lunes, 19 de abril de 2010

LOS HIJOS DEL OTRO.

Bárbara está esperando en la consulta del oculista. Es el que le toca en la seguridad social. Sabe que ha cambiado, es un médico nuevo y es la primera vez que va a tratarla.
Cuando aparece su número en el panel se dispone a entrar en la consulta.
–Buenos días.
Bárbara se fija en el médico que aún está escribiendo en la ficha algo sobre el paciente anterior.
Enseguida se da cuenta de que es un antiguo novio con el que tuvo una relación entre los diecisiete y los veintiún años. Él entonces tendría unos veintidós o veintitrés y estaba estudiando medicina. Lo dejaron porque se interpuso Sergio, un compañero de estudios del que se enamoró perdidamente.
–Buenos días, siéntese, por favor –dice el médico mientras recoge la documentación sin haber dirigido una mirada a su nueva paciente.
Bárbara se queda de pie. Está más gordo y más calvo. Nunca fue guapo, ésa es la verdad, pero es el mismo.
–Dígame qué es lo que tiene –levanta la vista y la ve. La reconoce de inmediato– ¡Bárbara!, ¿qué…?, ¡cuánto tiempo! –se levanta del asiento y se dirige a ella para darle un abrazo.
Bárbara le corresponde. Después del abrazo la separa y la mira de arriba abajo.
–Estás como siempre, tan guapa...
–No lo creas, los años pasan para todos. ¡Hace tantos que no nos vemos!
Él vuelve a mirarla. Bárbara tendrá unos cuarenta años. No es especialmente guapa. Tiene una media melena rubia y rizada con un corte muy actual, ojos marrones con la mirada dulce de los miopes, nariz un poco aguileña y labios finos. No, decididamente no es guapa, pero sí muy elegante. Es alta , delgada y viste un conjunto de pantalón y chaqueta beige con blusa blanca por la que asoma un fino collar de perlas. También lleva un fular estampado en beige y blanco. Va moderna, juvenil y señorial a la vez.
–Y, ¿qué es de tu vida? –pregunta el médico que expresa con la cara que el encuentro le agrada.
–Bien. Bueno. Sí y no. Hay mucho que contar, no se puede resumir en bien o mal –dice mientras se sienta en la silla del paciente–. Mucho, y no creo que sea el momento de empezar a contarnos nuestra vida porque tienes la consulta hasta los topes. No me gustaría retrasar tu trabajo y hacer esperar a tus pacientes.
–¡Claro!, tienes razón.
La contestación ha dejado a Armando un poco descolocado. Se dirige a su asiento, se sienta, y coge la historia clínica de Bárbara.
–Veo que tienes un problema de miopía. ¿Llevas lentillas? ¡Claro!, perdona… –lee otro poco–. Ya veo que Luis te había propuesto para una operación y…
La consulta transcurre de forma normal.
–Bueno, pues ya está –dice al terminar su coloquio profesional–. Me gustaría saber más de ti. Volver a verte algún día fuera de aquí.
–Me parece bien.
Armando sonríe, la rápida contestación de Bárbara le ha iluminado la cara.
–¿Qué te parece el sábado? Podríamos ir a comer, charlar…
–Me parece estupendo –contesta Bárbara mientras mete la mano en el bolsillo y saca una tarjeta–. Ahí tienes mi teléfono. Llámame el viernes y quedamos.
–Entonces, hasta el viernes.
–Hasta el viernes.
Armando ha llamado a Bárbara y han quedado a las dos para ir a comer a un pueblecito pesquero que se encuentra a unos quince kilómetros. Ha ido a buscarla en un flamante mercedes, se ve que le va bien. Ella ha llegado elegantísima, se nota que se ha esmerado en el arreglo. Entra en el coche y directamente se dirige a Armando para darle un beso en la mejilla.
Se ponen en marcha.
–¿Qué es de tu vida?
–¿Quieres que empiece por el principio? –sin esperar contestación, añade–. Ya sabes que estudié Filología, cuando acabé preparé oposiciones y desde entonces soy profesora de instituto.
–Sí, lo sabía.
–Me casé, supongo que lo conocerás, se llama Sergio; Sergio Rodríguez Cuesta, es diputado, está metido en política. Tengo cuatro hijos, la mayor ya está en la Universidad y la más pequeña tiene cuatro años. Hemos convivido veinte años y hace tres meses que nos separamos. Los tres pequeños están conmigo y la mayor se ha quedado con su padre.
–Yo también estoy divorciado, desde hace tres años. Tengo dos hijos, bueno, viven con su madre.
–No sé si recuerdas bien a Sergio. ¡Tú eras tan serio! Él era uno de esos golfos simpáticos que enamoran a primera vista. Me casé sin pensarlo y lo malo fue que siguió siendo simpático y golfo después de casado. No tiene remedio.
–Yo no era tan serio. No creas. Después de romper con Elvira he salido con algunas chicas. Al principio sólo quería disfrutar de mi recuperada libertad. Pero, la verdad, eso no está hecho para mí.
–Sí eras serio y supongo que seguirás igual. Lo tuyo no son los coqueteos.
–Es que no comprendo a las mujeres. O son unas machorras o andan locas buscando diversión. Tú siempre fuiste distinta, por eso estaba tan enamorado.
–Te aseguro que me arrepentí mil veces de haberlo dejado contigo. Estoy harta de hombres divertidos y superficiales. No puedes imaginar lo que son ocho años aguantando mentiras e infidelidades.
–Ha sido una feliz coincidencia, podemos seguir donde lo dejamos...

Al cabo de seis meses alquilan un chalet muy lujoso en las afueras de la ciudad y se van a vivir juntos con tres de los hijos de Bárbara.
Ella está encantada. Ha encontrado en Armando el padre que sus hijos no habían tenido porque Sergio sólo vivía para sí mismo. Con Armando van al cine, de excursión, viajan: son una verdadera familia.
Dos años después se casan y compran una gran casa muy cerca de la que habían alquilado.
Bárbara y Armando son dos adultos con una vida muy hecha. Cuando se casaron tenían formas distintas de plantearse la vida cotidiana y cuando se pasó el arrebato amoroso empezaron a tener problemas de convivencia.
Él quiere educar a los hijos de Bárbara a su imagen y semejanza y los niños, quitando a la pequeña que tiene cinco años, ya están educados a la manera de Bárbara y Sergio, porque un padre, aunque nunca esté, educa con sus actitudes.
–Alguien ha usado mi colonia –dice Armando realmente enfadado porque considera que sus cosas son sus cosas.
–Sería Rafa, ¿sabes?, como tiene trece años quiere parecer un hombre y no se le ocurre nada mejor que imitarte –contesta Bárbara sin darle importancia.
–Sí, pero mi colonia es mía, no es de Rafa. Él que use la suya y si tanto le gusta la mía cómprale un frasco igual.
–Bueno, ese frasco te lo compré yo. Ya compraré otro, no hay que darle tanta importancia.
Armando se calla, no quiere discutir pero evidentemente se queda incómodo.
Con el tiempo se calla más veces de las que protesta. No quiere discutir pero su sensación de incomodidad se acrecienta. El problema es que es de los que guarda y guarda hasta que un día explota y cuando explota cualquier nimiedad se transforma en un gran problema.
–Son las diez y cinco y habíamos quedado en que a las diez saldríamos –le dice a Bárbara enseñándole el reloj.
–Vale, ¿qué importa que salgamos un poco más tarde si no nos espera nadie? Vamos de excursión, no vamos al teatro.
–Es que no puedo soportar la impuntualidad.
– ¡Pero si no nos espera nadie!
–¿Y yo qué?, ¿yo no soy nadie?
–Tú eres tú. ¡Anda y no digas bobadas!
–Es que las cosas no son así. Tú siempre has sido una impuntual. No quiero ni recordar las horas que he esperado en pleno invierno a la puerta de tu casa. Cada poco salía tu madre a decirme que enseguida bajabas porque le daba vergüenza.
–¡Pues no te vas lejos!
–Y lo peor es que ahora no eres sólo tú. Ahora además están tus hijitos que son un desastre. El otro día Carmen estaba preparándose para salir ¡que es que le lleva horas! y dejó el cuarto de baño imposible. Le dije que lo recogiera y me dijo que no tenía tiempo que ya lo recogería cuando volviera. Y no digamos nada de Begoña. Me cogió los lápices de mi cajón y los esparció por todas partes. ¿Cuándo se van a enterar estos niños de que no tienen que coger mis cosas? Y tu Rafita pasa de todo, es un cara…
–Mira, ¿sabes que te digo?, que prefiero no salir.
Bárbara se da la vuelta y, llorando, se encierra en la habitación.
Se quieren, y en el aspecto sexual se entienden perfectamente pero en lo tocante a la familia el problema se va acrecentando con el tiempo.
Bárbara se lo cuenta a su hermana.
–No sé qué hacer.
–Tienes que comprender que no vives con Sergio. Armando es muy distinto y tendrás que adaptarte.
–Sí, yo lo comprendo. Entiendo que no son sus hijos y no se comportan como él quisiera.
–Tendréis que hablar.
–Él dice que yo no aguantaría a los suyos. Es muy fácil, ¡cómo viven con su madre! Te aseguró que aguanto muchas impertinencias para hacerme perdonar que mis hijos están con nosotros.
–Los adolescentes son todos insoportables.
–Pero Armando pretende que se comporten como adultos y eso es imposible.
–Estás entre dos fuegos. Yo también discuto con Jaime y al fin y al cabo son hijos de los dos.
–Eso es verdad. Se enfada conmigo por lo que hacen los chiquillos y ellos dicen que sí a todo lo que les pido pero luego hacen lo que les da la gana.
–Paciencia.
–Ya no vamos con los niños a ninguna parte. Estoy siempre entre la espada y la pared.
–Ya te lo he dicho, paciencia.
–A cada momento me hace escoger entre mis hijos y él. Me recuerda a los leones, que cuando encuentran una hembra con crías, las matan.
–¡No eres tú exagerada ni nada!
–¡Hombre, no es eso, pero te aseguro que esto no es vida!

Al cabo de ocho años de convivencia, las riñas son casi diarias y llegan a plantearse la separación.
–No aguanto más. Vete de casa una temporada. Vamos aprobar a vivir separados y a reconsiderar nuestra situación.
–¿Por qué me voy a tener que ir yo? Esta casa es más mía que tuya.
–Sí, pero tú eres uno solo y nosotros somos cuatro.
–Tiene gracia. Yo he pagado la mayor parte de la casa y soy el que tiene que irse.
–Si vamos al juzgado me dejarán la casa a mí hasta que los niños sean mayores de edad.
–Eso habrá que verlo. No creo que los jueces puedan hacer semejante injusticia.
En esta ocasión, todo queda en nada, pero las discusiones siguen.
–Esto tiene gracia. Aquí yo no mando nada. Soy el último mono. Gano mucho más que tú y vosotros sois cuatro y yo uno.
–¿Qué quieres decir?
–Que tengo que mantener por obligación a unos niños, bueno, no tan niños, que pasan de mí.
–¿Cómo que los mantienes tú? Yo siempre he ganado lo suficiente para mantenerlos.
–Si en esta casa entran cuatro yo pongo tres, echa la cuenta y dime si no pago yo las tres cuartas partes de lo que gastan.
–¡Eso no es verdad, tú no ganas el triple que yo! Y, entonces, yo también pago la pensión de tu ex, ¿no? que es más de lo que gastan mis hijos en esta casa. Además, mis hijos algún día se independizarán, pero tú de ésa no te libras en la vida.
–No, porque aún descontando lo que le paso a mi ex yo gano mucho más que tú. Además, yo puse el dinero de la entrada de la casa porque tú no tenías un duro y aquí viven tus hijos como si fuera de ellos, a cuerpo de rey.
–No van a vivir en la miseria. En realidad gastamos bien poco en ellos. Van a colegios públicos y no dan clases particulares ni nada de eso. Jamás les he comprado ropa de marca, porque yo no soy de marcas. ¿Qué quieres?, ¿que no coman?
–Lo que tenemos que hacer es separar los bienes. Tú haces con lo tuyo lo que quieras y yo igual.
–Me parece estupendo.
–Las mujeres que tenéis hijos no deberíais volver a casaros.
–¿Y los hombres sí?
–Es diferente.

1 comentario:

  1. Huy Blanca, como la vida misma, cada vez hay más parejas con este tipo de problemas y si les preguntaramos a los hijos, también tendrían mucho que contar.
    Un saludo

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