jueves, 22 de abril de 2010

PERDER PARA GANAR.

–Mira, Loly, en ocasiones hay que perder para ganar. Te lo digo yo que lo he tenido que hacer muchísimas veces, más de lo que crees –afirma Adela con actitud conciliadora.
–¿Para ganar qué?
–Pues tranquilidad –se queda pensando y añade–. Para poder convivir.
–¡Hombre, Adela, no creo que ceder siempre sea ganar nada! Convivir significa eso: con-vivir, es decir, compartir, poner de parte y parte. Jose siempre quiere tener razón. Y en este caso no la tiene.
–No sé, yo en vuestros asuntos ni puedo ni debo meterme.
Adela se dirige a la cocina. Tendrá unos sesenta años pero es una mujer espléndida a pesar de la edad: alta, espigada, rubia con algunas canas. Tiene unos inmensos ojos azules, nariz pequeña y labios perfectamente delineados y carnosos. No lleva ningún maquillaje ni ornamento, es así de guapa al natural. Se adivina que en su juventud tuvo que ser una mujer impresionante.
–Voy a poner un café a ver si se calman los ánimos.
Loly la sigue hasta la cocina. Es menos guapa aunque no está mal. Va mucho más arreglada.
–Yo no puedo ser como tú. No veo bien esa sumisión.
–¡Claro!, porque tú has estudiado, tienes un buen trabajo y eres independiente –contesta Adela un poco picada– pero, ¿qué iba a hacer yo si no fuera así? Mira, cuando me casé con Herminio, él era mucho más que yo…
Su amiga le corta.
–¡Vaya bobada¡ Eras guapísima, una mujer despampanante. ¿Y él? Un hombre del montón. Y, además, ninguno de los dos teníais ni un duro.
–Sí, pero eso no cuenta. Él era de mejor familia y tenía estudios y yo no… Toda mi familia pensaba que había tenido mucha suerte y en cambio la madre de él nunca me aceptó porque siempre la parecí poca cosa para su hijo. Yo siempre he tenido complejo de inferioridad con él. Desde el principio todos me hicieron sentir que yo era menos.
–Bueno, en aquellos tiempos es posible que la gente pensara de esa forma. Pero afortunadamente, ya no es así.
–Para mí ya es tarde. En realidad soy feliz con la vida que llevo aunque a veces me revele por dentro. La verdad es que no sé si sabría defenderme yo sola. Ten en cuenta que nunca he decidido a dónde ir ni qué hacer, que nunca he manejado el dinero. Me casé con dieciocho años y, desde el principio, siempre me ha dicho lo que tenía que hacer y cómo comportarme.
–¡Jo, Adela, eso que estás diciendo es muy fuerte! No es que yo sea feminista, aunque Jose lo afirma. Pero, ¡chica!, ¿te llevas bien con Herminio a costa de renunciar a tu propia personalidad?
–Eso sí es verdad, me ha anulado totalmente y en ocasiones me siento muy mal. Sobre todo cuando me dice que la cabeza no me sirve para nada, que no pienso, porque pienso. Pero, si lo que yo digo no coincide con lo que él cree que debe ser, no sirve de nada, me dice que sólo digo tonterías.
–¿Cómo lo aguantas?
–¡Es tan buena persona! En muchas ocasiones pienso que es probable que yo esté equivocada. Él se preocupa por todo. Siempre trabajó como un negro para que no nos faltase de nada. Cuando la enfermedad de mi madre se portó de miedo, ¿cómo voy a enfadarme con él?
–Aun así.
–Tiene sus ideas. Es un machista, pero un machista bueno.
–No es cuestión de ser bueno ni malo. Es cuestión de respetar a los demás. Todos tenemos derecho a ser nosotros mismos, a ser independientes.
–Para decir la verdad tengo que reconocer que sí, que dependo de él para todo porque no he podido desarrollar nunca mi… no sé cómo decirlo… mi personalidad, bueno, no, no sé cómo explicarme.
–Te entiendo perfectamente.
–Pero las cosas son como son, ¿qué quieres que haga a estas alturas? Además es un hombre muy responsable.
–¡Claro que es muy buen padre y en general un buen hombre, pero no es eso. Para Jose, yo, frente a ti, soy una “feministona activista ” y lo único que pretendo es llegar a acuerdos, poner de parte y parte. No puedo tolerar su machismo a ultranza en el que el hombre por el hecho de serlo ha de saber más que la mujer en todo y tiene derecho a mandarle como si fuera un educador de por vida, como si nunca llegásemos a ser adultas, con derecho a dirigir nuestras propias vidas. Es algo que me saca de quicio. Todo lo que digo o hago está mal para él. Sólo lo que él piensa está bien. Sus códigos de moral o de comportamiento han de ser los míos, de otro modo yo soy la equivocada. De verdad, no lo soporto.
–Tienes que reconocer que tú sí eres un poco revolucionaria. En eso estoy de acuerdo con Jose. Ninguna de mis hermanas o amigas tiene esas ideas que tú tienes.
–No me parece. Mis hijos dicen que tenía que haber nacido cuarenta años más tarde. Pero no pido nada del otro mundo. Defiendo ser yo misma, nada más. No quiero imponerle nada, pero tampoco quiero que me lo imponga él a mí.
–Pero Jose es buena persona, no tiene vicios, siempre sale contigo. ¡Anda, que no te puedes quejar!
–Yo tampoco tengo vicios y voy a todas partes con él.
–Pero no es lo mismo. Eso es normal.
–Ése es el problema, que el hombre sea virtuoso es un tanto a su favor, pero en la mujer se da por supuesto. ¡No me fastidies!
–Eso ya se sabe. Siempre ha sido así.
–¿A que tu hijo no se comporta así con su mujer?
–Menuda es ella –contesta con rapidez– ya sabes que Natalia tiene una muchacha fija, así que hace poco o nada en casa. Ella a su trabajo y cuando llega a casa a jugar con sus hijos o a sus cosas.
–¿Y él? Tampoco hace nada en casa, ¿no?
– Pues… algo hace, pero no es lo mismo.
–Para mí es lo mismo. Si los dos trabajan fuera, lo justo es que se repartan las faenas del hogar. Y si pagan para que se lo hagan, lo justo es que ninguno haga nada, o que se repartan lo que queda.
–Sé que tienes razón, pero a mí me cuesta mucho verlo de esa forma, no estoy segura de que eso de trabajar los dos fuera sea un buen negocio. Creo que los niños necesitan a su madre en casa hasta que tienen cierta edad, ésa es mi opinión y no voy a cambiarla.
–Ésa es una determinación que tiene que tomar cada pareja cuando tienen hijos y hay que respetarla. Pero lo que no es tan respetable es que la que se queda en casa tenga que vivir supeditada a su marido en todo, que no tenga derecho a cotizar a la Seguridad Social para tener en el futuro una pensión, que no tenga sábados ni domingos de descanso, ni vacaciones, ni jubilación, y que si se queda viuda le quede la mitad de la pensión que le quedaría a su marido en las mismas condiciones. No me digas que eso es justo.
–Desde luego que no. ¡Pero lo de ahora es otra cosa! No hay que irse de un extremo a otro.
A estas alturas el café ya está preparado, Adela pone la cafetera, la leche y el azúcar en una bandeja y Loly va hacia el armario a recoger las tazas.
–¿Ves?, tú te pasaste la mañana cocinando y pusiste la mesa, luego fregamos entre las dos y ellos sentados tranquilamente.
–En mi caso no me importa porque Herminio se pasa el día trabajando, en la oficina por la mañana y con lo de las contabilidades por la tarde. No le puedo pedir más. Mi caso no es el tuyo, yo sólo trabajo en casa y es justo que esa sea mi responsabilidad.
–Estoy totalmente de acuerdo contigo. Ése es un buen pacto: yo trabajo fuera y tú dentro y cada uno lo suyo. Si a mí me parece muy bien, pero desde el respeto a lo que hace cada uno. Siempre que se considere tan importante lo que haces tú como lo que hace él y que ese estado de cosas no suponga supeditación... e incluso aceptándolo, hoy es domingo. ¿Es justo que ellos descansen y nosotras trabajemos como en un día de diario? En estas ocasiones podrían ayudar, ¿no crees?
–Pues no sé. Yo siempre he vivido así y en mi casa lo mismo. No podría exigirle que me ayudara.
Cuando llegan a la terraza con el servicio de café sus maridos están sentados esperando.
Todos se ponen a charlar. De la discusión entre Loly y Jose nadie parece acordarse.
–Oye, reina–le dice Herminio a su mujer– ¿podrías traerme un vaso de agua?
Adela se levanta diligente y a los pocos segundos aparece con el vaso de agua en la mano y la sonrisa en la boca.

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