domingo, 4 de abril de 2010

LAS VACACIONES

–Recuerda que tienes que anular la reserva del hotel –dice Luis mientras da un beso de despedida a Ana.
–Sí, no te preocupes, lo haré.
–De la reserva del apartamento me encargo yo.
–Vale.
Una vez que Luis ha cerrado la puerta, Ana va hacia la cocina y se dispone a desayunar. Mientras recalienta el café en el microondas y unta una tostada con mantequilla, repasa las faenas cotidianas que le quedan por delante según se van a suceder: levantar y asear a los niños, darles el desayuno, llevarlos al colegio, levantar y asear a su suegra, fregar, lavar, pasar el aspirador, quitar el polvo, hacer los recados, preparar la comida, recoger a los niños, poner la mesa, recoger la mesa, volver a fregar, echar a su suegra en la cama, llevar a los niños al polideportivo, levantar a su suegra, asearla y darle la merienda, recoger a los niños, ayudarlos con los deberes mientras plancha, hacer la cena, dar de cenar a su suegra, asearla y acostarla, dar de cenar y acostar a los niños, preparar la ropa del día siguiente…
Se siente cansada, decepcionada, maltratada. Llora, pero no le sirve de nada. Quiere a Luis, es un buen marido y un buen padre. Sabe muy bien que no tiene alternativa. Está atrapada.

Se conocieron en una boda, se enamoraron locamente y se casaron en cuanto les dieron las llaves del piso que compraron empeñando sus sueldos por veinticinco años.
La verdad es que sus primeros tiempos de matrimonio fueron gloriosos. Los dos trabajaban, así que disponían de dinero y viajaban cuanto podían porque ella era diplomada en turismo y ocupaba el puesto de encargada de sección en una agencia de viajes.
Ya llevaban más de cinco años casados cuando decidieron que era el momento de ser padres. Ella dejó de tomar anticonceptivos y se pusieron a ello con ilusión y tenacidad, así que al poco tiempo ya estaba embarazada.
Ana estaba de más de siete meses, cuando la madre de Luis se cayó desde lo alto de la escalera mientras limpiaba unas ventanas en su casa. Después de dos semanas de incertidumbre supieron que se quedaría en una silla de ruedas para siempre.
Fue una noticia terrible que rompía todos sus proyectos. Rescindieron el contrato de alquiler de la madre de Luis porque era evidente que no podía vivir sola y le hicieron un hueco en su casa pidiendo un préstamo para adaptarla a su minusvalía. Por otra parte, Ana pidió la baja por maternidad y contrataron una asistenta.
Al fin llegó Anita y pasaron los cuatro meses de permiso maternal. Ana tenía que incorporarse al trabajo o dejarlo.
–Luis, no sé cómo nos vamos a arreglar. He estudiado todas las posibilidades y no encuentro una solución.
–Podemos meter una chica fija.
–Sí, pero eso no nos soluciona el problema porque la niña es muy pequeña y necesita todo tipo de atenciones y tu madre también. Tendríamos que buscar una buena guardería y así la chica podría atender a tu madre mientras la niña está en la guardería.
–Pues podemos hacer eso.
–El problema es el dinero. Entre la chica y la guardería serían más de mil setecientos euros. Y luego están los mil de la hipoteca y las amortizaciones del préstamo, al margen de los gastos de la casa.
-¿Cuánto hay que pagarle a la chica?
-Ochocientos de sueldo, más las pagas extra, las vacaciones y unos ciento ochenta o así de seguro. Con comida y todo creo que pasa ampliamente de los mil doscientos .
-¿Y la guardería?
-La que está a medio camino de la agencia, que es la que me conviene, unos quinientos.
-¡Caray!
-Claro, se trata de llevarla cuando me voy a trabajar, ir a ver cómo come a mediodía y recogerla al salir de trabajar, casi diez horas. Hecha la cuenta, mil setecientos que gano yo y unos mil doscientos de media que ganas tú, los meses buenos, ni aún contando con los casi cuatrocientos de la pensión de tu madre nos llegaría.
–Ya, pues no sé. Podrías trabajar a jornada partida.
–Eso tampoco resuelve nada porque tanto tu madre como la niña necesitan que estén pendientes de ellas constantemente. Y total, ¿qué?, disminuiría mi sueldo y de todas formas tendríamos el mismo problema.
–Entonces tendrás que dejar de trabajar.
–Es una solución, aunque sin mi sueldo no podremos meter una chica. De momento podría pedir la excedencia, ya veremos después.
–Sí, será lo mejor. Además, ¿con quien mejor estará la niña será con su madre? Aunque será mucho trabajo.
–No te preocupes. Estoy acostumbrada.
Ana era la segunda de seis hermanos, así que desde pequeña había arrimado el hombro y aún así había sacado su carrera.
Pidió la excedencia por dos años y se hizo cargo de la casa, de su niña y de su suegra. Y, por si eso fuera poco, en un despiste, se quedó de nuevo embarazada. Vino José Antonio y la excedencia por dos años se transformó en el abandono definitivo del trabajo.
Una mañana de primavera, harta de la monotonía de su vida y después de dejar a los niños en el colegio se acercó a ver a sus antiguos compañeros.
Después de los saludos y los parabienes, su antiguo jefe la invitó a tomar un café. En la cafetería se sinceró con él.
–Estoy derrotada. ¡No sabes cuánto añoro el trabajo!
–Ya te veo.
Ana se había ido abandonando poco a poco. Estaba muy delgada y algo demacrada. Había dejado de ponerse las mechas y no se cuidaba mucho el pelo, así que llevaba una media melena siempre recogida con el primer prendedor que encontraba. No abandonaba el chándal o, como mucho, el pantalón vaquero y la camiseta, y si era invierno solo añadía un anorak de mercadillo.
–No me mires, sé que doy pena.
–No es eso, nunca entendí por qué lo dejaste.
–Esperaba encontrar la forma de conciliar mi trabajo con la niña y mi suegra, pero fue imposible.
–Tú ganabas más que Luis, ¿no?
–Sí, él lleva representaciones de peluquería. No gana un sueldo fijo. Bueno, sí, pero pequeño. Lo importante son las comisiones, como aquí pero más a lo bestia.
–Además tú aquí tenías posibilidades. El tiempo ha pasado muy rápido. ¿Hace cuánto que lo dejaste?, ¿cinco o seis años? Me jubilo este año y ya sabes que el puesto era para ti.
–No me lo recuerdes. Pero no pudo ser.
–¿Y si Luis se encargara de la casa? Con tu sueldo podría tener una ayuda.
–¡Qué va!, tú eres muy moderno, eso ni se nos ocurrió. Bueno, a mí sí, no creas, lo pensé. Pero… ¿qué pensaría mi suegra?, ¿qué dirían los amigos y vecinos? A él ni se lo propuse. Además, Luis nunca ha hecho nada en casa. ¿No ves que es hijo único y que su madre se ha dedicado enteramente a él?
–Tenías que habérselo dicho. A lo mejor te llevabas una sorpresa.
–No lo creo, es muy tradicional.
–Tú misma.
–Desde que ocurrió el accidente se acabaron los viajes. Sólo salgo de casa para ir a pasar el mes de vacaciones en el pueblo de los padres de Luis. Y eso es peor que no salir porque en el pueblo no tengo las comodidades de casa. No es que me importe mucho porque he corrido lo mío, pero sí que añoro una escapadita de vez en cuando.
–Pues eso tiene solución. En la oficina tengo unos folletos de una oferta de un hotel en la Costa del Sol. Está preparado para recibir personas discapacitadas y tiene un equipo de atención para que los acompañantes disfruten de cierta libertad de movimientos. Está muy bien.
–Sería ideal. Supongo que será caro –miró el reloj–. Se me hace tarde. Tengo que ir a casa a levantar a mi suegra.
Ana recogió los folletos y se despidió de su antiguo jefe. A partir de aquel momento no pudo pensar en otra cosa que en el hotel de la Costa del Sol. Le parecía un sueño alcanzable.
Cuando llegó Luis a casa lo primero que hizo fue enseñarle el folleto.
–Mira.
Luis lo cogió y comenzó a leerlo.
–¡Estupendo! –siguió leyendo–. Aunque es un poco caro, ¿no?
–Bueno, es natural, solo podríamos ir unos días, pero sería maravilloso.
–Me parece bien.
Luego se dirigió a su madre y le enseñó el folleto.
–Yo sin gafas…
–Ya te lo leo yo –acto seguido Luis leyó la oferta en voz alta.
–Sí, está bien –dijo la madre sin entusiasmo–. Para vosotros es mejor, así os podéis librar de mí de vez en cuando.
–No es que nos queramos librar de ti, todo lo contrario, vas a estar como nunca.
–Yo donde mejor estoy es en el pueblo. Sin líos ni prisas. Además allí conozco a todo el mundo.
–No te preocupes. Los del hotel son gente especializada, enseguida harás muchos amigos.
–Vamos a donde vosotros queráis. Otra cosa es… Haced lo que os plazca.
–Pues no se hable más. Mañana mismo reservas plaza –le dijo Ana mientras le daba un beso en la mejilla–. No sé si será más conveniente que reserves doce días porque quince es mucho dinero.
–Bueno, aunque sean diez. Pasaré unos cuantos días sin hacer nada. No me lo puedo imaginar, el recuerdo de otra situación similar ha quedado tan lejano que es inexistente.
Ana reservó de inmediato el hotel En los días siguientes se encontró con energías renovadas. Dos semanas antes del viaje se fue a la peluquería; se tiñó y se hizo un corte de pelo muy moderno. Luego fue a comprar algún trapito, poca cosa, por si podía tener una cena romántica con su marido.
Por la noche llegó Luis muy contento.
–Verás –dijo con parsimonia– estuve dándole vueltas a lo del viaje, pensando cómo podríamos hacer para alargar un poco el tiempo de vacaciones y esta mañana pasé por una agencia de viajes y encontré la solución –y la miraba mientras le tendía un folleto en el que se anunciaban unos apartamentos de planta baja con perfecta accesibilidad.
Ana miró el folleto y de repente se puso lívida.
–No quiero parecer egoísta pero esto para mí no son vacaciones.
Luis no dijo nada.
–Creo que no es una buena idea porque no es lo mismo. En el hotel hay personal para atender a tu madre si salimos a alguna parte y, bueno, no tengo que cocinar, ni fregar, ni recoger, ni nada –lo miró fijamente esperando una respuesta–. Para mí es casi como ir al pueblo, ¿lo entiendes?
–No, no lo entiendo –contestó Luis con cierto desdén–. A mí no me apetece nada dividir el poco tiempo de vacaciones del que dispongo en viajes de un lado para otro –recogió el folleto y volvió a ojearlo–. Además, esos apartamentos están en una zona estupenda para descansar, que es lo que necesito. ¡Claro!, tú, como estás siempre en casa buscas emociones y lo que quieres es salir por ahí. Pero yo, que trabajo de sol a sol para poder manteneros a todos, lo que necesito es descanso, desconectar.
–Bueno, es posible que tengas razón –Ana intentó reprimir su indignación–. Entiendo que necesites descansar y desconectarte del mundo. ¡Claro! ¡Y yo también! –empezaban a soltársele las lágrimas–. ¿Es que yo no cuento? ¿Qué crees? Es qué yo no trabajo? Me gustaría verte en mi puesto –se paró un momento para reflexionar–. Yo preferiría mil veces trabajar en la agencia y llegar a casa con todos los problemas domésticos resueltos, todo hecho y todo en su sitio –se volvió a parar en su discurso como si dudara de seguir–. No creas que cuidar a tu madre, es cosa de nada. Y... bueno nada, no vale la pena.
–Sí, trabajas mucho, lo sé, pero no es lo mismo. No compares la tensión de tener que dar cuentas de cómo van las ventas. Porque en cuanto te descuidas las cosas salen mal y en este trabajo no se andan con cuentos, no tienen en consideración cómo estás o lo que te pasa, si no vendes fuera –se calló un momento como para tomar aliento–. A ti no te pide cuentas nadie ¿Cuándo te he dicho yo si esto o lo otro no estaba hecho o en su punto? Tu trabajo no tiene ninguna presión, si lo haces, bien, y si no lo haces, también, puedes disponer de tu tiempo como quieras.
–Eso que dices es una necedad. Yo no hago lo que quiero, hago lo que tengo que hacer porque nadie viene a hacerlo por mí. Me levanto una hora antes que tú, me acuesto mucho más tarde y no tengo ni un momento para ver la televisión o relajarme –dijo gritando– y, además, si eso es lo que te parece a ti, la solución es muy fácil, a partir del mes que viene yo vuelvo a trabajar fuera y tú te quedas en casa. Estoy segura de que podría volver a la agencia, incluso de jefa.
Luis la miró atónito.
–¡Cállate ya!, ¡no dices más que tonterías! –estaba verdaderamente enfadado.
–Lo digo en serio, es una posibilidad.
Luis se quedó callado. La miró, sonrió, la tomó por la barbilla, le dio un beso en la mejilla y dijo:
–Bueno, vamos a dejarlo. Yo te quiero, ya lo sabes. Eres lo más importante para mí. Sé que trabajas mucho y además atiendes a mi madre como si fueras su hija. Y yo te lo agradezco de verdad.
Y dando media vuelta se metió en la habitación para ponerse cómodo y se dispuso a ver la tele.