo día cuando tenía que ir con mi padre a la quimio.
Mariano calla, se mete en su cama y adopta la posición de dormir.
Cristina se mete en la suya.
–No me hagas recordar cosas. Tú le debías mucho más mi padre que yo a tu madre. Al fin y al cabo fue el que te puso donde estás y te ayudó en numerosas ocasiones a salir de algunos líos –se acomoda en la cama–. Y, ¿qué hiciste?, ¿en qué me ayudaste? En nada.
Mariano sigue inmóvil.
–A tu madre le ha importado un pepino los apuros que yo he pasado teniendo que trabajar cuando los niños eran pequeños o con la enfermedad de mi padre. Ahora que tengo un poco de desahogo porque ya son mayores no me faltaba más que comprometerme en semejante cuestión. ¿No tiene tres hermosos hijos de los que está tan orgullosa? Solo faltaba que ahora echase mano de sus nueras a las que siempre a menospreciado y, si me apuras, maltratado.
Cristina ajusta la almohada a sus necesidades.
–¡No, hijo, no! Tú eres su hijo, hazlo tú que dispones de más tiempo que yo, porque… ¡no me faltaría más! Trabajamos las mismas horas en la agencia, tú en casa no haces nada y todavía pretendes que me encargue de tu madre. Ni lo sueñes.
José Manuel no contestó. Se hizo el dormido. Cristina se dispuso a dormir.

Enrique llegó a casa pronto y encontró a su mujer haciendo la cena. Se sentó en la cocina, con la silla apoyada en la pared y el codo derecho sobre la mesa.
–Estuve viendo a mamá, está mal.
–Eso no es nada nuevo.
–Ya, pero cada día controla menos. Creemos que ya no puede vivir sola. La asistenta que tiene es insuficiente –mientras habla come una croqueta de las que su mujer tenía preparadas encima de la mesa.
–Es lo mismo que cuando lo de mi madre. Tuvimos que turnarnos mis hermanas y yo para atenderla. Pero, eso sí, se murió en su casa y en su cama, como ella quería.
–Pues ése es el caso –pica otra croqueta.
–¿Qué pasa?, ¿no vas a dejar nada para cenar?
–Perdona. Ya lo dejo.
–Ya casi está, voy a poner la mesa.
Levanta los brazos mientras ella pone el mantel.
–Habrá que hacer algo. A casa no la podemos traer; no hay sitio. He pensado que tú podrías pasarte por allí todos los días para controlar un poco, ¿qué te parece?
–¡Si eso es lo que tú quieres! Al fin y al cabo es lo que he venido haciendo en los últimos años sin que nadie me lo pidiera. Pero quiero que quede algo claro: porque es mi obligación, pero ya sabes que tu madre nunca me ha tratado bien –se dirige a por los platos y la cubertería–. Ya sé que lo tengo que hacer y lo haré, pero no me hace ninguna gracia.
–Ya sabes que siempre te di la razón…
Cuando Enrique le dijo a su madre que se iba a casar, ella montó en cólera.
–¿Cómo que te quieres casar?
–Sí, mamá, ya llevo seis años cortejando con Visi. Lo sabes muy bien. Ya tengo un puesto de trabajo fijo en el banco. Ha llegado el momento, ¿para qué esperar?
–¡Muy bonito! Toda la vida trabajando para vosotros y ahora que estamos mejor, gracias a tu sueldo, me dices que te vas a casar –bajó la mirada hacia los calcetines que estaba repasando– además, ¿quién es esa chica?, ¿sabes bien dónde te vas a meter?
–No me vengas con ésas, sabes muy bien quién es, te la he presentado.
Emilia dejó la labor y miró a su hijo.
–¡Es que tú eres tonto! A mí me ha dicho gente de mi confianza que esa chica no es trigo limpio. Además su padre es un impresentable y su familia un desastre.
–¿Quién te ha dicho semejantes barbaridades? Su padre es un obrero, un trabajador que ha sacado adelante a su familia. Es verdad que bebe más de la cuenta, como tantos miles de hombres en este país.
–¡Tú qué sabes! Lo que te ha contado ella, ¡claro! Investiga, verás como te digo la verdad. Me han dicho con nombres y apellidos los hombres con los que estuvo liada.
–¡Pero si está conmigo desde que tiene dieciséis años! ¡Anda que no fue precoz! Mira no voy a seguir discutiendo esto contigo, me voy a casar y eso no tiene remedio. Me da lo mismo lo que digas tú y esas amistades tan generosas y bienintencionadas que tienes.
Emilia volvió a su labor y su hijo se quedó sentado sin decir más. Cuando volvió a levantar la vista tenía los ojos llenos de lágrimas.
–¿Y yo qué?, ¿yo no tengo derecho a nada?, ¿ahora resulta que me voy a quedar sola después de haber luchado tanto? No es justo. No me esperaba esto de vosotros.
–Eso no quiere decir que te vayas a quedar sola. Yo no me voy a ninguna parte, te vendré a ver y si quieres comeremos contigo siempre que a ti te apetezca.
–Eso es lo que dices ahora. Luego será otra cosa... en fin. Vamos a comer que ya está la comida.
Comieron casi en silencio sin volver a sacar el tema. Ambos estaban pensativos y serios.
A Enrique no le cayó en saco roto el disgusto de su madre y, como eran tiempos difíciles, convenció a Visi de que lo mejor era quedarse a vivir con su madre, porque así no tendrían que pagar renta y podrían ahorrar para comprar un piso.
Visi era fácil de convencer. Estaba totalmente enamorada de Enrique y dispuesta a supeditarse en todo a él. No puso ninguna objeción. Es más, hasta imaginó con ilusión la convivencia con su suegra.
Pero la realidad fue desastrosa. Emilia no perdía la ocasión de zaherir e insultar a su nuera que no sabía defenderse de sus ataques por su timidez natural.
Durante mucho tiempo le ocultó a Enrique la realidad de su relación con Emilia. Pero cuando nació su primer hijo, dos años después de su boda, la situación se hizo insostenible. Para Emilia nada de lo que hacía Visi estaba bien hecho. Todo estaba mal. Visi era una ignorante que no sabía nada de nada.
No era cierto, Visi era la segunda de ocho hermanos y sabía muy bien cómo cuidar a un niño, no en vano había cuidado a sus dos últimos hermanos. Tenía sus propias ideas al respecto y en esto no estaba dispuesta a ceder.
Enrique empezó a darse cuenta de la tensión que existía entre su mujer y su madre y en numerosas ocasiones reprendió a su madre, pero eso solo servía para que Emilia fuera más incisiva con Visi. Hasta empezó a decirle que “cuando el río suena agua lleva” y otras alusiones a su decencia.
Al cabo de tres años y medio, y con hijo y medio, decidieron alquilar un piso e irse a vivir solos, pero ya era tarde, los resentimientos mutuos eran muy profundos y difíciles de olvidar.
A partir de aquel momento las relaciones entre suegra y nuera fueron convencionales. Visi la trataba con respeto pero con distancia.
–Ya está, cuando quieras cenamos –anunció Visi volviendo a la realidad.
–¡Pues no se hable más!, vamos a dar cuenta de esa estupenda cena que has hecho.

Al domingo siguiente se vuelven a reunir los tres hermanos.
–Hoy tengo mucha prisa –anuncia José Manuel–. Lo he pensado mucho y creo que lo mejor es la residencia. Me he estado enterando y hay una que ofrece todo tipo de servicios y garantías.
–Estoy de acuerdo contigo –dice Mariano– es lo más razonable.
– Pues yo no. No mientras yo viva –afirma Enrique con voz severa.
Los dos hermanos menores se echan una mirada interrogante y el primero en hablar es José Manuel
–Si es algo personal no hay nada que decir. Yo no tengo ningún inconveniente en que tú te encargues de ella. Más bien todo lo contrario, me quitas un peso de encima.
–Yo tampoco –afirma Mariano– si es algo personal… cuenta conmigo si necesitas dinero o algo así.
–Desde luego –dice José Manuel– cuenta con nosotros, por dinero que no quede.

viernes, 14 de mayo de 2010

LA NOVIA

–¡Qué cabrón!
–El que sabe, sabe. Pura envidia.
–¿Cuantos años tiene Alonso?
–Cuarenta y dos.
–¿Y la chica? Quiero decir la novia, no me acuerdo como se llama.
– Verónica. Va a cumplir veinte.
–¡Que cabrón! ¡Está como un queso!
Todos se ríen sin disimulos.
–Tened cuidado que estos son el hermano de la novia y la hermana del novio.
–Por mí podéis decir lo que queráis –dijo Paula esbozando una sonrisa– Alonso es muy dueño de vivir su vida. A mí me parece estupendo, en esto del amor no creo en las edades.
Paula era una mujer de treinta y muchos, de estatura mediana y bien formada. Tenía unos inmensos ojos azules, nariz prominente y labios finos. No es que fuera guapa, pero se arreglaba mucho y resultaba llamativa. Además vestía sexy. A ella le gustaba lucir sus abundantes curvas con ropa muy actual y un poco ajustada.
–¿Tú qué opinas? –uno de los comensales se dirigió a José Luis, el hermano de la novia.
–¿Yo...? No tengo nada que opinar. Parece que se llevan bien.
José Luis estaba deslumbrado por Paula. Nunca había conocido a una mujer tan vital y con tanto desparpajo. Se la presentó su hermana en una comida familiar. Estaba deseando volver a verla y le sugirió a Vero que lo pusiera en la misma mesa que a ella.
No pudo entablar una conversación personal con ella. Era la única mujer de la masa y todos la solicitaban para reír sus chistes o comentar algo de la fiesta o de los invitados.
Quería invitarla a bailar pero otros dos se le adelantaron. ¡Cómo bailaba!, era la admiración de los todos .
Por fin le tocó su turno.
–Yo no sé bailar, a lo agarrao y gracias.
–¿No te gustan los ritmos de ahora? La salsa, la bachata… ¡Si eres un crío!
–No tanto. Voy a cumplir veinticuatro.
–¡Un crío! ¿No sales de marcha?
–No tengo tiempo. Estoy estudiando “minas” y quiero sacarlo año a año. No queda más remedio que sacrificarse.
–¿Ingeniero de minas?
–Sí, eso quise decir.
–Pero siempre hay tiempo para todo. ¿Es que no te gusta?
–Sí. Sí, me gusta…
–No lo creo. Yo llevo el restaurante y salgo un montón. Y que conste que es un negocio difícil y muy sacrificado.
–A lo mejor no me gusta tanto como a ti. Es que eres la pera. ¡Qué energía tienes!
–Hay que vivir. ¡Diez años casada con un muermo! Y, además, estérilMe tengo que resarcir.
José Luis, a pesar de su timidez, se las arregló para copar a Paula y ella parecía que se encontraba a gusto con él.
Llegó la hora de las despedidas.
–¿Podría verte otra vez?
–Me verás muchas veces. Ahora somos parientes.
–Quiero decir que si podríamos quedar para salir.
–¡Qué cosas tienes! ¿No ves que soy mucho mayor que tú? ¡Si eres casi un niño!
–No vuelvas a lo mismo. Lo he pasado estupendo. Me gustas.
–Yo también lo he pasado muy bien. Eres un chico encantador… Bueno, ¡qué caray!, pásate cuando quieras por el restaurante. No pasa nada por salir por ahí. Lo vas a pasar pipa, voy ha enseñarte a vivir la noche.
Se pasó por el restaurante al día siguiente y al otro, y al otro. Sin darse cuenta empezaron a salir juntos y unos meses después estaban locamente enamorados.
Para ella fue un descubrimiento doloroso.
"¿Cuántos años le llevo? ¿Trece o catorce? Ésa es la triste realidad. Pero no hay remedio, me he enamorado y de eso no hay ninguna duda. ¡Tampoco se nota tanto la diferencia de edad! ¡Él es tan serio! Además, se ha dejado la barba y parece más mayor…"
Ella empezó a vestir con más discreción, no quería llamar la atención. Cada vez salían menos. Muchas noches se quedaban en casa de Paula a pasar la velada.
–Es como si nos escondiéramos.
–No tenemos por qué escondernos.
–Eso te parece a ti. Creo que todo el mundo piensa que soy una pervertidora de menores.
–Yo no soy ningún menor. ¡Mira que dices bobadas!
–¡Si te contara lo que dijo mi madre! ¡Hasta mi hermano se atrevió a recriminarme! Imagínate los demás.
–Pues tiene mucha cara, le lleva muchos más años a Verónica.
–Sí, pero él dice que es distinto. Y, no es que esté de acuerdo, ¡ni mucho menos!, pero hay que rendirse a la evidencia. Las cosas son así.
–¡Casémonos!
–Ahora el que dice tonterías eres tú. ¿Cómo nos vamos a casar?
–¿No tienes ya el divorcio?
–Sí, pero no es eso.
–¿Entonces qué? ¿Quieres que lo dejemos? ¿Es eso?
–No. Bien sabes que no. No te dejaría por nada del mundo. ¡Cómo no me dejes tú a mí!
–Entonces tiene todo el sentido. Queremos estar juntos para el resto de nuestros días y casi vivo en tu casa. Hablarán al principio, pero luego nos dejarán en paz.
–Pero tú eres muy joven. Tienes toda la vida por delante. Quizás con los años te puedes cansar de mí y buscar otra más joven.
–O eres tú la que se cansa de mí.
–No sé. A lo mejor tienes razón y nos dejan en paz. Pero no, todavía estás estudiando.
–Para mí, tú eres más importante que todo lo demás. Me pongo a trabajar.
–No quería decir eso. Yo gano de sobra, podrías acabar de estudiar sin problemas.
–Dirán que soy un mantenido. Pero… ¿qué nos importa?
–Tienes razón. Es posible que sea lo más acertado. Pero si algún día te gusta otra más joven me lo dices sin reservas.
–Sí, mujer, no te preocupes que te lo digo.
La decisión estaba tomada. Empezaron a preparar los papeles y llegó la hora de decírselo a la familia.
–¡No lo puedo creer! –afirmó la madre de Paula–. ¿Cómo puedes estar tan loca? Eso no puede salir bien.
–No me importa. Tampoco salió bien lo de Isidro y te pareció el marido ideal. Y ni tan siquiera pude tener hijos.
–Si no trabaja ni nada.
–Trabajo yo y gano más que suficiente. Cuando acabe los estudios ya trabajará.
–Yo creo… –comenzó a argumentar Alonso.
–Lo que tú creas, o lo que creáis todos me importa un rábano.
José Luis no les dijo a sus padres nada sobre los años de Paula.
–Pero, ¿cómo vas a casarte antes de acabar la carrera? –preguntó su madre.
– No os preocupéis, acabaré la carrera.
–¿De qué vais a vivir? – preguntó su padre.
–Eso tampoco es un problema. Paula tiene un restaurante.
–¿Qué?, ¿qué vas a vivir de ella?
–No, sólo hasta que acabe se estudiar.
–¡Pues vaya un plan! ¿No podéis esperar? ¿Es que está embarazada?
–No, mamá. No está embarazada. Nos queremos y no hay por qué esperar.
–Sí, comprendo que a ella le corra prisa porque ya tiene sus años, ¿cuántos?
–Nunca se lo he preguntado.
–Verónica nos dijo que era una chica mayor.
–Ella qué sabe.
–¡Allá tú! Pero, sinceramente, creo que estás cometiendo un error. Lo que tenías que hacer es acabar la carrera y buscarte una chica de tu edad.
–Tengo la mujer que quiero. ¿Le dijisteis lo mismo a Verónica cuando se casó con Alonso?
–Es distinto. Alonso es un hombre hecho y derecho, con el porvenir resuelto. ¡No compares!
–¿Sí? Pues le lleva muchos más años.
–De sobra sabes que no es lo mismo. Eso tuyo no va a durar un suspiro. Además está divorciada, ¿no?
–También estaba divorciado Alonso. ¿A qué jugáis? No quiero volver a hablar de esto. Me voy a casar. Punto. Si queréis vais a la boda y si no queréis no vayáis.
–¡Qué disgusto! ¿No pensaréis en hacer una gran boda? En estas circunstancias, lo mejor es la discreción.
–Todo lo grande que nos sea posible. ¡Faltaría más!
Naturalmente que se casaron y por todo lo alto.

Once años después están celebrando el décimo cumpleaños de Luis Ángel, el hijo mayor de José Luis y Paula.
–¿Cómo es que no ha venido Alonso? –le pregunta Paula a Verónica.
–Es que nos vamos a divorciar.
–¿Que os vais a divorciar? ¿Qué ha pasado?
–Lo de siempre. Alonso hace su vida y anda con quien quiere.
–¿Estás segura?
–Además… yo he conocido a un chico. Lo ibas a saber de todas formas.
–Yo no sospechaba nada.
–¡Claro! Vosotros vivís en Babia. Todo el mundo lo sabe.
–Yo creía que os seguíais queriendo.
–¿Quién se sigue queriendo después de trece años?
–Mucha gente. Nosotros.
–Lo vuestro es algo increíble. Y eso que nadie daba un duro por vuestra relación.
–Es que yo tenía una época loca. ¡Como estaba recién divorciada!
–No, era la diferencia de edad.
–La falta de costumbre. En otros casos la diferencia era al revés y nadie decía nada, e incluso se celebraba como una machada del tío.
–Lo vuestro fue diferente desde el principio.
–No lo creas. Lo pasé muy mal. Durante muchos años estuve preocupada por parecer más joven, para que no se notara. Echar un kilo de más era una tragedia. Las primeras canas me costaron lágrimas. Usaba todos los potingues del mercado para retardar la aparición de las arrugas. No es qué José Luis me dijera nada. Me quiere y yo lo sé. Eran los demás: mis suegros, los amigos, los compañeros de Jose.
–Pues... ¡dais una envidia!
–Ahora ya lo he superado. Los demás me importan un pito. Cuando me casé pensé que lo tenía superado. ¡Pero ni hablar!
–No creo que Alonso tuviera esos problemas. Los tiene ahora que se tiñe las canas y lleva faja. Piensa que puede ligarse a otra de dieciocho… Yo creo que nunca me quiso. Sólo le gustaba mi juventud. Pero… ¡no se puede ser eternamente joven!
–Tienes razón, es cuestión de amor. Siempre lo dije, cuando es sincero no hay edades…

sábado, 8 de mayo de 2010

LA BUENA VIDA.

–¡Estoy embarazada!
–¿Tú crees?
–Estoy segura. Me haré la prueba, pero estoy segura. Ya te dije que este mes no me ha venido el periodo.
–Sí, pero has tenido retrasos otras veces.
–Pero esta vez es distinto, lo noto.
–¿Qué hacemos?
–Pues, tú verás, habrá que decirlo en casa.
–Eso supongo. Tendremos que casarnos.
–Está bien, pero sin rollos. Vamos al juzgado, firmamos y ya está.
–Sí, sin rollos. ¿Y cuando llegue el niño?
–Ya veremos.
Elena y Paco habían empezado juntos a estudiar medicina y desde el primer momento se enamoraron, en segundo ya eran novios y en tercero convivían en el mismo apartamento. Ya estaban en quinto.
La familia de Paco vivía en La Coruña. Su padre era militar y, ya se sabe, mucho aparentar y poca “plata”. Además tenía otros dos hermanos, uno en la universidad y otro a punto de empezar. Cuando Paco contó a sus padres lo que ocurría, le dijeron que mejor se lo hubiera pensado bien antes de andar haciendo el tonto.
Ella era hija de unos labradores, ni pobres ni ricos, ganaban lo suficiente para dar estudios universitarios a ella y a su hermana. En cuanto se enteraron, pusieron a su disposición todo lo que tenían.
Después de dar a luz se fueron unos días a casa de los padres de Elena.
–En cuanto estés repuesta, nos vamos a Santiago. No podemos perder tantas clases.
–Tendrás que irte tú. Y mañana mismo.
–No. Podemos arreglarnos.
–No podemos. Es mucho gasto. ¿De dónde vamos a sacar el dinero? Está la renta, los gastos de la casa, los gastos de la niña, que son muchos. Mis padres no pueden con tanto. Lo sé. Además, yo no podría ir a clase: ¿con quién iba a dejar a la niña?
–Podemos turnarnos.
–Eso no es posible, ¿cómo iba a darle el pecho? Ahora lo primero es ella. Tendrás que irte solo a Santiago y ya veremos. Haré lo que pueda. Y si pierdo este curso, lo perdí. No pasa nada, ya seguiré.
Paco terminó los estudios y pidió una beca para hacer la especialidad en Alemania. Quería ser radiólogo y allí estaban los mejores especialistas. Elena quedó colgada con tres asignaturas que sacó en septiembre.
Paco se apuntó para hacer sustituciones de medicina general pero no lo llamaron, así que seguían en la casa de los padres de Elena sin poder independizarse.
A primeros de octubre llegó la buena noticia.
–Me han concedido la beca.
–¡Estupendo!
–Claro que no es mucho dinero –se quedó pensativo–. Tendré que renunciar. No me daría ni para vivir en Alemania yo solo.
–¡No digas tonterías! ¡Cómo vas a renunciar! Es lo que siempre has deseado. Además, es el mejor camino para empezar a trabajar lo más rápido posible.
–Eso es verdad. Pero no nos da para vivir.
–Tú te vas a Alemania y yo me quedo aquí. No hay problema. Tenemos que sacrificarnos un poco si queremos conseguir algo. Las cosas son así. Medicina no es ingeniería, sabíamos que lleva su tiempo. Además, tengo una noticia para ti. No quería decírtelo para no preocuparte, creo que estoy embarazada de nuevo.

Paco se fue solo. Después de dos años volvió definitivamente a España y se dispuso a preparar el MIR. Otra vez a estudiar, aunque combinaba el estudio con un puesto de radiólogo en una clínica de una mutua de seguros.
Pronto se independizaron, alquilaron una casa en la ciudad y, sin lujos, desde luego, comenzaron su auténtica vida de familia.
Al cabo de ocho años ya era radiólogo en la residencia del Insalud, propietario de una clínica, padre de tres hijos y hasta tenían servicio doméstico.
–Ahora que Quique empieza al colegio voy a terminar la carrera.
–¿A estas alturas?
–Hace años que quiero hacerlo, ya lo sabes.
–Sí, pero ya no lo necesitamos.
–No es cuestión de necesidad económica, es algo personal.
–¿Y qué va a pasar con todo, la casa, los niños?
–¿Qué va a pasar? Nada. Yo iré a clase mientras los niños están en el cole y está Edelmira por si algún día no puedo ir a recogerlos.
Elena se puso las pilas y acabó las cinco asignaturas que le quedaban. Siempre había querido ser pediatra y pronto le surgió la oportunidad de hacer un curso en Estados Unidos.



Elena “ha invitado” a cenar a Paco en el restaurante que más les gusta y, después de haber bebido un buen vino de la tierra y un chupito de aguardiente de hierbas, están muy alegres y comunicativos.
Tiene treinta y tantos años espléndidos. Alta, delgada, de ojos color miel y una sempiterna sonrisa acariciadora. Nunca se arregla en exceso, pero aquel día se ha esmerado en estar guapa.
–¿Me vas a decir qué es lo que celebramos? ¿Estás otra vez embarazada? –pregunta Paco con una abierta sonrisa–. ¡Venga! Me parece estupendo, ya sabes que siempre me gustaron las familias numerosas.
–No, no es eso.
–¿Entonces?
–Celebramos que me ha salido la oportunidad de realizar la especialidad de pediatría en Estados Unidos. Ya sabes lo que me apetece. ¡Estoy encantada!
A Paco se le hiela la sonrisa. No contaba con ello. Se siente muy incómodo.
–Comprendo que te haga ilusión, pero las cosas no son tan sencillas. Están los niños…
–He pensado que podrías pedir seis meses de excedencia en el Insalud, o dejar la dirección de la clínica a tu ayudante. Los niños pueden comer en el colegio y Edelmira puede ir a buscarlos a la parada del autobús. Con que estés en casa a partir de las cinco todo resuelto.
–No sé.
–Te vendrá bien hacer de padre una temporada y encargarte de los niños. Controlar los deberes que tienen, lo que ven en la tele, ir a los entrenamientos y todas esas cosas. La verdad es que no los ves lo suficiente y te necesitan tanto como a mí.
–Ya. Tú todo lo ves muy sencillo, pero no es así. Tengo compromisos profesionales ineludibles.
–Paco, no hay nada ineludible –lo interrumpe menos sonriente.
–Sí que hay y, además, con lo que yo gano vivimos más que bien. ¿Cómo es posible que te plantees dejarlo todo sin ninguna necesidad? ¿Es un caprichito de mujer insatisfecha? ¿Es que estás frustrada? No sé qué pensar.
–¡Hombre, Paco! Me parece mal que a estas alturas me salgas con ésas. Tú sabes muy bien que sacrifiqué mi carrera durante mucho tiempo para que tú te situases –argumenta mostrando una cierta inquietud.
–Sí, pero también es cierto que yo trabajo para que vivas como una reina. ¿No me dirás que te matas trabajando? ¡No, claro! Y ahora que tan bien nos va dices que quieres cambiar las cosas –las palabras le salen a borbotones, se nota que está nervioso.
–¡Vale! No sigas. Me dediqué a los chiquillos y a la casa porque era necesario, porque no había más remedio. Pero ahora el pedir unos meses de excedencia no va a perjudicarte en nada y yo necesito hacer las cosas bien, como las has podido hacer tú. En ningún momento se me ha ocurrido imaginar que te opondrías, no es lógico, no tiene sentido –se le empiezan a escapar las lágrimas sin poder evitarlo.
–Ya, Elena, pero, ¿para qué?, ¿para qué quieres hacer un máster?, ¿o es que luego quieres hacer el MIR y ponerte a trabajar todo el día?, ¿y la familia qué?, ¿no te importa nada?, se me vienen mil cuestiones a la mente. Todo esto me parece una locura, ¿no estamos bien como estamos?, ¿no hemos sido felices?, no puedo comprenderlo.
–Pues está bien claro, esto de ser ama de casa pura y dura no va conmigo. Lo he hecho durante estos años porque no quedaba otro remedio, pero ahora he acabado la carrera y quiero trabajar. ¡Naturalmente que quiero trabajar! Lo sabes de siempre, desde que empezamos la carrera. Incluso yo tenía más claro lo que quería que tú. Creí que te alegrarías por mí. No esperaba esto…, de verdad.
–Claro que me alegro. No es que no me alegre, pero, ¡compréndelo!, primero está la familia y luego lo que cada uno quiere.
–Pues por eso mismo pensé que seis meses de excedencia te vendrían muy bien, a ti y a los niños –se para un momento y lo mira sonriendo–. Y, además, entre que hago el MIR y llegue a conseguir un trabajo en serio los niños ya no nos necesitarán tanto y creo que entre tú y yo podríamos organizarnos para que tengan la atención que precisan en cada momento.
–Es que eres una ilusa. Lo ves todo muy sencillo, pero no es así. Yo, entre el trabajo y la clínica, casi no tengo tiempo para nada.
–Pues si llega el caso dejas una de las dos cosas.
–¡Qué bobadas dices! Y luego cuando los chicos se vayan de casa yo me he quedado atrofiado para el resto de mi vida. Esto es así, ya lo sabes, si lo dejas no es fácil retomarlo después.
–¡Claro! Y lo que tú quieres es que yo me quede atrofiada para toda la vida. ¿Qué haré yo cuando los chicos se vayan y me quede sola con un marido que no para en casa porque está todo el día trabajando?
–Pues no sé. Las mujeres siempre tenéis cosas con las que entreteneros. Yo creía que ése era el ideal de cualquier mujer. Tener muchachas que te lo hagan todo y no hacer nada.
–A ti estos años te ha vuelto “majara”. Tú estás chiflado. ¿Cuándo me has oído decir a mí que ése fuera mi ideal?
–No sé. Las personas cambian con la edad. Yo te he visto muy a gusto.
–Estoy decidida. Voy a ir a Estados Unidos y luego pienso trabajar. Tendremos que organizarnos.
–Bien. Tú decides, pero que quede claro que no sé qué será de nuestro matrimonio ni de nuestra familia porque yo no pienso coger ninguna excedencia ni mucho menos renunciar a nada por un caprichito de la señora.
–¿Es que me quieres hacer elegir entre tú y mi profesión?
Paco no contesta.
–¿Es que los niños no son tus hijos? ¿Pretendes que sólo sean cosa mía?
Paco sigue callado.
–No puedo creer lo que me está pasando. No eres el mismo. Los dos hemos crecido juntos, al menos en el plano intelectual, siempre creí que eras un hombre progresista, sin prejuicios machistas. Llega el camarero con la factura. Paco saca la tarjeta y esperan en silencio a que le traigan el ticket. Firma y deja una buena propina. Se levantan y salen del restaurante en silencio. Parece que ya no tienen nada que decirse.

martes, 27 de abril de 2010

LA JUBILACIÓN.

–¡Al fin!
–Ya puedes hacer lo que quieras.
–No creas. Estaba muy cansado.
–Lo peor eran los turnos.
–Nunca te acostumbras. ¡Casi cuarenta años! Turno de mañana, turno de tarde, turno de noche…
–Y que lo digas.
–Ha sido una vida perra.
–Tampoco es para tanto, hemos vivido bien.
–¿Sí? ¡Habrás vivido bien tú! ¿Cuándo hemos podido tener amigos para salir? Nadie ha soportado nuestros horarios. Lo de los turnos no es vida. Ahora empiezo a vivir.
–¿A qué vas a dedicarte?
–A descansar. Me parece mentira tener todo el tiempo para mí.
–Para ti y para mí. Ahora podremos hacer más cosas juntos.
–¿Cómo qué?
–Como ir a una clase de baile, por ejemplo.
–¡En eso estaba pensando yo! ¡Tengo unas ganas locas! Si quieres hacer el tonto vete tú, conmigo no cuentes. Me voy a dedicar a mí mismo. A todo lo que me gusta.
–Haz lo que quieras.


Pasados unos meses.

–Se me está haciendo tarde –le dice Lidia a su hija–. Tengo que hacer la comida – mira el reloj–. ¡Fíjate, qué tardísimo!
–Pero, ¡si papá está jubilado!
–Sí, pero él no hace nada. Cuando yo llegue estará leyendo, sentado en la butaca, esperándome para que haga la comida, ponga la mesa...
–¡Pues ya le vale! Me extraña que lo consientas.
–Eso no me importa nada. Lo peor es que ya no tengo tiempo para mí misma. Antes, con eso de los turnos, me adaptaba a sus horarios y cuando él no estaba hacía montones de cosas que no le gustan: ir de compras, al teatro, a la peluquería, a tomar un café con las amigas… Tú lo sabes bien. Ahora ya no puedo hacer nada, porque, como no está acostumbrado a que yo no esté en casa, se molesta cada vez que salgo a cualquier cosa.
–Eso es para ti. Yo no lo aguantaría.
–¡Hombre! Hay que comprender: él ha trabajado a turnos toda la vida. Se merece un descanso.
–Y ¿tú?
–¿Yo?, ¿qué?
–¿Cuánto has trabajado tú? Ahí es nada: criar cuatro hijos, atender a la abuela y luego a los abuelos.
–Y también trabajé dando clases de corte y confección antes de que cayera enferma mi suegra, ¿no te acuerdas?
–¡Era un milagro! ¿Cómo podías sacar tiempo para tanto? Yo no sería capaz.
–Lo harías, solo es cuestión de que lo necesites. Y te dejo… tengo prisa.
Durante el trayecto va rumiando la conversación con su hija. Cuando llega a casa, más tarde de lo normal, lo encuentra leyendo el periódico en el sillón.
–No he podido acabar antes. Marián llegó un poco tarde y no iba a dejar a la niña sola. ¿No podrías haberte molestado en sacar del congelador algo para comer?
Abel la mira atónito sin decir nada.
–¿No crees que podrías haber puesto la mesa por lo menos? –pregunta de forma retórica.
–No, a mí me pagan por no hacer nada. Eso es estar jubilado. Además, ¿quién hace todos los arreglos? Si no fuera por mí no funcionaría ya ni un enchufe. ¿Y qué me dices de todo lo demás? Las puertas… los grifos…
–A mí ese reparto no me parece nada justo. Se supone que mis obligaciones son cotidianas y lo que tú haces es esporádico y sólo ocurre de tarde en tarde.
–¡Déjame en paz! Tú cumple con tus obligaciones que yo cumpliré con las mías.
–¿Y cuáles son mis obligaciones?
–Las de siempre. ¿Ahora te enteras?
–¿Y las tuyas?
–Las mías eran trabajar y traer el dinero a casa.
–Sí, pero como ya no trabajas, por lo que se ve, ya no tienes obligaciones.
–Sigo trayendo el dinero a casa.
–Y yo, ¿cuándo me jubilo?
–Puestos a decir tonterías eres el ama.
–¿Por qué es una tontería? Ahora que ya no trabajas podrías ayudar algo…
–Ya te lo dije, ¿estás sorda? Hago un montón de chapuzas.
–No me parece justo. Yo también quiero jubilarme.
–Pues escribe a Zapatero.
Llaman al teléfono.
–¿No puedes coger ni el teléfono?
–Será para ti.
–Pero… ¿no ves que estoy haciendo la comida?
–Ya volverán a llamar. No te preocupes. Será uno de tus “cariños”, no sabía que tenías tantos.
Efectivamente, un minuto después vuelven a llamar.
–¡Dígame!
– Soy Emilina.
–¡Hola, cariño!
–Otro cariño –dice en voz alta Abel–. Ya te lo decía yo.
–Como últimamente no se te ve el pelo…
–Ya sabes –baja la voz–. Estoy secuestrada.
–¡Dilo en broma!
–No. Si lo digo en serio.
–Viene Lola Herrera, ¿vamos?
– No sé si podré ir. Ya sabes que no le gusta el teatro… y mucho menos que salga por ahí.
–Siempre hemos ido.
–Cuando coincidía con sus turnos.
–Tú verás.
–¡Qué coño! Saca las entradas. ¡No le gusta nada!
Lidia fue al teatro y al día siguiente tuvieron una bronca monumental.
–¿A qué hora llegaste ayer?, pasaban de las doce.
–¡Claro! La función era de ocho a diez. Al salir fuimos a tomar un café y luego tuve que llevar a mi amiga a su casa.
–¡Qué dirán los vecinos! ¡Una mujer casada por ahí a las tantas!
–¿Las doce no son las tantas? Además no vienes porque no quieres.
–No me gusta el teatro.
–No te gusta nada.
–No es verdad. Me gustan muchísimas cosas. Conozco a pocos que tengan tantas aficiones como yo.
–Sí, pero aficiones de ermitaño. A mí me gusta la gente. Yo soy un ser social.
–Yo también. ¡Anda que en mi trabajo!
–Sí, pero ya no trabajas…
–Por eso.
–Para mí, jubilarse es alcanzar la tercera juventud. Puedes emprender una nueva vida: apuntarte a una asociación de jubilados y participar en algunas de sus actividades; hacerte voluntario de una ONG, ir a una clase de pintura; asistir a conferencias, exposiciones, conciertos, viajar cundo los demás no pueden… y un montón de cosas más. Si yo me jubilara es lo que haría.
–Tú porque nunca has trabajado. Lo que quiere uno, después de “currar” toda la vida, es descansar. No hacer nada.
–No es verdad. Otros jubilados salen, juegan la partida, viajan… a montones. Nosotros ya no tenemos hijos en casa ni obligaciones de ningún tipo. ¡Bastante pasamos con tu madre y con mis padres! Si no disfrutamos ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer?
–Yo disfruto muchísimo. No sé tú. Hay personas que no saben divertirse si no es con gente.
–Vamos a dejarlo…

Lidia se ha apuntado a natación.
–Voy a ir a la piscina. El médico me ha dicho que es lo mejor para la osteoporosis.
–¡Para lo que vas a durar!
–¿Qué crees? ¿Qué porque tú fuiste a un gimnasio y solo aguantaste tres días yo voy a hacer lo mismo?
–No. Tú eres muy deportista... ¡Ja! Lo has sido siempre.
–Si es bueno para mi salud, iré. No lo dudes.
Y fue. Y duró.
Allí conoció a unas chicas veinte años más jóvenes.
–¿Tomas un café? –le dice una de ellas.
–Pues sí, encantada.
–Nosotras lo hacemos siempre, charlamos un rato antes de empezar con todo.
–Me llamo Lidia, os agradezco la invitación, sois mucho más jóvenes que yo.
–¡Qué cosas tienes! Todas somos compañeras. La edad es lo de menos. Somos Nuria, Raquel y Conchi.
–Encantada. Y… bueno… yo ya soy abuela.
–Pero una abuela atómica. Se ve que tienes mucha vitalidad –dice Conchi.
–Eso es verdad. Lo que pasa es que desde que mi marido se jubiló no hago casi nada. No quiere salir de casa.
–Pues que se quede él en casa.
–Estos hombres de mi generación son muy machistas. Creen que la mujer tiene que hacer lo que ellos quieren y si no sale uno a bronca diaria.
–Los tiempos han cambiado.
–Poco –apunta Raquel–. Ayer tuve una con Mino. Y todo porque le dije que iba a ir de comadres.
–Pues el mío es todo lo contrario. Me preguntó que si iba a ir y él mismo me animó –dijo Nuria–. Os lo digo de verdad. Lo que hay que hacer es pasar. Yo no discuto. Hago lo que creo que debo hacer y, aunque al principio protesta, acaba aceptándolo–. Toma un sorbo de café–. El caso es no abusar. Tampoco se trata de ir cada uno por un lado.
–Tienes razón. Hay que educarlos. ¿Por qué no podemos repartirnos de buen grado las faenas de la casa? ¿Por qué no puedo salir con mis amigas para ir a los sitios que me gustan sin que eso sea una tragedia? –se pregunta Raquel.
–Lo que yo os digo. Es cuestión de perseverancia y de no ceder.
Lidia está encantada con sus nuevas amigas. Sus conversaciones le hacen pensar y le abren nuevos horizontes.

Dos meses después le llega información para participar en unos cursos del Instituto de la Mujer para mayores de cincuenta y cinco años.
Se apunta a tres. Uno, denominado Movimiento saludable, es una alternativa a la gimnasia de mantenimiento adecuado a la edad de las participantes. Los otros dos son de tipo cultural. En total está ocupada los martes y jueves de nueve a diez y miércoles de cinco a siete.
Se siente estupendamente. Entabla una gran amistad con otras mujeres de su misma edad. Además de los cursos hacen excursiones, se reúnen para comer, van a exposiciones, a conferencias… charlan… cantan… bailan… Lo pasa estupendamente.
–Te pasas el día por ahí. En casa no haces nada –protesta Abel.
Lo hago todo, como siempre.
–¡Sabe dios! ¡Esto no puede seguir así!
–¿Qué quieres que haga?
–Estar en tu casa, como debe ser.
–¿Para qué? ¿Para que tú estés sentado en un sillón y yo en otro sin dirigirnos la palabra?
–En casa siempre hay algo que hacer.
–¿Es que tú haces mucho?
–Lo que tengo que hacer, no como tú.
–No te empeñes. No voy a dejarlo. Tú haz lo que quieras. Además, voy a apuntarme
a clase de baile. Es una forma divertida de hacer ejercicio, ¿quieres venir conmigo?
–Yo no necesito ir a ninguna clase de baile.
–¡Allá tú!
–Al paso que vas mejor que te quedes por ahí.
–Eres injusto. Desde el viernes después de la piscina hasta el lunes no me muevo de
casa. La piscina, la gimnasia y el baile es por cuestiones de salud, para hacer ejercicio. Y los cursos solo duran cuatro meses, estoy a punto de acabarlos por este año.
–¿Y las otras salidas? ¡Si no paras!
– En un año he ido a comer con las de la piscina dos veces y con mis viejas otras dos. ¡Ah! Y fui a una excursión y a dos exposiciones. ¿Eso es no parar?
–No paras.
Lidia se siente mucho mejor, incluso quiera más a Abel y su relación ha mejorado. Ella está menos a la que salta y él ha aceptado este nuevo estado de cosas con resignación y, en cierto sentido, hasta lo agradece porque discuten menos y cuando está con él es menos “agresiva”. Ésas son sus palabras exactamente porque, en todo esto, Abel siempre ha pensado que la culpa era de Lidia y sólo de ella.

jueves, 22 de abril de 2010

PERDER PARA GANAR.

–Mira, Loly, en ocasiones hay que perder para ganar. Te lo digo yo que lo he tenido que hacer muchísimas veces, más de lo que crees –afirma Adela con actitud conciliadora.
–¿Para ganar qué?
–Pues tranquilidad –se queda pensando y añade–. Para poder convivir.
–¡Hombre, Adela, no creo que ceder siempre sea ganar nada! Convivir significa eso: con-vivir, es decir, compartir, poner de parte y parte. Jose siempre quiere tener razón. Y en este caso no la tiene.
–No sé, yo en vuestros asuntos ni puedo ni debo meterme.
Adela se dirige a la cocina. Tendrá unos sesenta años pero es una mujer espléndida a pesar de la edad: alta, espigada, rubia con algunas canas. Tiene unos inmensos ojos azules, nariz pequeña y labios perfectamente delineados y carnosos. No lleva ningún maquillaje ni ornamento, es así de guapa al natural. Se adivina que en su juventud tuvo que ser una mujer impresionante.
–Voy a poner un café a ver si se calman los ánimos.
Loly la sigue hasta la cocina. Es menos guapa aunque no está mal. Va mucho más arreglada.
–Yo no puedo ser como tú. No veo bien esa sumisión.
–¡Claro!, porque tú has estudiado, tienes un buen trabajo y eres independiente –contesta Adela un poco picada– pero, ¿qué iba a hacer yo si no fuera así? Mira, cuando me casé con Herminio, él era mucho más que yo…
Su amiga le corta.
–¡Vaya bobada¡ Eras guapísima, una mujer despampanante. ¿Y él? Un hombre del montón. Y, además, ninguno de los dos teníais ni un duro.
–Sí, pero eso no cuenta. Él era de mejor familia y tenía estudios y yo no… Toda mi familia pensaba que había tenido mucha suerte y en cambio la madre de él nunca me aceptó porque siempre la parecí poca cosa para su hijo. Yo siempre he tenido complejo de inferioridad con él. Desde el principio todos me hicieron sentir que yo era menos.
–Bueno, en aquellos tiempos es posible que la gente pensara de esa forma. Pero afortunadamente, ya no es así.
–Para mí ya es tarde. En realidad soy feliz con la vida que llevo aunque a veces me revele por dentro. La verdad es que no sé si sabría defenderme yo sola. Ten en cuenta que nunca he decidido a dónde ir ni qué hacer, que nunca he manejado el dinero. Me casé con dieciocho años y, desde el principio, siempre me ha dicho lo que tenía que hacer y cómo comportarme.
–¡Jo, Adela, eso que estás diciendo es muy fuerte! No es que yo sea feminista, aunque Jose lo afirma. Pero, ¡chica!, ¿te llevas bien con Herminio a costa de renunciar a tu propia personalidad?
–Eso sí es verdad, me ha anulado totalmente y en ocasiones me siento muy mal. Sobre todo cuando me dice que la cabeza no me sirve para nada, que no pienso, porque pienso. Pero, si lo que yo digo no coincide con lo que él cree que debe ser, no sirve de nada, me dice que sólo digo tonterías.
–¿Cómo lo aguantas?
–¡Es tan buena persona! En muchas ocasiones pienso que es probable que yo esté equivocada. Él se preocupa por todo. Siempre trabajó como un negro para que no nos faltase de nada. Cuando la enfermedad de mi madre se portó de miedo, ¿cómo voy a enfadarme con él?
–Aun así.
–Tiene sus ideas. Es un machista, pero un machista bueno.
–No es cuestión de ser bueno ni malo. Es cuestión de respetar a los demás. Todos tenemos derecho a ser nosotros mismos, a ser independientes.
–Para decir la verdad tengo que reconocer que sí, que dependo de él para todo porque no he podido desarrollar nunca mi… no sé cómo decirlo… mi personalidad, bueno, no, no sé cómo explicarme.
–Te entiendo perfectamente.
–Pero las cosas son como son, ¿qué quieres que haga a estas alturas? Además es un hombre muy responsable.
–¡Claro que es muy buen padre y en general un buen hombre, pero no es eso. Para Jose, yo, frente a ti, soy una “feministona activista ” y lo único que pretendo es llegar a acuerdos, poner de parte y parte. No puedo tolerar su machismo a ultranza en el que el hombre por el hecho de serlo ha de saber más que la mujer en todo y tiene derecho a mandarle como si fuera un educador de por vida, como si nunca llegásemos a ser adultas, con derecho a dirigir nuestras propias vidas. Es algo que me saca de quicio. Todo lo que digo o hago está mal para él. Sólo lo que él piensa está bien. Sus códigos de moral o de comportamiento han de ser los míos, de otro modo yo soy la equivocada. De verdad, no lo soporto.
–Tienes que reconocer que tú sí eres un poco revolucionaria. En eso estoy de acuerdo con Jose. Ninguna de mis hermanas o amigas tiene esas ideas que tú tienes.
–No me parece. Mis hijos dicen que tenía que haber nacido cuarenta años más tarde. Pero no pido nada del otro mundo. Defiendo ser yo misma, nada más. No quiero imponerle nada, pero tampoco quiero que me lo imponga él a mí.
–Pero Jose es buena persona, no tiene vicios, siempre sale contigo. ¡Anda, que no te puedes quejar!
–Yo tampoco tengo vicios y voy a todas partes con él.
–Pero no es lo mismo. Eso es normal.
–Ése es el problema, que el hombre sea virtuoso es un tanto a su favor, pero en la mujer se da por supuesto. ¡No me fastidies!
–Eso ya se sabe. Siempre ha sido así.
–¿A que tu hijo no se comporta así con su mujer?
–Menuda es ella –contesta con rapidez– ya sabes que Natalia tiene una muchacha fija, así que hace poco o nada en casa. Ella a su trabajo y cuando llega a casa a jugar con sus hijos o a sus cosas.
–¿Y él? Tampoco hace nada en casa, ¿no?
– Pues… algo hace, pero no es lo mismo.
–Para mí es lo mismo. Si los dos trabajan fuera, lo justo es que se repartan las faenas del hogar. Y si pagan para que se lo hagan, lo justo es que ninguno haga nada, o que se repartan lo que queda.
–Sé que tienes razón, pero a mí me cuesta mucho verlo de esa forma, no estoy segura de que eso de trabajar los dos fuera sea un buen negocio. Creo que los niños necesitan a su madre en casa hasta que tienen cierta edad, ésa es mi opinión y no voy a cambiarla.
–Ésa es una determinación que tiene que tomar cada pareja cuando tienen hijos y hay que respetarla. Pero lo que no es tan respetable es que la que se queda en casa tenga que vivir supeditada a su marido en todo, que no tenga derecho a cotizar a la Seguridad Social para tener en el futuro una pensión, que no tenga sábados ni domingos de descanso, ni vacaciones, ni jubilación, y que si se queda viuda le quede la mitad de la pensión que le quedaría a su marido en las mismas condiciones. No me digas que eso es justo.
–Desde luego que no. ¡Pero lo de ahora es otra cosa! No hay que irse de un extremo a otro.
A estas alturas el café ya está preparado, Adela pone la cafetera, la leche y el azúcar en una bandeja y Loly va hacia el armario a recoger las tazas.
–¿Ves?, tú te pasaste la mañana cocinando y pusiste la mesa, luego fregamos entre las dos y ellos sentados tranquilamente.
–En mi caso no me importa porque Herminio se pasa el día trabajando, en la oficina por la mañana y con lo de las contabilidades por la tarde. No le puedo pedir más. Mi caso no es el tuyo, yo sólo trabajo en casa y es justo que esa sea mi responsabilidad.
–Estoy totalmente de acuerdo contigo. Ése es un buen pacto: yo trabajo fuera y tú dentro y cada uno lo suyo. Si a mí me parece muy bien, pero desde el respeto a lo que hace cada uno. Siempre que se considere tan importante lo que haces tú como lo que hace él y que ese estado de cosas no suponga supeditación... e incluso aceptándolo, hoy es domingo. ¿Es justo que ellos descansen y nosotras trabajemos como en un día de diario? En estas ocasiones podrían ayudar, ¿no crees?
–Pues no sé. Yo siempre he vivido así y en mi casa lo mismo. No podría exigirle que me ayudara.
Cuando llegan a la terraza con el servicio de café sus maridos están sentados esperando.
Todos se ponen a charlar. De la discusión entre Loly y Jose nadie parece acordarse.
–Oye, reina–le dice Herminio a su mujer– ¿podrías traerme un vaso de agua?
Adela se levanta diligente y a los pocos segundos aparece con el vaso de agua en la mano y la sonrisa en la boca.

lunes, 19 de abril de 2010

LOS HIJOS DEL OTRO.

Bárbara está esperando en la consulta del oculista. Es el que le toca en la seguridad social. Sabe que ha cambiado, es un médico nuevo y es la primera vez que va a tratarla.
Cuando aparece su número en el panel se dispone a entrar en la consulta.
–Buenos días.
Bárbara se fija en el médico que aún está escribiendo en la ficha algo sobre el paciente anterior.
Enseguida se da cuenta de que es un antiguo novio con el que tuvo una relación entre los diecisiete y los veintiún años. Él entonces tendría unos veintidós o veintitrés y estaba estudiando medicina. Lo dejaron porque se interpuso Sergio, un compañero de estudios del que se enamoró perdidamente.
–Buenos días, siéntese, por favor –dice el médico mientras recoge la documentación sin haber dirigido una mirada a su nueva paciente.
Bárbara se queda de pie. Está más gordo y más calvo. Nunca fue guapo, ésa es la verdad, pero es el mismo.
–Dígame qué es lo que tiene –levanta la vista y la ve. La reconoce de inmediato– ¡Bárbara!, ¿qué…?, ¡cuánto tiempo! –se levanta del asiento y se dirige a ella para darle un abrazo.
Bárbara le corresponde. Después del abrazo la separa y la mira de arriba abajo.
–Estás como siempre, tan guapa...
–No lo creas, los años pasan para todos. ¡Hace tantos que no nos vemos!
Él vuelve a mirarla. Bárbara tendrá unos cuarenta años. No es especialmente guapa. Tiene una media melena rubia y rizada con un corte muy actual, ojos marrones con la mirada dulce de los miopes, nariz un poco aguileña y labios finos. No, decididamente no es guapa, pero sí muy elegante. Es alta , delgada y viste un conjunto de pantalón y chaqueta beige con blusa blanca por la que asoma un fino collar de perlas. También lleva un fular estampado en beige y blanco. Va moderna, juvenil y señorial a la vez.
–Y, ¿qué es de tu vida? –pregunta el médico que expresa con la cara que el encuentro le agrada.
–Bien. Bueno. Sí y no. Hay mucho que contar, no se puede resumir en bien o mal –dice mientras se sienta en la silla del paciente–. Mucho, y no creo que sea el momento de empezar a contarnos nuestra vida porque tienes la consulta hasta los topes. No me gustaría retrasar tu trabajo y hacer esperar a tus pacientes.
–¡Claro!, tienes razón.
La contestación ha dejado a Armando un poco descolocado. Se dirige a su asiento, se sienta, y coge la historia clínica de Bárbara.
–Veo que tienes un problema de miopía. ¿Llevas lentillas? ¡Claro!, perdona… –lee otro poco–. Ya veo que Luis te había propuesto para una operación y…
La consulta transcurre de forma normal.
–Bueno, pues ya está –dice al terminar su coloquio profesional–. Me gustaría saber más de ti. Volver a verte algún día fuera de aquí.
–Me parece bien.
Armando sonríe, la rápida contestación de Bárbara le ha iluminado la cara.
–¿Qué te parece el sábado? Podríamos ir a comer, charlar…
–Me parece estupendo –contesta Bárbara mientras mete la mano en el bolsillo y saca una tarjeta–. Ahí tienes mi teléfono. Llámame el viernes y quedamos.
–Entonces, hasta el viernes.
–Hasta el viernes.
Armando ha llamado a Bárbara y han quedado a las dos para ir a comer a un pueblecito pesquero que se encuentra a unos quince kilómetros. Ha ido a buscarla en un flamante mercedes, se ve que le va bien. Ella ha llegado elegantísima, se nota que se ha esmerado en el arreglo. Entra en el coche y directamente se dirige a Armando para darle un beso en la mejilla.
Se ponen en marcha.
–¿Qué es de tu vida?
–¿Quieres que empiece por el principio? –sin esperar contestación, añade–. Ya sabes que estudié Filología, cuando acabé preparé oposiciones y desde entonces soy profesora de instituto.
–Sí, lo sabía.
–Me casé, supongo que lo conocerás, se llama Sergio; Sergio Rodríguez Cuesta, es diputado, está metido en política. Tengo cuatro hijos, la mayor ya está en la Universidad y la más pequeña tiene cuatro años. Hemos convivido veinte años y hace tres meses que nos separamos. Los tres pequeños están conmigo y la mayor se ha quedado con su padre.
–Yo también estoy divorciado, desde hace tres años. Tengo dos hijos, bueno, viven con su madre.
–No sé si recuerdas bien a Sergio. ¡Tú eras tan serio! Él era uno de esos golfos simpáticos que enamoran a primera vista. Me casé sin pensarlo y lo malo fue que siguió siendo simpático y golfo después de casado. No tiene remedio.
–Yo no era tan serio. No creas. Después de romper con Elvira he salido con algunas chicas. Al principio sólo quería disfrutar de mi recuperada libertad. Pero, la verdad, eso no está hecho para mí.
–Sí eras serio y supongo que seguirás igual. Lo tuyo no son los coqueteos.
–Es que no comprendo a las mujeres. O son unas machorras o andan locas buscando diversión. Tú siempre fuiste distinta, por eso estaba tan enamorado.
–Te aseguro que me arrepentí mil veces de haberlo dejado contigo. Estoy harta de hombres divertidos y superficiales. No puedes imaginar lo que son ocho años aguantando mentiras e infidelidades.
–Ha sido una feliz coincidencia, podemos seguir donde lo dejamos...

Al cabo de seis meses alquilan un chalet muy lujoso en las afueras de la ciudad y se van a vivir juntos con tres de los hijos de Bárbara.
Ella está encantada. Ha encontrado en Armando el padre que sus hijos no habían tenido porque Sergio sólo vivía para sí mismo. Con Armando van al cine, de excursión, viajan: son una verdadera familia.
Dos años después se casan y compran una gran casa muy cerca de la que habían alquilado.
Bárbara y Armando son dos adultos con una vida muy hecha. Cuando se casaron tenían formas distintas de plantearse la vida cotidiana y cuando se pasó el arrebato amoroso empezaron a tener problemas de convivencia.
Él quiere educar a los hijos de Bárbara a su imagen y semejanza y los niños, quitando a la pequeña que tiene cinco años, ya están educados a la manera de Bárbara y Sergio, porque un padre, aunque nunca esté, educa con sus actitudes.
–Alguien ha usado mi colonia –dice Armando realmente enfadado porque considera que sus cosas son sus cosas.
–Sería Rafa, ¿sabes?, como tiene trece años quiere parecer un hombre y no se le ocurre nada mejor que imitarte –contesta Bárbara sin darle importancia.
–Sí, pero mi colonia es mía, no es de Rafa. Él que use la suya y si tanto le gusta la mía cómprale un frasco igual.
–Bueno, ese frasco te lo compré yo. Ya compraré otro, no hay que darle tanta importancia.
Armando se calla, no quiere discutir pero evidentemente se queda incómodo.
Con el tiempo se calla más veces de las que protesta. No quiere discutir pero su sensación de incomodidad se acrecienta. El problema es que es de los que guarda y guarda hasta que un día explota y cuando explota cualquier nimiedad se transforma en un gran problema.
–Son las diez y cinco y habíamos quedado en que a las diez saldríamos –le dice a Bárbara enseñándole el reloj.
–Vale, ¿qué importa que salgamos un poco más tarde si no nos espera nadie? Vamos de excursión, no vamos al teatro.
–Es que no puedo soportar la impuntualidad.
– ¡Pero si no nos espera nadie!
–¿Y yo qué?, ¿yo no soy nadie?
–Tú eres tú. ¡Anda y no digas bobadas!
–Es que las cosas no son así. Tú siempre has sido una impuntual. No quiero ni recordar las horas que he esperado en pleno invierno a la puerta de tu casa. Cada poco salía tu madre a decirme que enseguida bajabas porque le daba vergüenza.
–¡Pues no te vas lejos!
–Y lo peor es que ahora no eres sólo tú. Ahora además están tus hijitos que son un desastre. El otro día Carmen estaba preparándose para salir ¡que es que le lleva horas! y dejó el cuarto de baño imposible. Le dije que lo recogiera y me dijo que no tenía tiempo que ya lo recogería cuando volviera. Y no digamos nada de Begoña. Me cogió los lápices de mi cajón y los esparció por todas partes. ¿Cuándo se van a enterar estos niños de que no tienen que coger mis cosas? Y tu Rafita pasa de todo, es un cara…
–Mira, ¿sabes que te digo?, que prefiero no salir.
Bárbara se da la vuelta y, llorando, se encierra en la habitación.
Se quieren, y en el aspecto sexual se entienden perfectamente pero en lo tocante a la familia el problema se va acrecentando con el tiempo.
Bárbara se lo cuenta a su hermana.
–No sé qué hacer.
–Tienes que comprender que no vives con Sergio. Armando es muy distinto y tendrás que adaptarte.
–Sí, yo lo comprendo. Entiendo que no son sus hijos y no se comportan como él quisiera.
–Tendréis que hablar.
–Él dice que yo no aguantaría a los suyos. Es muy fácil, ¡cómo viven con su madre! Te aseguró que aguanto muchas impertinencias para hacerme perdonar que mis hijos están con nosotros.
–Los adolescentes son todos insoportables.
–Pero Armando pretende que se comporten como adultos y eso es imposible.
–Estás entre dos fuegos. Yo también discuto con Jaime y al fin y al cabo son hijos de los dos.
–Eso es verdad. Se enfada conmigo por lo que hacen los chiquillos y ellos dicen que sí a todo lo que les pido pero luego hacen lo que les da la gana.
–Paciencia.
–Ya no vamos con los niños a ninguna parte. Estoy siempre entre la espada y la pared.
–Ya te lo he dicho, paciencia.
–A cada momento me hace escoger entre mis hijos y él. Me recuerda a los leones, que cuando encuentran una hembra con crías, las matan.
–¡No eres tú exagerada ni nada!
–¡Hombre, no es eso, pero te aseguro que esto no es vida!

Al cabo de ocho años de convivencia, las riñas son casi diarias y llegan a plantearse la separación.
–No aguanto más. Vete de casa una temporada. Vamos aprobar a vivir separados y a reconsiderar nuestra situación.
–¿Por qué me voy a tener que ir yo? Esta casa es más mía que tuya.
–Sí, pero tú eres uno solo y nosotros somos cuatro.
–Tiene gracia. Yo he pagado la mayor parte de la casa y soy el que tiene que irse.
–Si vamos al juzgado me dejarán la casa a mí hasta que los niños sean mayores de edad.
–Eso habrá que verlo. No creo que los jueces puedan hacer semejante injusticia.
En esta ocasión, todo queda en nada, pero las discusiones siguen.
–Esto tiene gracia. Aquí yo no mando nada. Soy el último mono. Gano mucho más que tú y vosotros sois cuatro y yo uno.
–¿Qué quieres decir?
–Que tengo que mantener por obligación a unos niños, bueno, no tan niños, que pasan de mí.
–¿Cómo que los mantienes tú? Yo siempre he ganado lo suficiente para mantenerlos.
–Si en esta casa entran cuatro yo pongo tres, echa la cuenta y dime si no pago yo las tres cuartas partes de lo que gastan.
–¡Eso no es verdad, tú no ganas el triple que yo! Y, entonces, yo también pago la pensión de tu ex, ¿no? que es más de lo que gastan mis hijos en esta casa. Además, mis hijos algún día se independizarán, pero tú de ésa no te libras en la vida.
–No, porque aún descontando lo que le paso a mi ex yo gano mucho más que tú. Además, yo puse el dinero de la entrada de la casa porque tú no tenías un duro y aquí viven tus hijos como si fuera de ellos, a cuerpo de rey.
–No van a vivir en la miseria. En realidad gastamos bien poco en ellos. Van a colegios públicos y no dan clases particulares ni nada de eso. Jamás les he comprado ropa de marca, porque yo no soy de marcas. ¿Qué quieres?, ¿que no coman?
–Lo que tenemos que hacer es separar los bienes. Tú haces con lo tuyo lo que quieras y yo igual.
–Me parece estupendo.
–Las mujeres que tenéis hijos no deberíais volver a casaros.
–¿Y los hombres sí?
–Es diferente.

martes, 13 de abril de 2010

SOMOS NOVIOS.

–Te quiero.
–Yo también te quiero.
–Me gustaría estar contigo toda la vida.
–Sí –dice ella, y se aprieta aún más contra él.
La música sigue sonando y él la besa. Es un beso largo. Ella le corresponde No saben si están solos o acompañados. El mundo no cuenta.
–Hace mucho calor –dice ella mientras se quita la blusa y se la anuda a la cadera.
Él la mira embobado. Lleva un pantalón vaquero ajustado, entre el pantalón y el final de la camiseta asoma un ombliguillo redondo. El escote del top permite adivinar unos pechos pequeños y tersos entre sus hombros amplios.
–Eres preciosa. Nadie tiene una novia tan guapa.
–Te lo parezco a ti.
–Te querré siempre.
–Siempre..., ¿qué hora será?
–Cerca de las once.
–Tengo que irme. Ya sabes, hay que estar a las once y media en punto, ni un minuto más.
Caminan en la noche hasta la parada del autobús. Van con las manos enlazadas y se echan miradas encendidas.
Se paran para esperar el bus. Begoña tiene el pelo largo, rizado y de color castaño con unos hilillos cobrizos que relucen a la luz de la farola.
–Cuanto más te miro, más me gustas. Eres más que preciosa. No tienes ni una espinilla, eres perfecta.
Javi es alto y bien formado pero tiene la cara llena de marcas debido a las espinillas.
–Te quiero –dice mientras rodea con la mano la cintura de la chica.
Luego se adelanta e intenta abrazarla y besarla. Ella hace un mohín de rechazo.
–Nos pueden ver.
–¿Quién nos va a ver? Aquí cada uno está a lo suyo.
– No sé…
Él le dice algo al oído y las hormonas hacen su trabajo.

A unos cientos de metros de allí, Jesús, Marina y sus dos hijos pequeños han ido a pasar la tarde a un merendero al que acuden muchas familias y han jugado una partida de cartas con unos conocidos, Fernando y Conchi.
Jesús y Fernando son compañeros de trabajo en la mina, aunque Fernando es técnico y Jesús un simple minero. Esta diferencia de cualificación dificulta en cierto sentido una amistad más íntima porque en el trabajo uno es el jefe y el otro el subordinado.
–Se nos ha hecho un poco tarde. Tenemos que irnos –dice Marina mientras se levanta.
–Sí, nosotros también nos vamos –contesta Conchi–. ¿Os llevamos?
–No faltaba más, claro que sí –afirma Fernando apoyando a su mujer.
–No sé, a lo mejor queréis ir a otro sito. Como no tenéis peques. Esto de tener el coche en el taller es una lata. –dice Marina con la mirada baja.
–También nos vamos a casa y vivís a dos pasos – insiste Fernando.
–Bueno, entonces sí –Marina levanta la mirada y esboza una sonrisa mientras recoge sus cosas.
Todos se montan en el coche y se ponen en marcha. Al pasar por delante de la parada del autobús ven como una pareja se “morrea”.
–Los jóvenes de hoy en día no tienen vergüenza –afirma Conchi–. ¡Míralos!
–Tienes razón –dice su marido mientras acerca más el coche a la pareja para iluminarlos bien con los faros y poder verlos mejor.
–Déjalo, no te acerques tanto que están las criaturas –advierte Marina, aunque no quita la mirada de la pareja.
De pronto Marina se pone lívida, ha reconocido a su hija y al hijo de sus amigos. Mira a los demás y observa que todos se han dado cuenta.
Una vez superado el primer estupor se miran unos a otros.
–La mato –dice Jesús–. Es que la mato.
-No vayamos a tener un escándalo en medio de la parada del autobús –propone Fernando–. Espera a que lleguen a casa, es lo mismo –y acelera dejando atrás a la parejita que sigue arrullándose con amor.
–No puedo comprenderlo, es una niña que jamás ha dado un disgusto –afirma Marina––. Siempre ha sido obediente y responsable. Ha terminado el bachillerato con unas notas estupendas.
–Ya, pero llegada una cierta edad los padres no sabemos nada de lo que los hijos hacen fuera de casa –apunta Fernado-.
–También Javi es un buen chico –contesta Conchi.
Nadie dice nada más y durante el resto del trayecto no se oye ni una mosca.

Begoña y Javi se despiden unos metros antes de llegar a la calle donde ella vive. Ella mira el reloj.
–Se hace tarde. Ya sabes cómo es mi padre.
–Ya. En casa no me ponen una hora fija.
–Eso es porque eres chico, esto de ser mujer es un asco.
–¿Te veré mañana?
–¡Claro!, mañana y pasado mañana y siempre –dice Begoña mientras se aleja apretando el paso.
Cuando llega a su casa llama a la puerta y le abre su madre. Tiene un aspecto terrible, los ojos rojos de llorar, la mirada extraviada. No dice nada
–¿Qué pasa, mamá?
–Pasa, verás tu padre –dice Marina con un hilo de voz.
Begoña se asusta un poco. Mira a su madre pero ésta baja los ojos y no le devuelve la mirada. Esto no ocurría nunca.
–Pero, ¿qué pasa?, ¿no me lo puedes decir tú?
–Anda, camina, que tu padre está esperando –dice sin levantar los ojos del suelo.
Begoña se dirige hacia la cocina. Su padre está de espaldas.
– ¿Qué pa..?
No puede terminar la frase. El descomunal bofetón propinado por el brazo del picador desencaja su cara.
–¡Puta, más que puta! –dice Jesús con la cara hinchada por la ira–. Sólo me faltaba que una hija mía fuera a ser una puta, una zorra. Te aseguro que te mato antes de que me pongas en vergüenza, te mato, lo juro.
–Pero si yo… –intenta balbucear Begoña envuelta en lágrimas.
–¡Me cago en la puta! ¡Hostia! No vayas a negarlo. Te hemos visto con estos ojos.
–¡Qué vergüenza! En mi vida lo ha pasado peor –añade su madre entre sollozos.
Jesús vuelve a abalanzarse sobre Begoña. Ella se cubre la cara con los brazos. Todo le da vueltas. Su padre la toma por los hombros y la zarandea.
– ¡Sí! ¡Me cago en la puta que me parió! Te hemos visto con el hijo de Fernando, dándote el lote como una cualquiera. Si no te hubiera visto nunca habría creído que fueras capaz de una cosa así. ¡La mosquita muerta!
Begoña mira a su padre totalmente aterrada e intenta balbucear unas palabras.
–Es que salgo con él. Somos novios.
–¡Qué novios ni qué cuentos! ¡Me cago en la puta! ¿Cuántas veces te hemos dicho lo que no se hace? ¿Es que hablo en latín? Si te deja preñada ¿Crees que se va a casar contigo? ¿Es que no te das cuenta de que tú eres la hija de un puto minero y el padre de ese individuo es el jefe?
–Somos novios, de verdad, lo juro.
–¡Joder! ¿Es que no me explico o que eres tonta? ¡Manda cojones! No quiero volver a verte con él. Que yo no me entere que nadie te ve ni con ése ni con ningún otro.
–Pues… no pienso dejarlo. Es mi novio, ya te lo he dicho
Jesús se abalanza de nuevo sobre ella y comienza a pegarle sin control pero su madre se interpone.
–Bueno, déjala ya. No vayas a tener que ir tú a la cárcel, que sería mucho peor. Déjalo, ya veremos lo que hacemos –y se dirige a Begoña–. Vete a tu cuarto.
–¡Ah!, y de momento no vuelves a salir más en todo el verano porque, ¡me cago en la!, ¡te juro que te mato! –le dice su padre con el dedo índice en alto y tembloroso.
Begoña se dirige al cuarto de baño. Llora desconsoladamente mientras se limpia la sangre que le brota de la nariz.

Doscientos metros más allá, Javi busca sus llaves y abre la puerta de su casa. Enseguida aparece su madre con mirada huidiza. Se acerca a darle un beso. Ella inicialmente lo rechaza pero él insiste y al final se deja convencer por la zalamería de su hijo.
–Anda, camina, que tu padre quiere hablar contigo –le dice con una sonrisa entre forzada y complaciente.
–¿Qué pasa?
–Verás, hijo, te hemos visto en la parada del autobús con esa chica, creo que se llama Begoña.
–¿Y?
–Pues, eso, que te hemos visto abrazándote y tu padre quiere hablar contigo.
Javi se dispone a la reprimenda. Primero va a su habitación y con cierta parsimonia se cambia los zapatos y deja la chaqueta en el perchero. Finalmente se dirige al salón. Su padre está sentado leyendo el periódico. La tele está apagada, algo inusual a esas horas.
–¡Ejem! –dice al ver que no ha notado su presencia.
–¡Ah!, ¿ya estás aquí? –pregunta innecesariamente mientras lo mira de arriba abajo–. Bien, hijo, escúchame con tranquilidad porque tenemos que hablar de hombre a hombre –y le indica el sillón para que se siente.
Javi se sienta sin perderlo de vista. Su padre dobla parsimoniosamente el periódico y levanta la vista.
–Supongo que tu madre te ha dicho que te hemos visto con una chica ¿no?
–Sí, bueno, era Begoña, la hija de Jesús.
–Ya –contesta mientras entrelaza sus dos manos con el dedo índice extendido–. Verás. No creas que no te comprendo, yo también he tenido dieciocho años y sé lo que es eso. Entiendo que tengas tus necesidades y, la verdad, Begoña es una chica muy mona que está muy bien. Pero hay que andarse con cuidado, eres muy joven para “novieteos”. Se empieza haciendo manitas y no se sabe cómo se acaba.
–Pero si no he hecho nada. –protesta mirando a su padre–. ¡Anda, que no sois exagerados!
–Tú sabrás. Nosotros vimos lo que vimos y eso no es nada tranquilizador.
–Bueno, llevamos un tiempo bailando juntos y tú ya sabes, bueno, sé que lo comprendes.
El padre mira de reojo a su mujer que está escuchando discretamente cerca de la puerta. Ella le hace un gesto como incitándole a decir algo ya convenido.
–Supongo que no es nada serio, ¿no? –lo mira con el ceño fruncido mientras espera la respuesta.
–Bueno –baja la vista-, no sé, supongo que no –vuelve la mirada a su padre–. Begoña me gusta pero nada más.
El padre desarruga el ceño, sonríe y vuelve a mirar a su mujer con cierta complacencia.
–Bueno, en ese caso no hay problema. De todas formas ándate con ojo, que tú eres un buen partido, y seguro que habrá un montón de lagartonas que querrán pescarte de cualquier manera –vuelve a desplegar el periódico que estaba leyendo–. Tú haz lo que quieras, a mí no me importa, pero, eso sí, con cuidado de no comprometerte, de noviazgos nada –se para un momento, como dudando de lo que va a decir, vuelve a echar un ojo a su mujer y ésta lo anima a seguir–. Y, ya sabes, quiero decir que si tuvieras una relación íntima con alguna chica, pues siempre con cuidado, para eso están los condones, que los venden en las farmacias.
Javi lo mira asombrado.
–Todavía te queda mucha vida por delante –continúa– este año empiezas en la universidad y quién sabe a cuánta gente interesante conocerás. A lo mejor conoces alguna chica de tu clase, quiero decir que también estudie como tú, porque, ¿sabes?, no es nada bueno casarse con una mujer inferior, ni para ti ni para ella. Cuando pasa el tiempo y se acaban los arrumacos esas diferencias se notan. Esas cosas suelen pasar. No es que quiera decirte con quién has de salir y con quién no. Desde luego que no. Eso es cosa tuya. Pero a la hora de comprometerse hay que pensárselo mucho… –y Fernando sigue y sigue con su perorata, explicándole a su hijo cómo debe comportarse un hombre de bien en este mundo.
Su madre, que contemplaba la escena en segundo plano, sonríe y pregunta:
–¿Vas a salir esta noche?
– No sé. Ya veré. ¡Tengo un hambre canina!
–En un minuto está la cena.

domingo, 4 de abril de 2010

LAS VACACIONES

–Recuerda que tienes que anular la reserva del hotel –dice Luis mientras da un beso de despedida a Ana.
–Sí, no te preocupes, lo haré.
–De la reserva del apartamento me encargo yo.
–Vale.
Una vez que Luis ha cerrado la puerta, Ana va hacia la cocina y se dispone a desayunar. Mientras recalienta el café en el microondas y unta una tostada con mantequilla, repasa las faenas cotidianas que le quedan por delante según se van a suceder: levantar y asear a los niños, darles el desayuno, llevarlos al colegio, levantar y asear a su suegra, fregar, lavar, pasar el aspirador, quitar el polvo, hacer los recados, preparar la comida, recoger a los niños, poner la mesa, recoger la mesa, volver a fregar, echar a su suegra en la cama, llevar a los niños al polideportivo, levantar a su suegra, asearla y darle la merienda, recoger a los niños, ayudarlos con los deberes mientras plancha, hacer la cena, dar de cenar a su suegra, asearla y acostarla, dar de cenar y acostar a los niños, preparar la ropa del día siguiente…
Se siente cansada, decepcionada, maltratada. Llora, pero no le sirve de nada. Quiere a Luis, es un buen marido y un buen padre. Sabe muy bien que no tiene alternativa. Está atrapada.

Se conocieron en una boda, se enamoraron locamente y se casaron en cuanto les dieron las llaves del piso que compraron empeñando sus sueldos por veinticinco años.
La verdad es que sus primeros tiempos de matrimonio fueron gloriosos. Los dos trabajaban, así que disponían de dinero y viajaban cuanto podían porque ella era diplomada en turismo y ocupaba el puesto de encargada de sección en una agencia de viajes.
Ya llevaban más de cinco años casados cuando decidieron que era el momento de ser padres. Ella dejó de tomar anticonceptivos y se pusieron a ello con ilusión y tenacidad, así que al poco tiempo ya estaba embarazada.
Ana estaba de más de siete meses, cuando la madre de Luis se cayó desde lo alto de la escalera mientras limpiaba unas ventanas en su casa. Después de dos semanas de incertidumbre supieron que se quedaría en una silla de ruedas para siempre.
Fue una noticia terrible que rompía todos sus proyectos. Rescindieron el contrato de alquiler de la madre de Luis porque era evidente que no podía vivir sola y le hicieron un hueco en su casa pidiendo un préstamo para adaptarla a su minusvalía. Por otra parte, Ana pidió la baja por maternidad y contrataron una asistenta.
Al fin llegó Anita y pasaron los cuatro meses de permiso maternal. Ana tenía que incorporarse al trabajo o dejarlo.
–Luis, no sé cómo nos vamos a arreglar. He estudiado todas las posibilidades y no encuentro una solución.
–Podemos meter una chica fija.
–Sí, pero eso no nos soluciona el problema porque la niña es muy pequeña y necesita todo tipo de atenciones y tu madre también. Tendríamos que buscar una buena guardería y así la chica podría atender a tu madre mientras la niña está en la guardería.
–Pues podemos hacer eso.
–El problema es el dinero. Entre la chica y la guardería serían más de mil setecientos euros. Y luego están los mil de la hipoteca y las amortizaciones del préstamo, al margen de los gastos de la casa.
-¿Cuánto hay que pagarle a la chica?
-Ochocientos de sueldo, más las pagas extra, las vacaciones y unos ciento ochenta o así de seguro. Con comida y todo creo que pasa ampliamente de los mil doscientos .
-¿Y la guardería?
-La que está a medio camino de la agencia, que es la que me conviene, unos quinientos.
-¡Caray!
-Claro, se trata de llevarla cuando me voy a trabajar, ir a ver cómo come a mediodía y recogerla al salir de trabajar, casi diez horas. Hecha la cuenta, mil setecientos que gano yo y unos mil doscientos de media que ganas tú, los meses buenos, ni aún contando con los casi cuatrocientos de la pensión de tu madre nos llegaría.
–Ya, pues no sé. Podrías trabajar a jornada partida.
–Eso tampoco resuelve nada porque tanto tu madre como la niña necesitan que estén pendientes de ellas constantemente. Y total, ¿qué?, disminuiría mi sueldo y de todas formas tendríamos el mismo problema.
–Entonces tendrás que dejar de trabajar.
–Es una solución, aunque sin mi sueldo no podremos meter una chica. De momento podría pedir la excedencia, ya veremos después.
–Sí, será lo mejor. Además, ¿con quien mejor estará la niña será con su madre? Aunque será mucho trabajo.
–No te preocupes. Estoy acostumbrada.
Ana era la segunda de seis hermanos, así que desde pequeña había arrimado el hombro y aún así había sacado su carrera.
Pidió la excedencia por dos años y se hizo cargo de la casa, de su niña y de su suegra. Y, por si eso fuera poco, en un despiste, se quedó de nuevo embarazada. Vino José Antonio y la excedencia por dos años se transformó en el abandono definitivo del trabajo.
Una mañana de primavera, harta de la monotonía de su vida y después de dejar a los niños en el colegio se acercó a ver a sus antiguos compañeros.
Después de los saludos y los parabienes, su antiguo jefe la invitó a tomar un café. En la cafetería se sinceró con él.
–Estoy derrotada. ¡No sabes cuánto añoro el trabajo!
–Ya te veo.
Ana se había ido abandonando poco a poco. Estaba muy delgada y algo demacrada. Había dejado de ponerse las mechas y no se cuidaba mucho el pelo, así que llevaba una media melena siempre recogida con el primer prendedor que encontraba. No abandonaba el chándal o, como mucho, el pantalón vaquero y la camiseta, y si era invierno solo añadía un anorak de mercadillo.
–No me mires, sé que doy pena.
–No es eso, nunca entendí por qué lo dejaste.
–Esperaba encontrar la forma de conciliar mi trabajo con la niña y mi suegra, pero fue imposible.
–Tú ganabas más que Luis, ¿no?
–Sí, él lleva representaciones de peluquería. No gana un sueldo fijo. Bueno, sí, pero pequeño. Lo importante son las comisiones, como aquí pero más a lo bestia.
–Además tú aquí tenías posibilidades. El tiempo ha pasado muy rápido. ¿Hace cuánto que lo dejaste?, ¿cinco o seis años? Me jubilo este año y ya sabes que el puesto era para ti.
–No me lo recuerdes. Pero no pudo ser.
–¿Y si Luis se encargara de la casa? Con tu sueldo podría tener una ayuda.
–¡Qué va!, tú eres muy moderno, eso ni se nos ocurrió. Bueno, a mí sí, no creas, lo pensé. Pero… ¿qué pensaría mi suegra?, ¿qué dirían los amigos y vecinos? A él ni se lo propuse. Además, Luis nunca ha hecho nada en casa. ¿No ves que es hijo único y que su madre se ha dedicado enteramente a él?
–Tenías que habérselo dicho. A lo mejor te llevabas una sorpresa.
–No lo creo, es muy tradicional.
–Tú misma.
–Desde que ocurrió el accidente se acabaron los viajes. Sólo salgo de casa para ir a pasar el mes de vacaciones en el pueblo de los padres de Luis. Y eso es peor que no salir porque en el pueblo no tengo las comodidades de casa. No es que me importe mucho porque he corrido lo mío, pero sí que añoro una escapadita de vez en cuando.
–Pues eso tiene solución. En la oficina tengo unos folletos de una oferta de un hotel en la Costa del Sol. Está preparado para recibir personas discapacitadas y tiene un equipo de atención para que los acompañantes disfruten de cierta libertad de movimientos. Está muy bien.
–Sería ideal. Supongo que será caro –miró el reloj–. Se me hace tarde. Tengo que ir a casa a levantar a mi suegra.
Ana recogió los folletos y se despidió de su antiguo jefe. A partir de aquel momento no pudo pensar en otra cosa que en el hotel de la Costa del Sol. Le parecía un sueño alcanzable.
Cuando llegó Luis a casa lo primero que hizo fue enseñarle el folleto.
–Mira.
Luis lo cogió y comenzó a leerlo.
–¡Estupendo! –siguió leyendo–. Aunque es un poco caro, ¿no?
–Bueno, es natural, solo podríamos ir unos días, pero sería maravilloso.
–Me parece bien.
Luego se dirigió a su madre y le enseñó el folleto.
–Yo sin gafas…
–Ya te lo leo yo –acto seguido Luis leyó la oferta en voz alta.
–Sí, está bien –dijo la madre sin entusiasmo–. Para vosotros es mejor, así os podéis librar de mí de vez en cuando.
–No es que nos queramos librar de ti, todo lo contrario, vas a estar como nunca.
–Yo donde mejor estoy es en el pueblo. Sin líos ni prisas. Además allí conozco a todo el mundo.
–No te preocupes. Los del hotel son gente especializada, enseguida harás muchos amigos.
–Vamos a donde vosotros queráis. Otra cosa es… Haced lo que os plazca.
–Pues no se hable más. Mañana mismo reservas plaza –le dijo Ana mientras le daba un beso en la mejilla–. No sé si será más conveniente que reserves doce días porque quince es mucho dinero.
–Bueno, aunque sean diez. Pasaré unos cuantos días sin hacer nada. No me lo puedo imaginar, el recuerdo de otra situación similar ha quedado tan lejano que es inexistente.
Ana reservó de inmediato el hotel En los días siguientes se encontró con energías renovadas. Dos semanas antes del viaje se fue a la peluquería; se tiñó y se hizo un corte de pelo muy moderno. Luego fue a comprar algún trapito, poca cosa, por si podía tener una cena romántica con su marido.
Por la noche llegó Luis muy contento.
–Verás –dijo con parsimonia– estuve dándole vueltas a lo del viaje, pensando cómo podríamos hacer para alargar un poco el tiempo de vacaciones y esta mañana pasé por una agencia de viajes y encontré la solución –y la miraba mientras le tendía un folleto en el que se anunciaban unos apartamentos de planta baja con perfecta accesibilidad.
Ana miró el folleto y de repente se puso lívida.
–No quiero parecer egoísta pero esto para mí no son vacaciones.
Luis no dijo nada.
–Creo que no es una buena idea porque no es lo mismo. En el hotel hay personal para atender a tu madre si salimos a alguna parte y, bueno, no tengo que cocinar, ni fregar, ni recoger, ni nada –lo miró fijamente esperando una respuesta–. Para mí es casi como ir al pueblo, ¿lo entiendes?
–No, no lo entiendo –contestó Luis con cierto desdén–. A mí no me apetece nada dividir el poco tiempo de vacaciones del que dispongo en viajes de un lado para otro –recogió el folleto y volvió a ojearlo–. Además, esos apartamentos están en una zona estupenda para descansar, que es lo que necesito. ¡Claro!, tú, como estás siempre en casa buscas emociones y lo que quieres es salir por ahí. Pero yo, que trabajo de sol a sol para poder manteneros a todos, lo que necesito es descanso, desconectar.
–Bueno, es posible que tengas razón –Ana intentó reprimir su indignación–. Entiendo que necesites descansar y desconectarte del mundo. ¡Claro! ¡Y yo también! –empezaban a soltársele las lágrimas–. ¿Es que yo no cuento? ¿Qué crees? Es qué yo no trabajo? Me gustaría verte en mi puesto –se paró un momento para reflexionar–. Yo preferiría mil veces trabajar en la agencia y llegar a casa con todos los problemas domésticos resueltos, todo hecho y todo en su sitio –se volvió a parar en su discurso como si dudara de seguir–. No creas que cuidar a tu madre, es cosa de nada. Y... bueno nada, no vale la pena.
–Sí, trabajas mucho, lo sé, pero no es lo mismo. No compares la tensión de tener que dar cuentas de cómo van las ventas. Porque en cuanto te descuidas las cosas salen mal y en este trabajo no se andan con cuentos, no tienen en consideración cómo estás o lo que te pasa, si no vendes fuera –se calló un momento como para tomar aliento–. A ti no te pide cuentas nadie ¿Cuándo te he dicho yo si esto o lo otro no estaba hecho o en su punto? Tu trabajo no tiene ninguna presión, si lo haces, bien, y si no lo haces, también, puedes disponer de tu tiempo como quieras.
–Eso que dices es una necedad. Yo no hago lo que quiero, hago lo que tengo que hacer porque nadie viene a hacerlo por mí. Me levanto una hora antes que tú, me acuesto mucho más tarde y no tengo ni un momento para ver la televisión o relajarme –dijo gritando– y, además, si eso es lo que te parece a ti, la solución es muy fácil, a partir del mes que viene yo vuelvo a trabajar fuera y tú te quedas en casa. Estoy segura de que podría volver a la agencia, incluso de jefa.
Luis la miró atónito.
–¡Cállate ya!, ¡no dices más que tonterías! –estaba verdaderamente enfadado.
–Lo digo en serio, es una posibilidad.
Luis se quedó callado. La miró, sonrió, la tomó por la barbilla, le dio un beso en la mejilla y dijo:
–Bueno, vamos a dejarlo. Yo te quiero, ya lo sabes. Eres lo más importante para mí. Sé que trabajas mucho y además atiendes a mi madre como si fueras su hija. Y yo te lo agradezco de verdad.
Y dando media vuelta se metió en la habitación para ponerse cómodo y se dispuso a ver la tele.

sábado, 13 de marzo de 2010

LA SOLTERONA

Marisa tenía un documento en la mano, lo leyó, lo guardó y al poco lo volvió a sacar y a leer. Tenía una expresión de asombro y su mirada estaba iluminada.
¡Positivo!
Sí, estaba embarazada. Ya había comprado un predictor, y, después de que el aparatito le había dicho que sí, quiso estar bien segura y se fue a la farmacia para hacerse la prueba.
Su mente estaba confusa y revuelta. Le invadía una sensación indescriptible. Era como si volviera a nacer o a vivir y a la vez sintiese algo que la ahogase.
No veía ni la calle, ni el tráfico, ni a la gente. Casi no podía pensar aunque era consciente de que había que contarlo.
Pasaba de los cuarenta años. Era pequeñita y poco agraciada. Tenía unas facciones duras que le daban un aire serio y distante; pero nada más contrario a su forma de ser: amable, cariñosa y generosa.
Hacía casi veinte años que era una mujer independiente. Como nunca se le dio bien eso de estudiar, a los quince entró de aprendiza en una peluquería; dos años más tarde era ofíciala y a los veintiuno ya tenía negocio propio. Le fue bien y unos años después compró un pisito que ya había pagado totalmente.
Pero su vida amorosa creció de forma inversamente proporcional a su bienestar económico. Al poco de comprar el piso tuvo su primer y único escarceo amoroso. Desde entonces no había vuelto a relacionarse con ningún hombre.
No es que le pesara su soltería, al menos a ella, pero sus padres y amigos estaban muy preocupados porque creían que se iba a quedar “solterona”, o sea, “incompleta”, “frustrada”.
–Yo creo que el hecho de haberte ido tan pronto de casa te ha perjudicado –le decía su madre muy convencida–. Tanta independencia no es buena para una mujer.
–No digas tonterías, mamá. No he encontrado a la persona adecuada.
–¿Por qué te dejó aquel chico con el que saliste? Porque se asustó.
–¡Era un cara! Pretendía vivir a mi cuenta.
–Eso es lo que tú dices. Lo que pasa es que, como lo tienes todo resuelto, eres muy exigente, nadie te parece bien.
–No mamá. No he tenido tantas ofertas como tú crees.
–Pues una mujer sin marido y sin hijos no es nada. Ahora no te das cuenta, pero con el tiempo me darás la razón.
Esta conversación, con distintas variantes, tenía lugar, una vez sí y otra también, cuando iba a ver a sus padres.
Todos sus amigos se habían casado o vivían con su pareja, así que salía poco y, cuando lo hacía, era para asistir a algún cumpleaños o festejo al que le invitaban los de su antigua pandilla.
En una de esas contadas ocasiones, discutió con un amigo. Tenían distintas opiniones respecto al rol de hombres y mujeres. En medio de la discusión ella se fue al servicio y al salir de la habitación le oyó decir:
–A Marisa lo que le falta es un buen polvo, por eso está amargada.
–No estoy de acuerdo. Tiene su trabajo y le va muy bien –comentó una chica.
–Eso no tiene nada que ver –dijo otra mujer.
–Es una feminista amargada, ¿la has oído? Todas las que hablan así es porque no tienen un hombre que les dé bien.
–Lo que pasa es que todas nos hemos casado y se encuentra algo sola. A esas edades es difícil hacer nuevas amistades.
–Lo que yo te diga.
–Está en un grupo de montaña. Sale de excursión todos los fines de semana –apuntó otra mujer.
–¡Bah! Esa gente no sabe divertirse.
El resto de los amigos, ellos y ellas, se rieron. Ella hizo como que no había oído el comentario, no quiso darse por aludida.

Ahora todo había cambiado. Iba a tener un hijo. Un hijo suyo, de ella. No podía creerlo.
Hacía unos dos meses se había quedado aislada en un refugio de montaña con un compañero. El chico había tenido una mala caída, se había roto el tendón de Aquiles y no podía caminar. Uno de los montañeros que sabía algo de medicina le entablilló la pierna, lo tapó con el saco de dormir y le suministró algunos medicamentos. Una cura de urgencia hasta que vinieran a buscarle con una camilla. Alguien se tenía que quedar con él y, como siempre, fue Marisa; no tenía familia que la esperara y estaba dispuesta a ayudar.
Encendieron fuego pero había poca leña y, cuando se acabó, el frío se hizo intenso. Belarmino estaba medio dormido a consecuencia de los analgésicos y, como a ella le pareció que estaba tiritando, se metió con él en el saco para darle calor. Se plegó contra su cuerpo dándole la espalda. Unas horas más tarde sintió que le metían la mano por debajo de la camiseta y le tocaban los pechos. Ella no dijo nada. Luego sintió el pene erecto de su compañero apretado contra sus nalgas y se quedó quieta. Después le bajó las bragas y ella no puso ninguna resistencia. Pasó lo que tenía que pasar en esas circunstancias.
Cuando llegó el equipo de rescate aún estaban dormidos. Se lo llevaron y no había vuelto a verlo porque no iba a las excursiones. Ella tampoco se había atrevido a visitarlo por si él pensaba que pretendía comprometerlo por lo que ocurrió.
Al llegar a casa, se preparó un café, lo pensó, tiró el café y se tomó un vaso de leche caliente. "Hay que cuidarse", se dijo a sí misma, "ahora tengo responsabilidades".
Se acercó al teléfono y marcó un número.
–¡Hola, Fredi, soy Marisa!
–Ya, dime.
–Siéntate, que te voy a dar una noticia.
–No será para tanto.
–Sí lo es. Estoy embarazada.
–¿Qué dices? ¿Estás de broma?
–No. Es la verdad. Voy a tener un hijo
–¡Joder! No sé que decirte. No sabía que andabas con alguien.
–Es que no salgo con nadie.
–¿Entonces? ¿Te has hecho la inseminación artificial? Tú eres muy capaz.
–No hubiera sido mala idea, pero tampoco. Fue una tontería, ya te contaré.
–Y el padre, ¿quién es?
–No lo conoces ni lo vas a conocer.
–¿Lo sabe?
–No. Y no estoy muy segura de si se lo diré.
–¿Es que piensas abortar?
–Ni se me ha pasado por la cabeza. Estoy contentísima.
–Tú misma. Es cosa tuya. ¡Vaya noticia!
–Tú eres el primero en saberlo. Para eso tengo un hermano, para que me eche una mano.
–Ya sabes que puedes contar conmigo. ¿Qué quieres que haga?
–Acompáñame cuando vaya a contarlo en casa. Sola no me atrevo.
–Desde luego.
La noticia dejó estupefactos a sus padres.
–Pero… ¿de quién? –. Fue lo primero que dijo su madre.
–Fue una relación esporádica. El padre como si no existiera.
–¡Qué vergüenza! A tu edad y con éstas.
–¡Mamá, por favor! –dijo Fredy– es estupendo, como un milagro. Todos tenemos que estar muy contentos.
–¡No! Si no digo nada. Ella sabrá lo que hace. Si estoy contenta...
–Yo eso no lo veo bien –dijo su padre.
–¿Qué es lo que no ves bien? –preguntó Fredy.
–Que no cuente con el padre –afirmó con parsimonia mientras daba una calada a su pipa–. Un hombre tiene derecho a saber que tiene un hijo, y un niño tiene derecho a saber que tiene un padre. Luego si el padre no lo acepta es cosa suya, allá su conciencia.
–¿Por qué? ¿Por qué no puede ser solo mío? En este mundo, miles de hombres abandonan a las mujeres cuando se enteran de que están embarazadas y tienen que criarlos ellas solas. ¿Por una vez no podría ser al revés?
–Ésa es una postura muy egoísta y siempre lo ha sido. Todos tenemos que aceptar nuestras responsabilidades y el padre tiene que tener la oportunidad de hacerlo. Harías lo mismo que hemos criticado tantas veces.
–Papá tiene razón –dijo Fredy.
–¡Pero si casi no lo conozco! Ni tan siquiera sé si es un hombre libre.
–Eso es una disculpa–apuntó el padre.
–Pensará que quiero comprometerlo, que pretendo que se case conmigo o algo así.
–Eso estaría bien –dijo su madre.
–¡No, mamá! No me atrae y no quiero cargar con un hombre para toda la vida porque me he quedado embarazada.
–¡Haberlo pensado antes! –su madre seguía con su idea.
–En eso Marisa tiene razón –afirmó Fredy–. Los tiempos han cambiado. No tiene por qué casarse si no quiere.
–Marisa sabrá lo que tiene que hacer. No la atosigues más –dijo su padre y de alguna manera dio por terminada la discusión.
Esa noche Marisa no pudo dormir. Su padre tenía razón, como siempre. El niño, o niña, tenía derecho a saber de su padre. La cosa era complicada porque ella no sabía si Belarmino estaba casado o, a lo mejor, divorciado.

Belarmino tenía cuarenta y cinco años y también era solterón. No era nada atractivo, calvo, extremadamente delgado y nervudo, de prominente nariz y mirada huidiza. Trabajaba en la construcción y ganaba un buen sueldo así que se había construido un chalecito en las afueras. Era muy popular entre sus amigos porque, cuando discutían con sus mujeres o querían evadirse de ellas, iban a casa de Belarmino y allí bebían, jugaban a las cartas, veían películas pornográficas y, de vez en cuando, aparecían con algún ligue.
–¡Qué suerte tienes, cabrón! Tú si que sabes vivir.
–Listo que es el chico que nunca se ha dejado pillar. Si yo volviera a nacer, de dónde me iban a pescar a mí.
Con las mujeres no tenía tanto éxito. De vez en cuando ligaba con alguna chica en la zona de los vinos o buscaba una prostituta si se encontraba muy necesitado.
Marisa buscó su dirección en la secretaría del grupo de montaña y se dispuso a ir a visitarle. No estaba en su casa. No estaba casado y, como no se podía mover, se había instalado temporalmente en casa de sus padres. Le costó dar con él pero lo consiguió.
–¿Vive aquí Belarmino?
–Sí, pase, por favor. ¿Es amiga de Mino? –preguntó la madre del chico.
–Sí. Me quedé con él cuando se rompió la pierna, ¿cómo está?
–Regular. Lo tuvieron que operar. Ya lleva casi dos meses y aún tiene para rato. Tardará bastante en recuperarse.
–Lo siento.
Mientras hablaban llegaron a la habitación en la que estaba Belarmino.
–¡Hola! He venido a verte, ¿cómo estás?
Él la miró con sorpresa, se veía que no esperaba esta visita.
–Bien, dentro de lo que cabe.
–¿Querrá tomar un café? –preguntó la madre.
–Pues sí. Bueno, no. No puedo.
–¿Algo de beber? ¿Una cerveza?
–Cerveza, no. Si tiene un zumo o algo parecido.
–No, no tengo, ¿una manzanilla?
–Eso sí.
La madre se fue hacia la cocina y ellos se quedaron solos.
–Verás, venía a decirte algo importante. No creas que quiero comprometerte, ni mucho menos, pero creo que debes saberlo.
Ella lo miraba abiertamente, él estaba desconcertado.
–Estoy embarazada.
–¿Cómo?, ¿qué?
–Pues eso, que estoy embarazada por lo de la noche del refugio.
–¿Estás segura?
–Segurísima. Pero no quiero nada, ni que lo reconozcas ni que nos casemos ni nada. Solo quería que lo supieras porque creo que tienes derecho.
Él se quedó callado. Les invadió un profundo y largo silencio.
–Bueno, pues nada más, yo ya me voy –dijo mientras se levantaba.
En ese momento llegó la madre con la manzanilla.
–Siéntese, por favor, he traído unas pastas.
La madre dejó la manzanilla y las pastas y se marchó con discreción.
Ella se volvió a sentar. La situación se había vuelto muy tensa.
–Ven otro día a visitarme. A ver si ya puedo caminar aunque sea con muletas, y podemos salir a tomar algo para hablar, aquí...
–Lo intentaré, pero ando muy ocupada. Ya sabes lo que hay. Solo pretendía que lo supieras.
–Me gustaría volver a verte… No sé qué decir…
–No te preocupes. Yo estoy bien y no necesito nada.
–De todos modos me gustaría hablar de esto contigo.
–Ya te llamaré cuando pueda.
Se despidió definitivamente de él y de su madre y se dio toda la prisa que pudo para salir a la calle. Respiró profundo. Había sido un mal rato.

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viernes, 12 de marzo de 2010

EL VESTIDO NEGRO



Carmen se mira al espejo. Los ojos se le llenan de lágrimas.
– ¡Estoy horrible! Gorda y como abotargada. Parezco un monstruo. Me he probado todo y no me vale nada.
– Mira que exageras. –contesta su madre que está sentada en una butaquita con un bebé en los brazos– Sólo hace cuatro meses que has dado a luz y acabas de quitarle el pecho.
–Eso no me consuela –se pone el vestido premamá que ha usado durante cinco meses–. ¡Con las ganas que tenía de tirar este fardo!
–No puedes seguir así –asegura su madre mientras deposita al bebé en su cuna–. A ver si te va a pasar como a Maite. Ahí la tienes, colgada con tres niños y su marido con otra.
– ¿Qué quieres? No tiene tiempo para nada y mucho menos para cuidarse a sí misma.
–Sí, pero ahí está.
–Es que Chechu es un sinvergüenza. Tan guapo, tan simpático, siempre a la última, muy popular, el amigo de todos… Si lo que quería era una modelo para presumir de mujer, podía habérselo pensado antes de hacerle a Maite tres hijos.
Mira hacia la butaquita pero su madre ha desaparecido. Eleva la voz y continúa.
–Tampoco él es el que era. Pero las cosas son así de injustas. Un hombre puede echar barriga, arrugarse, envejecer, quedarse calvo, y aquí no pasa nada. Una mujer no. Tiene que estar siempre delgada, ser siempre joven, siempre guapa…
Cuando ha acabado de recoger la ropa se dirige a la cocina. Su madre le prepara el café.
–Las cosas son así y siempre lo han sido –asegura su madre.
–¡Pues vaya mierda! –Carmen se queda pensando un momento–. Oye, mamá, ¿podrías quedarte con la niña dos horas para que yo vaya a comprarme algo nuevo que me valga?
– ¡Claro! Y además podríais ir a cenar con los amigos como hacíais antes. Tú no te preocupes, yo me ocupo de todo.
–No sé… Ya veremos.
Carmen está en la tienda de ropa probándose un traje pantalón. Se mira al espejo. Esta vez ve a una mujer morena de pelo castaño oscuro, ojos negros y almendrados enmarcados en unas cejas perfectamente arqueadas, nariz pequeña y recta y labios carnosos… ¡No está mal! Lo del tipo es otra cosa… Por lo menos ha engordado dos tallas, tiene las caderas más anchas, más pecho y más cintura, pero, al fin y al cabo, no tiene barriga y sus piernas siguen teniendo una forma casi perfecta.
A medida que se va probando ropa, aumenta su alegría. Hay de todo y, además, le sienta bien. No sabe dónde escoger. Al fin, se compra algo de ropa interior, un traje con pantalón, un nuevo pantalón vaquero y un vestido negro de más vestir para salir por las noches.
Al llegar a casa, le enseña a su madre todas sus compras y se las prueba dos o tres veces para preguntarle por su impresión
– ¿Cómo me queda? ¿Verdad que es muy elegante?
–Estás preciosa, como siempre.
Carmen entona una cancioncilla mientras guarda la ropa.
–Voy a llamar a Alfonso para lo de esta noche. ¿Qué te parece?
–¿Cómo me va a parecer? Estupendo.
Alfonso acepta enseguida Al finalizar la tarde, cuando llega a casa, Carmen lo recibe efusivamente, le da mil besos y abrazos y le dice entre carantoñas que tiene una sorpresa para él. Alfonso se sienta en el sofá a leer el periódico y Carmen se dispone a arreglarse para salir.
Se ducha, se “encolonia”, se depila y comienza a pintarse con esmero. Estudia sus nuevas facciones: el óvalo de la cara más redondeado, los labios más gruesos... Cuando acaba de maquillarse se encuentra satisfecha de su obra.
Luego empieza a vestirse. Se prueba el traje pantalón y el vestido negro. Al fin, escoge el negro, el más ceñido y escotado aunque discreto. Se mira en el espejo una y otra vez. Se presenta en el salón y le dice a su marido con cara radiante:
– ¡Ya estoy! ¿Qué te parece?
Su marido la mira extasiado.
– ¡Guapísima!
Carmen se da dos o tres vueltas en redondo contoneándose delante de Alfonso y, finalmente, se acerca a él y le da un beso apasionado. Se encuentra en la cima. Él le devuelve la caricia y luego va a limpiarse los restos de carmín. Ella vuelve a retocarse los labios mientras le espera.
–Ya está –le dice a Alfonso
El la sigue mirando con admiración.
–Bueno, pues ya es la hora. Cuando quieras nos vamos –dice Carmen caminando hacia la puerta con paso firme y decidido.
De pronto, Alfonso se para en seco: la mira de arriba abajo, cejijunto, casi la desnuda con la mirada.
–¿No pensarás salir a la calle con esa ropa y esa cara?
– ¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no voy a salir así? ¿Qué tiene de malo?
– ¡Todo! ¡Lo tiene todo! ¿No ves que vas llamando la atención? ¿No te das cuenta de que pareces una puta? –le grita.
Ante el alboroto, aparece la madre de Carmen:
– ¿Qué es lo que pasa? ¿Puedo ayudar? –pregunta asustada.
–Usted no se meta
– Nada, mamá –dice Carmen llorando– que a Alfonso no le gusta como voy.
– ¡Pero si estás preciosa! –exclama la madre.
–Mire, mejor se va usted y deja que esto lo arreglemos ella yo, porque de otra forma no sé lo que va a pasar
– Bueno... no sé... si quieres me voy... pero... no sé... –contesta mientras se dirige a la cocina.
Carmen y Alfonso se quedan solos. Él la mira como si la estuviera desafiando. Nunca habían discutido y menos delante de su madre.
– Pero... si es un vestido de lo más discreto y me he pintado como siempre –razona Carmen con un hilo de voz entrecortado y lloroso–. Antes te gustaba.
–¡Nunca me ha gustado! Ya estás quitándote esa ropa y esa pintura y poniéndote en consonancia con tu nueva situación. Ya eres madre, ¿se te ha olvidado? –su enojo va en aumento.
– ¡Pues no! No se me ha olvidado que soy madre, pero eso no tiene nada que ver. No hay un vestuario para madres y otro para el resto. Eso es una tontería.
–Me da lo mismo lo que tú pienses. Con ese vestido y esas pintas no sales a la calle.
–No me lo voy a quitar. Lo encuentro muy elegante y, además, creo que me sienta muy bien.
–Mira, no vayas a desafiarme a estas alturas. Si yo digo que te lo quites no hay más que hablar.
Carmen se dirige al cuarto de baño y llora desesperadamente. Cuando se calma, se vuelve a retocar un poco y, finalmente, se dirige al salón.
–Mira, Alfonso –empieza con voz que intenta ser sosegada y dirigiendo los ojos al suelo–. Yo no quiero discutir contigo, pero no creo que tengas ningún derecho a decirme lo que me tengo que poner o cómo arreglarme. Tú puedes decirme que esto te gusta más que lo otro, pero nada más, y yo, en último caso, decidiré cómo vestirme –levanta la cabeza y lo mira–. No creo que este vestido tenga nada malo. Tú mismo me has dicho que te gusta cómo me queda, y a mí también me parece bien. ¿Cuál es la razón por la que me lo tengo que quitar?
Alfonso no contesta, la mira pero se queda callado.
– ¡Dime! ¿Qué tiene de malo?
–Ya te lo dije, lo tiene todo. Pero no es eso. Lo importante no es si te pones este o aquel vestido, lo importante es que si yo digo que no, es que no. No estoy yo matándome a trabajar para que, al llegar a casa, mi mujer, que se ha pasado todo el día sin hacer nada, discuta lo que yo le digo. Mira, guapita, en este mundo el que manda es el que “pone el huevo”, si no sabes eso, te han educado muy mal. Claro tú te crees la reina de la creación, porque has ido a buenos colegios y siempre has tenido todo lo que querías. Yo he tenido que enfrentarme al mundo cuando no levantaba un palmo y sé muy bien dónde vivimos y quién manda.
–Yo no tengo la culpa de que empezaras a trabajar tan pronto; eso ha sido cosa de tu familia, de las circunstancias… no puedes vivir amargado por ello toda tu vida –dice Carmen con serenidad–. Pero eso no te da derecho a mangonearme en cosas tan personales como mi aspecto.
– ¿No? ¿Quién ha pagado ese modelito? ¿Tú? ¿De dónde has sacado el dinero?
–No te reconozco. No sabía que pensaras así. Tú no eres el Alfonso con quien me casé. Sabes muy bien que si no trabajo es porque así lo decidimos entre los dos. Estábamos de acuerdo en que lo ideal era tener pronto uno o dos hijos y dedicarnos a ellos por entero mientras fueran pequeños. Siempre pensé que eso te gustaba porque te habías criado en una familia mal avenida y con muchas necesidades.
– Claro que es lo que pienso. Pero eso no tiene nada que ver.
–Yo he intentado darte todo mi cariño para compensarte, pero parece que no ha servido de nada.
–Yo también te quiero y creo que te lo demuestro constantemente.
–Desde luego. Hasta ahora sí. Admito que me digas lo que tengo que hacer para cuidar a la niña porque creo que te preocupa y eso me gusta, admito que te metas en cómo hago las cosas de la casa, porque también es tuya. Pero que quieras dominar esa parcela tan personal de cada uno como es la propia imagen, eso no lo puedo admitir. Y tampoco que me salgas con el asunto del dinero, porque mañana mismo vuelvo al trabajo, todavía estoy a tiempo
Alfonso permanece callado con el entrecejo fruncido
-No importa quién haya pagado el vestido –añade Carmen–, lo he comprado yo a mi gusto y no pienso quitármelo por un capricho tuyo.
–No pienso seguir discutiendo por este asunto. Tú verás lo que haces –Alfonso se sienta en el sofá y vuelve a su periódico dando por terminada la discusión.
Carmen se dirige hacia la cocina. Su madre está sentada en una silla, parece asustada, como acobardada.
– ¿Qué piensas hacer? Si no vais a salir yo me voy a mi casa.
– ¡No me atosigues! Lo estoy pensando.
–Poco tienes que pensar. Aguantarte y callar. Si lo sabré yo…
–No, mamá. Yo no quiero vivir como tú: siempre amedrentada. Quiero vivir con Alfonso, pero respetándonos el uno al otro. Si cediese sería el fin.
–Y, si no cedes, también. Tienes que tener cuidado. Ya tenéis una hija, eso no es como para tomárselo a broma.
– ¿Qué quieres? ¿Piensas que yo no me di cuenta de cuál era tu situación? ¿Crees que no lo pasé mal..? –su madre calla–. Pues te equivocas… No. Yo no quiero eso para mi hija.
–Eres injusta. Tu padre siempre fue un hombre bueno. Ellos son así y no los vas a cambiar.
–Sí. Muy bueno, pero muy dominante.
Mientras acaba su frase se dirige al cuarto de baño. Se mira en el espejo, se retoca y vuelve al salón.
–Yo me voy. No me gusta que esperen por mí. ¿Vienes o no?
Alfonso levanta la vista, la mira de arriba y abajo y vuelve a su periódico sin decir nada.
Carmen duda un instante y luego se dirige hacia la puerta. Llama al ascensor y espera… Espera que su marido abra la puerta… que ocurra algo… pero el ascensor llega y no ocurre nada. Los ojos se le inundan de lágrimas. Toma el ascensor... La suerte está echada.