viernes, 12 de marzo de 2010

EL VESTIDO NEGRO



Carmen se mira al espejo. Los ojos se le llenan de lágrimas.
– ¡Estoy horrible! Gorda y como abotargada. Parezco un monstruo. Me he probado todo y no me vale nada.
– Mira que exageras. –contesta su madre que está sentada en una butaquita con un bebé en los brazos– Sólo hace cuatro meses que has dado a luz y acabas de quitarle el pecho.
–Eso no me consuela –se pone el vestido premamá que ha usado durante cinco meses–. ¡Con las ganas que tenía de tirar este fardo!
–No puedes seguir así –asegura su madre mientras deposita al bebé en su cuna–. A ver si te va a pasar como a Maite. Ahí la tienes, colgada con tres niños y su marido con otra.
– ¿Qué quieres? No tiene tiempo para nada y mucho menos para cuidarse a sí misma.
–Sí, pero ahí está.
–Es que Chechu es un sinvergüenza. Tan guapo, tan simpático, siempre a la última, muy popular, el amigo de todos… Si lo que quería era una modelo para presumir de mujer, podía habérselo pensado antes de hacerle a Maite tres hijos.
Mira hacia la butaquita pero su madre ha desaparecido. Eleva la voz y continúa.
–Tampoco él es el que era. Pero las cosas son así de injustas. Un hombre puede echar barriga, arrugarse, envejecer, quedarse calvo, y aquí no pasa nada. Una mujer no. Tiene que estar siempre delgada, ser siempre joven, siempre guapa…
Cuando ha acabado de recoger la ropa se dirige a la cocina. Su madre le prepara el café.
–Las cosas son así y siempre lo han sido –asegura su madre.
–¡Pues vaya mierda! –Carmen se queda pensando un momento–. Oye, mamá, ¿podrías quedarte con la niña dos horas para que yo vaya a comprarme algo nuevo que me valga?
– ¡Claro! Y además podríais ir a cenar con los amigos como hacíais antes. Tú no te preocupes, yo me ocupo de todo.
–No sé… Ya veremos.
Carmen está en la tienda de ropa probándose un traje pantalón. Se mira al espejo. Esta vez ve a una mujer morena de pelo castaño oscuro, ojos negros y almendrados enmarcados en unas cejas perfectamente arqueadas, nariz pequeña y recta y labios carnosos… ¡No está mal! Lo del tipo es otra cosa… Por lo menos ha engordado dos tallas, tiene las caderas más anchas, más pecho y más cintura, pero, al fin y al cabo, no tiene barriga y sus piernas siguen teniendo una forma casi perfecta.
A medida que se va probando ropa, aumenta su alegría. Hay de todo y, además, le sienta bien. No sabe dónde escoger. Al fin, se compra algo de ropa interior, un traje con pantalón, un nuevo pantalón vaquero y un vestido negro de más vestir para salir por las noches.
Al llegar a casa, le enseña a su madre todas sus compras y se las prueba dos o tres veces para preguntarle por su impresión
– ¿Cómo me queda? ¿Verdad que es muy elegante?
–Estás preciosa, como siempre.
Carmen entona una cancioncilla mientras guarda la ropa.
–Voy a llamar a Alfonso para lo de esta noche. ¿Qué te parece?
–¿Cómo me va a parecer? Estupendo.
Alfonso acepta enseguida Al finalizar la tarde, cuando llega a casa, Carmen lo recibe efusivamente, le da mil besos y abrazos y le dice entre carantoñas que tiene una sorpresa para él. Alfonso se sienta en el sofá a leer el periódico y Carmen se dispone a arreglarse para salir.
Se ducha, se “encolonia”, se depila y comienza a pintarse con esmero. Estudia sus nuevas facciones: el óvalo de la cara más redondeado, los labios más gruesos... Cuando acaba de maquillarse se encuentra satisfecha de su obra.
Luego empieza a vestirse. Se prueba el traje pantalón y el vestido negro. Al fin, escoge el negro, el más ceñido y escotado aunque discreto. Se mira en el espejo una y otra vez. Se presenta en el salón y le dice a su marido con cara radiante:
– ¡Ya estoy! ¿Qué te parece?
Su marido la mira extasiado.
– ¡Guapísima!
Carmen se da dos o tres vueltas en redondo contoneándose delante de Alfonso y, finalmente, se acerca a él y le da un beso apasionado. Se encuentra en la cima. Él le devuelve la caricia y luego va a limpiarse los restos de carmín. Ella vuelve a retocarse los labios mientras le espera.
–Ya está –le dice a Alfonso
El la sigue mirando con admiración.
–Bueno, pues ya es la hora. Cuando quieras nos vamos –dice Carmen caminando hacia la puerta con paso firme y decidido.
De pronto, Alfonso se para en seco: la mira de arriba abajo, cejijunto, casi la desnuda con la mirada.
–¿No pensarás salir a la calle con esa ropa y esa cara?
– ¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no voy a salir así? ¿Qué tiene de malo?
– ¡Todo! ¡Lo tiene todo! ¿No ves que vas llamando la atención? ¿No te das cuenta de que pareces una puta? –le grita.
Ante el alboroto, aparece la madre de Carmen:
– ¿Qué es lo que pasa? ¿Puedo ayudar? –pregunta asustada.
–Usted no se meta
– Nada, mamá –dice Carmen llorando– que a Alfonso no le gusta como voy.
– ¡Pero si estás preciosa! –exclama la madre.
–Mire, mejor se va usted y deja que esto lo arreglemos ella yo, porque de otra forma no sé lo que va a pasar
– Bueno... no sé... si quieres me voy... pero... no sé... –contesta mientras se dirige a la cocina.
Carmen y Alfonso se quedan solos. Él la mira como si la estuviera desafiando. Nunca habían discutido y menos delante de su madre.
– Pero... si es un vestido de lo más discreto y me he pintado como siempre –razona Carmen con un hilo de voz entrecortado y lloroso–. Antes te gustaba.
–¡Nunca me ha gustado! Ya estás quitándote esa ropa y esa pintura y poniéndote en consonancia con tu nueva situación. Ya eres madre, ¿se te ha olvidado? –su enojo va en aumento.
– ¡Pues no! No se me ha olvidado que soy madre, pero eso no tiene nada que ver. No hay un vestuario para madres y otro para el resto. Eso es una tontería.
–Me da lo mismo lo que tú pienses. Con ese vestido y esas pintas no sales a la calle.
–No me lo voy a quitar. Lo encuentro muy elegante y, además, creo que me sienta muy bien.
–Mira, no vayas a desafiarme a estas alturas. Si yo digo que te lo quites no hay más que hablar.
Carmen se dirige al cuarto de baño y llora desesperadamente. Cuando se calma, se vuelve a retocar un poco y, finalmente, se dirige al salón.
–Mira, Alfonso –empieza con voz que intenta ser sosegada y dirigiendo los ojos al suelo–. Yo no quiero discutir contigo, pero no creo que tengas ningún derecho a decirme lo que me tengo que poner o cómo arreglarme. Tú puedes decirme que esto te gusta más que lo otro, pero nada más, y yo, en último caso, decidiré cómo vestirme –levanta la cabeza y lo mira–. No creo que este vestido tenga nada malo. Tú mismo me has dicho que te gusta cómo me queda, y a mí también me parece bien. ¿Cuál es la razón por la que me lo tengo que quitar?
Alfonso no contesta, la mira pero se queda callado.
– ¡Dime! ¿Qué tiene de malo?
–Ya te lo dije, lo tiene todo. Pero no es eso. Lo importante no es si te pones este o aquel vestido, lo importante es que si yo digo que no, es que no. No estoy yo matándome a trabajar para que, al llegar a casa, mi mujer, que se ha pasado todo el día sin hacer nada, discuta lo que yo le digo. Mira, guapita, en este mundo el que manda es el que “pone el huevo”, si no sabes eso, te han educado muy mal. Claro tú te crees la reina de la creación, porque has ido a buenos colegios y siempre has tenido todo lo que querías. Yo he tenido que enfrentarme al mundo cuando no levantaba un palmo y sé muy bien dónde vivimos y quién manda.
–Yo no tengo la culpa de que empezaras a trabajar tan pronto; eso ha sido cosa de tu familia, de las circunstancias… no puedes vivir amargado por ello toda tu vida –dice Carmen con serenidad–. Pero eso no te da derecho a mangonearme en cosas tan personales como mi aspecto.
– ¿No? ¿Quién ha pagado ese modelito? ¿Tú? ¿De dónde has sacado el dinero?
–No te reconozco. No sabía que pensaras así. Tú no eres el Alfonso con quien me casé. Sabes muy bien que si no trabajo es porque así lo decidimos entre los dos. Estábamos de acuerdo en que lo ideal era tener pronto uno o dos hijos y dedicarnos a ellos por entero mientras fueran pequeños. Siempre pensé que eso te gustaba porque te habías criado en una familia mal avenida y con muchas necesidades.
– Claro que es lo que pienso. Pero eso no tiene nada que ver.
–Yo he intentado darte todo mi cariño para compensarte, pero parece que no ha servido de nada.
–Yo también te quiero y creo que te lo demuestro constantemente.
–Desde luego. Hasta ahora sí. Admito que me digas lo que tengo que hacer para cuidar a la niña porque creo que te preocupa y eso me gusta, admito que te metas en cómo hago las cosas de la casa, porque también es tuya. Pero que quieras dominar esa parcela tan personal de cada uno como es la propia imagen, eso no lo puedo admitir. Y tampoco que me salgas con el asunto del dinero, porque mañana mismo vuelvo al trabajo, todavía estoy a tiempo
Alfonso permanece callado con el entrecejo fruncido
-No importa quién haya pagado el vestido –añade Carmen–, lo he comprado yo a mi gusto y no pienso quitármelo por un capricho tuyo.
–No pienso seguir discutiendo por este asunto. Tú verás lo que haces –Alfonso se sienta en el sofá y vuelve a su periódico dando por terminada la discusión.
Carmen se dirige hacia la cocina. Su madre está sentada en una silla, parece asustada, como acobardada.
– ¿Qué piensas hacer? Si no vais a salir yo me voy a mi casa.
– ¡No me atosigues! Lo estoy pensando.
–Poco tienes que pensar. Aguantarte y callar. Si lo sabré yo…
–No, mamá. Yo no quiero vivir como tú: siempre amedrentada. Quiero vivir con Alfonso, pero respetándonos el uno al otro. Si cediese sería el fin.
–Y, si no cedes, también. Tienes que tener cuidado. Ya tenéis una hija, eso no es como para tomárselo a broma.
– ¿Qué quieres? ¿Piensas que yo no me di cuenta de cuál era tu situación? ¿Crees que no lo pasé mal..? –su madre calla–. Pues te equivocas… No. Yo no quiero eso para mi hija.
–Eres injusta. Tu padre siempre fue un hombre bueno. Ellos son así y no los vas a cambiar.
–Sí. Muy bueno, pero muy dominante.
Mientras acaba su frase se dirige al cuarto de baño. Se mira en el espejo, se retoca y vuelve al salón.
–Yo me voy. No me gusta que esperen por mí. ¿Vienes o no?
Alfonso levanta la vista, la mira de arriba y abajo y vuelve a su periódico sin decir nada.
Carmen duda un instante y luego se dirige hacia la puerta. Llama al ascensor y espera… Espera que su marido abra la puerta… que ocurra algo… pero el ascensor llega y no ocurre nada. Los ojos se le inundan de lágrimas. Toma el ascensor... La suerte está echada.


4 comentarios:

  1. Pero, Blanca, ¡como te cundió la tarde!
    Un saludo,
    Marián

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  2. todas deveriamos ser Carmen. Un saludo

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  3. Muy interesante, Blanca.
    Tienes que publicar el libro de relatos. De verdad que están muy, pero que muy bien.
    Hablamos. Paz

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  4. Eres eminente Blanca; siempre alcanzas conmover el espíritu con tus relatos, y este en especial me resulta muy valeroso. Es Carmen un paradigma muy digno a seguir por todas las mujeres.

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