martes, 27 de abril de 2010

LA JUBILACIÓN.

–¡Al fin!
–Ya puedes hacer lo que quieras.
–No creas. Estaba muy cansado.
–Lo peor eran los turnos.
–Nunca te acostumbras. ¡Casi cuarenta años! Turno de mañana, turno de tarde, turno de noche…
–Y que lo digas.
–Ha sido una vida perra.
–Tampoco es para tanto, hemos vivido bien.
–¿Sí? ¡Habrás vivido bien tú! ¿Cuándo hemos podido tener amigos para salir? Nadie ha soportado nuestros horarios. Lo de los turnos no es vida. Ahora empiezo a vivir.
–¿A qué vas a dedicarte?
–A descansar. Me parece mentira tener todo el tiempo para mí.
–Para ti y para mí. Ahora podremos hacer más cosas juntos.
–¿Cómo qué?
–Como ir a una clase de baile, por ejemplo.
–¡En eso estaba pensando yo! ¡Tengo unas ganas locas! Si quieres hacer el tonto vete tú, conmigo no cuentes. Me voy a dedicar a mí mismo. A todo lo que me gusta.
–Haz lo que quieras.


Pasados unos meses.

–Se me está haciendo tarde –le dice Lidia a su hija–. Tengo que hacer la comida – mira el reloj–. ¡Fíjate, qué tardísimo!
–Pero, ¡si papá está jubilado!
–Sí, pero él no hace nada. Cuando yo llegue estará leyendo, sentado en la butaca, esperándome para que haga la comida, ponga la mesa...
–¡Pues ya le vale! Me extraña que lo consientas.
–Eso no me importa nada. Lo peor es que ya no tengo tiempo para mí misma. Antes, con eso de los turnos, me adaptaba a sus horarios y cuando él no estaba hacía montones de cosas que no le gustan: ir de compras, al teatro, a la peluquería, a tomar un café con las amigas… Tú lo sabes bien. Ahora ya no puedo hacer nada, porque, como no está acostumbrado a que yo no esté en casa, se molesta cada vez que salgo a cualquier cosa.
–Eso es para ti. Yo no lo aguantaría.
–¡Hombre! Hay que comprender: él ha trabajado a turnos toda la vida. Se merece un descanso.
–Y ¿tú?
–¿Yo?, ¿qué?
–¿Cuánto has trabajado tú? Ahí es nada: criar cuatro hijos, atender a la abuela y luego a los abuelos.
–Y también trabajé dando clases de corte y confección antes de que cayera enferma mi suegra, ¿no te acuerdas?
–¡Era un milagro! ¿Cómo podías sacar tiempo para tanto? Yo no sería capaz.
–Lo harías, solo es cuestión de que lo necesites. Y te dejo… tengo prisa.
Durante el trayecto va rumiando la conversación con su hija. Cuando llega a casa, más tarde de lo normal, lo encuentra leyendo el periódico en el sillón.
–No he podido acabar antes. Marián llegó un poco tarde y no iba a dejar a la niña sola. ¿No podrías haberte molestado en sacar del congelador algo para comer?
Abel la mira atónito sin decir nada.
–¿No crees que podrías haber puesto la mesa por lo menos? –pregunta de forma retórica.
–No, a mí me pagan por no hacer nada. Eso es estar jubilado. Además, ¿quién hace todos los arreglos? Si no fuera por mí no funcionaría ya ni un enchufe. ¿Y qué me dices de todo lo demás? Las puertas… los grifos…
–A mí ese reparto no me parece nada justo. Se supone que mis obligaciones son cotidianas y lo que tú haces es esporádico y sólo ocurre de tarde en tarde.
–¡Déjame en paz! Tú cumple con tus obligaciones que yo cumpliré con las mías.
–¿Y cuáles son mis obligaciones?
–Las de siempre. ¿Ahora te enteras?
–¿Y las tuyas?
–Las mías eran trabajar y traer el dinero a casa.
–Sí, pero como ya no trabajas, por lo que se ve, ya no tienes obligaciones.
–Sigo trayendo el dinero a casa.
–Y yo, ¿cuándo me jubilo?
–Puestos a decir tonterías eres el ama.
–¿Por qué es una tontería? Ahora que ya no trabajas podrías ayudar algo…
–Ya te lo dije, ¿estás sorda? Hago un montón de chapuzas.
–No me parece justo. Yo también quiero jubilarme.
–Pues escribe a Zapatero.
Llaman al teléfono.
–¿No puedes coger ni el teléfono?
–Será para ti.
–Pero… ¿no ves que estoy haciendo la comida?
–Ya volverán a llamar. No te preocupes. Será uno de tus “cariños”, no sabía que tenías tantos.
Efectivamente, un minuto después vuelven a llamar.
–¡Dígame!
– Soy Emilina.
–¡Hola, cariño!
–Otro cariño –dice en voz alta Abel–. Ya te lo decía yo.
–Como últimamente no se te ve el pelo…
–Ya sabes –baja la voz–. Estoy secuestrada.
–¡Dilo en broma!
–No. Si lo digo en serio.
–Viene Lola Herrera, ¿vamos?
– No sé si podré ir. Ya sabes que no le gusta el teatro… y mucho menos que salga por ahí.
–Siempre hemos ido.
–Cuando coincidía con sus turnos.
–Tú verás.
–¡Qué coño! Saca las entradas. ¡No le gusta nada!
Lidia fue al teatro y al día siguiente tuvieron una bronca monumental.
–¿A qué hora llegaste ayer?, pasaban de las doce.
–¡Claro! La función era de ocho a diez. Al salir fuimos a tomar un café y luego tuve que llevar a mi amiga a su casa.
–¡Qué dirán los vecinos! ¡Una mujer casada por ahí a las tantas!
–¿Las doce no son las tantas? Además no vienes porque no quieres.
–No me gusta el teatro.
–No te gusta nada.
–No es verdad. Me gustan muchísimas cosas. Conozco a pocos que tengan tantas aficiones como yo.
–Sí, pero aficiones de ermitaño. A mí me gusta la gente. Yo soy un ser social.
–Yo también. ¡Anda que en mi trabajo!
–Sí, pero ya no trabajas…
–Por eso.
–Para mí, jubilarse es alcanzar la tercera juventud. Puedes emprender una nueva vida: apuntarte a una asociación de jubilados y participar en algunas de sus actividades; hacerte voluntario de una ONG, ir a una clase de pintura; asistir a conferencias, exposiciones, conciertos, viajar cundo los demás no pueden… y un montón de cosas más. Si yo me jubilara es lo que haría.
–Tú porque nunca has trabajado. Lo que quiere uno, después de “currar” toda la vida, es descansar. No hacer nada.
–No es verdad. Otros jubilados salen, juegan la partida, viajan… a montones. Nosotros ya no tenemos hijos en casa ni obligaciones de ningún tipo. ¡Bastante pasamos con tu madre y con mis padres! Si no disfrutamos ahora, ¿cuándo lo vamos a hacer?
–Yo disfruto muchísimo. No sé tú. Hay personas que no saben divertirse si no es con gente.
–Vamos a dejarlo…

Lidia se ha apuntado a natación.
–Voy a ir a la piscina. El médico me ha dicho que es lo mejor para la osteoporosis.
–¡Para lo que vas a durar!
–¿Qué crees? ¿Qué porque tú fuiste a un gimnasio y solo aguantaste tres días yo voy a hacer lo mismo?
–No. Tú eres muy deportista... ¡Ja! Lo has sido siempre.
–Si es bueno para mi salud, iré. No lo dudes.
Y fue. Y duró.
Allí conoció a unas chicas veinte años más jóvenes.
–¿Tomas un café? –le dice una de ellas.
–Pues sí, encantada.
–Nosotras lo hacemos siempre, charlamos un rato antes de empezar con todo.
–Me llamo Lidia, os agradezco la invitación, sois mucho más jóvenes que yo.
–¡Qué cosas tienes! Todas somos compañeras. La edad es lo de menos. Somos Nuria, Raquel y Conchi.
–Encantada. Y… bueno… yo ya soy abuela.
–Pero una abuela atómica. Se ve que tienes mucha vitalidad –dice Conchi.
–Eso es verdad. Lo que pasa es que desde que mi marido se jubiló no hago casi nada. No quiere salir de casa.
–Pues que se quede él en casa.
–Estos hombres de mi generación son muy machistas. Creen que la mujer tiene que hacer lo que ellos quieren y si no sale uno a bronca diaria.
–Los tiempos han cambiado.
–Poco –apunta Raquel–. Ayer tuve una con Mino. Y todo porque le dije que iba a ir de comadres.
–Pues el mío es todo lo contrario. Me preguntó que si iba a ir y él mismo me animó –dijo Nuria–. Os lo digo de verdad. Lo que hay que hacer es pasar. Yo no discuto. Hago lo que creo que debo hacer y, aunque al principio protesta, acaba aceptándolo–. Toma un sorbo de café–. El caso es no abusar. Tampoco se trata de ir cada uno por un lado.
–Tienes razón. Hay que educarlos. ¿Por qué no podemos repartirnos de buen grado las faenas de la casa? ¿Por qué no puedo salir con mis amigas para ir a los sitios que me gustan sin que eso sea una tragedia? –se pregunta Raquel.
–Lo que yo os digo. Es cuestión de perseverancia y de no ceder.
Lidia está encantada con sus nuevas amigas. Sus conversaciones le hacen pensar y le abren nuevos horizontes.

Dos meses después le llega información para participar en unos cursos del Instituto de la Mujer para mayores de cincuenta y cinco años.
Se apunta a tres. Uno, denominado Movimiento saludable, es una alternativa a la gimnasia de mantenimiento adecuado a la edad de las participantes. Los otros dos son de tipo cultural. En total está ocupada los martes y jueves de nueve a diez y miércoles de cinco a siete.
Se siente estupendamente. Entabla una gran amistad con otras mujeres de su misma edad. Además de los cursos hacen excursiones, se reúnen para comer, van a exposiciones, a conferencias… charlan… cantan… bailan… Lo pasa estupendamente.
–Te pasas el día por ahí. En casa no haces nada –protesta Abel.
Lo hago todo, como siempre.
–¡Sabe dios! ¡Esto no puede seguir así!
–¿Qué quieres que haga?
–Estar en tu casa, como debe ser.
–¿Para qué? ¿Para que tú estés sentado en un sillón y yo en otro sin dirigirnos la palabra?
–En casa siempre hay algo que hacer.
–¿Es que tú haces mucho?
–Lo que tengo que hacer, no como tú.
–No te empeñes. No voy a dejarlo. Tú haz lo que quieras. Además, voy a apuntarme
a clase de baile. Es una forma divertida de hacer ejercicio, ¿quieres venir conmigo?
–Yo no necesito ir a ninguna clase de baile.
–¡Allá tú!
–Al paso que vas mejor que te quedes por ahí.
–Eres injusto. Desde el viernes después de la piscina hasta el lunes no me muevo de
casa. La piscina, la gimnasia y el baile es por cuestiones de salud, para hacer ejercicio. Y los cursos solo duran cuatro meses, estoy a punto de acabarlos por este año.
–¿Y las otras salidas? ¡Si no paras!
– En un año he ido a comer con las de la piscina dos veces y con mis viejas otras dos. ¡Ah! Y fui a una excursión y a dos exposiciones. ¿Eso es no parar?
–No paras.
Lidia se siente mucho mejor, incluso quiera más a Abel y su relación ha mejorado. Ella está menos a la que salta y él ha aceptado este nuevo estado de cosas con resignación y, en cierto sentido, hasta lo agradece porque discuten menos y cuando está con él es menos “agresiva”. Ésas son sus palabras exactamente porque, en todo esto, Abel siempre ha pensado que la culpa era de Lidia y sólo de ella.